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El demonio de Saint Clare

Mis rodillas reposan sobre la blanda superficie, mis manos igual. Confieso que en ocasiones se me hace difícil mantener la postura. La falta de equilibrio, el cansancio, la inquietud, y por sobre todo, el placer me obligan a postrarme por completo…

No se trata de un rey, tampoco está frente a mí.

La cama parece querer desarmarse, los ruidos no cesan, mis dientes tiran fuerte de las sábanas de seda como si quisieran desgarrarlas, mis dedos se aferran a todo lo que tocan.

Sus manos; una de ellas sobre la zona media de mi espalda, sometiendo mi cuerpo a un arco más pronunciado; la otra azota mis nalgas, apretando con fuerza al crepúsculo de dicho contacto.

Es inevitable, más que gemir, gritar de placer. Para mí es mucho más que estar de perrito, ya que no es el pene de mi esposo el causante de mi aparente agonía, es mi hijo quién está detrás de mí. Es el pene de mi hijo el que, al entrar y salir de mi vagina con afán; no solo me llena por completo, sino que también me provoca el placer más intenso.

Son pocas las mujeres que se sentirán identificadas con mis palabras. Escaseamos aquellas capaces de cruzar la línea, trascender los límites de nuestra moral, todo por la insaciable necesidad de ir más allá.

Me llamo Amanda, Amanda Saint Clare, y esta es mi historia.

Quisiera decir que mi vida fue lo suficientemente injusta como para terminar buscando consuelo en brazos prohibidos, pero no es así, ni lo fue. Por esa razón, cualquiera que sea el castigo por mi conducta será bien merecido, ya que siempre tuve incluso más de lo necesario.

Tengo cuarenta y dos años, de los cuales; veintiuno son de casada, veinte siendo madre, diría que siete como amante, y la totalidad de mi tiempo en este mundo tan complejo ha sido maravillosa.

Tuve una buena infancia, buena crianza, buena educación, me casé con un buen hombre, en fin.

Soy de baja estatura, cabello y ojos oscuros, piel clara. Mi complexión es normal, rasgos comunes… En cuanto a mis atributos de mujer, culo y tetas con un tamaño normal, lo notorio es mi vagina. Mi marido dice que es gordita.

Para ser franca, nunca había tenido fantasías sexuales con mis hijos, por ello se me hace difícil asimilar la posición en la que me encuentro, sobre todo el camino que me ha traído hasta aquí.

Vengo de una crianza materna religiosa y moralista, me siento sucia, indigna, pero es que mi vagina, a la hora de comer, siempre ha podido más que cualquier argumento moralista o religioso. Aunque nunca había llegado tan lejos.

Sebastian, mi hijo mayor, el mismo con el que tengo sexo desde hace un mes tiene veinte años. Dentro de poco lo enviaremos a América; por fin decidió que hacer con su vida, quiere estudiar psicología en Harvard.

Todo comenzó una noche. Hacía mi recorrido habitual por toda la casa para asegurarme de que todo estuviera bien antes de dormir, al pasar por su cuarto noté que la puerta estaba un poco abierta; tengo la costumbre de dar las buenas noches a todos mis amores previo a irme a la cama. Eché un vistazo por la rendija para despedirme y fue cuando lo vi, sentado frente a su computador dándome la espalda. La silla de escritorio no me dejaba ver bien, pero sabía perfectamente que se estaba masturbando.

«Este es mi momento para vengarme. —Pensé al recordar tantas bromas que me había jugado»

Me quedé observándolo por unos segundos…

—¡Buenas noches cariño! Dije entrando a su habitación, acompañando mis palabras con dos o tres golpecitos a su puerta.

Su reacción, lejos de la que esperaba, me sorprendió.

Buenas noches mamá. —Contestó sin interrumpir el movimiento de su mano, ni siquiera volteó a verme. Me molestó su ligereza, la consideré falta de respeto.

—¡Al menos ten un poco de respeto! Le exigí. ¡Espera a que todos los demás estemos durmiendo!

—Tú, has irrespetado mi privacidad primero. Respondió al mirarme. Se puso de pie y caminó hacia mí. En ese momento me percaté de su desnudez… «¡La tiene enorme! —Pensé.»

—¡Entonces, refute nerviosa, ¡Cierra la puerta y ponle seguro! Complementé con la vista puesta en su entrepierna.

Relájate mamá. —Sugirió al estar frente a mí. Sus manos se posaron sobre mis hombros, sus ojos penetraron en mi alma, su sonrisa disfrutaba mi inquietud. —Sólo has atrapado a tu hijo masturbándose. Prosiguió… Cosa que debió agradarte lo suficiente como para tardar unos segundos en interrumpirme.

Su voz fue serena, tales palabras me embrutecieron; no solo por la veracidad en ellas sino también porque me recordaron a su padre.

Mirarlo a los ojos me ponía nerviosa, era como regresar en el tiempo. No sabía que decir, mis manos anhelaban tocarlo, sentirlo, volver a experimentar emociones que viví junto a su padre cuando nuestra pasión aún era virgen hambrienta de placer. Encontraba en él una puerta que me llevaría directo a mi pasado, ese que, por una vida normal, perdí.

—Anda ya mamá, me decía mientras sus manos me obligaban a dar media vuelta. Hora de ir a la cama.

Yolanda estaba como atontada. ¿Qué… —Le pregunté hipnotizada, ¿Cómo que me gustó verte?

Cuando reaccioné, me encontraba en el pasillo, de espaldas a su puerta ya cerrada.

Extracto del diario de Amanda esa misma esa noche:

“… Mientras lo veía masturbarse, pude sentir un leve cambio de temperatura en mi entrepierna. ¿Es normal que una madre sienta estás cosas por su hijo?

En el momento en que su imponente figura se levantó de la silla mostrando todo de sí, me encontré de frente con el demonio más abominable de mi pasado. Es idéntico a como lucía su padre de joven. Esa voz, esa calma, esa sonrisa… ¡Dios mío. Su pene!

¿Será una última prueba ésta que el universo trae hoy a mí? O, ¿Simplemente es el destino, cual sin mesura se burla de mí, mostrándome que no se puede tapar el Sol con un dedo?

Como sea. Espero seguir con mi vida tal y como lo he venido haciendo, no puedo permitirme echar a la basura todo lo que he logrado.

¡¡Dato importante: Respira, libera, supera!!”.

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