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Incesto en el monte (un incesto diferente)

Los Becerros y los Mata Burras eran dos familias que vivían en una aldea gallega llamada Castroviejo. Desde tiempos ancestrales se llevaba a matar. La sangre estuvo a punto de llegar al río cuando Juan el Becerro supo que le quitara la novia Benito el Mata Burras. Suerte que ese día estaba en la taberna la guardia civil.

Juan, el Becerro, herido en su orgullo emigró a Suiza.

Con el paso de los años el Becerro se hiciera una casa de dos pisos que era la envidia de propios y extraños… Con sus puertas y ventanas de aluminio, con sus tejas de pizarra negra, con su garaje… Todo un lujo de casa.

Benito el Mata Burras, vivía con su esposa Felisa y su hija Adela en una casa vieja hecha con piedras, con barro, con puertas y ventanas de madera y apolilladas. Seguía teniendo muchas tierras y muchos animales, pero tanto él, cómo Felisa, cómo su hija Adela, llevaban una vida de sacrificios.

El día que el Becerro volvió definitivamente para España trajo con él a su familia compuesta por su mujer de nacionalidad suiza y su hijo Eugenio.

Eugenio era un joven muy guapo, de estatura mediana, rubio, de ojos azules y muy risueño. Nada sabía de la enemistad de su padre con Benito el Mata Burras. El día que vio a Adela ir con un carro de vacas y un perro de raza indeterminada, le dijo:

-Eres la cosita más bonita que he visto en este lugar.

La muchacha, que era de la estatura de Eugenio, que llevaba su largo cabello recogido en dos trenzas, que era de tez morena, que tenía las piernas anchas, buen culo, anchas caderas, tetas gordas y que llevaba puesto un vestido que debiera de ser de su abuela, miró para aquel figurín bien vestido y del que le llegaba un olor a colonia que tiraba para atrás y le echó una mirada, que si las miradas mataran, quedaba tieso allí mismo.

No tardó Eugenio en enterarse de que la muchacha se llamaba Adela, y de lo que se cocía entre su padre y el Mata Burras, pero a Eugenio le gustaba la chica y trató de hablar varias veces con ella, diciéndole cosas como: “Algún día meterás una sonrisa es un sobre y me la mandarás a la calle de las esperanzas… Se ha caído un ángel del cielo… Eres la más bella de las flores”… Y muchas más cosas le dijo cuando nadie más lo oía, pero Adela parecía que lo odiaba con ganas.

El caso fue que Eugenio con cada mirada asesina y cada silencio la fue viendo cada vez más bonita y acabó enamorándose de ella.

Un día que estaba Adela cortando helechos en el monte con una hoz, fue a su lado, y le preguntó:

-¿Puedo hablar contigo, Adela?

Adela reconoció la voz. Sin mirarlo, le dijo a su perro:

-Alguien quiere que le corte el cuello, Pepe.

Fue la primera vez que oyó su voz y le pareció tan dulce que la amenaza le sonó a música celestial.

-Nada tenemos que ver con los odios de nuestros padres. ¿Puedo hablar contigo un momento?

Adela volvió a hablar con su perro.

-Alguien no sabe que sin cabeza no se puede hablar.

Eugenio siguió hablando.

-Tú no me odias, si me odiaras ya le habías dicho a tu padre que te echo piropos.

Adela dejó de cortar helechos y le echó la mano a la escopeta de cartuchos que siempre llevaba al ir al monte para protegerse de los lobos, y que tenía apoyada a un pino. Fue junto a Eugenio, le puso el cañón de la escopeta en las pelotas, y con cara enrabietada, le dijo:

-¡Si me vuelves a dirigir la palabra te vuelo los huevos, suizo!

Eugenio la miro a los ojos, vio unos ojos grandes y negros cómo la noche, y le dijo:

-¡Dios mío, qué hermosa eres!

Adela, quedó descolocada, retiró la escopeta, y le dijo:

-No sé por qué no te pego un tiro. -puso la culata en el suelo y agarró la escopeta por los cañones.

Eugenio, se envalentonó.

-A lo mejor es porque te gusto un poquito.

Adela le echó la mano a la hoz, y le dijo:

-¡No juegues con tu suerte, suizo!

Eugenio separó un poquito el dedo pulgar y el índice, y mostrándoselos, le dijo:

-¿Ni un poquito así?

Adela le dejó las cosas claras.

-Mira, suizo, aunque tu padre y el mío se llevaran bien, a mi me gustan los hombres de verdad, los que se beben una jarra de vino de una sentada, los que juran, los mal hablados, los que andan a hostias, los que dicen las mujeres que si te dan un beso te hacen temblar las piernas. Un muñeco cómo tú no me hace tilín. ¿Entendiste, suizo?

Eugenio, bajó la cabeza y le dijo:

-Sí, entiendo. Solo venía a decirte que me gustaría ser tu novio, pero ya veo que no soy tu tipo.

Adela, dijo, hablando primero con el perro y después con él:

-El señorito dice que quiere ser mi novio, Pepe -levanto la mano con la hoz en ella-. ¡Tira, tira o te desgracio!

Adela, viendo cómo Eugenio se alejaba caminando con la cabeza gacha, se ensañó con él.

-¡Ahora vas y se lo cuentas a tu mamá, muñeco perfumado! -le dio una patada al aire-. ¡¡¡La próxima vez te reviento, coño!!!

Desde esa tarde Eugenio dejó de piropearla. Verla pasar ya le causaba dolor, así que decidió volver a Suiza para trabajar en algún hotel. Antes de irse, le pagó a un niño para que le entregara una carta a Adela cuando no estuviera nadie con ella. Cuando se la dio, Adela la abrió y leyó:

Para Adela:

Vuelvo a Suiza pasado mañana. Te escribo estas líneas para pedirte perdón por las molestias causadas.

Un abrazo.

Adela, que al dejar de buscarla lo echara de menos. ¡Desde luego cómo son las mujeres. ¡Ni Dios las entiende!! pero volvamos a turrón, Adela ya suspiraba por Eugenio y no podía dejar que se marchara, pero cómo dejara de abordarla no sabía cómo detenerlo. Esa noche fue a la taberna a por café en grano y vio que Eugenio estaba ahogando sus penas con vino. Al llegar a casa les dijo a sus padres que se iba a dormir, pero lo que hizo fue coger la escopeta, salir por la ventana y esperar a que Eugenio volviera a casa. Se agachó en una esquina y cuando Eugenio llegó a su altura salió de entre las sombras y le dijo:

-Ven conmigo.

Eugenio se frotó los ojos. Pensó que el vino le estaba jugando una mala pasada, pero le dijo:

-Contigo voy hasta el fin del mundo.

Caminaron en silencio hasta llegar al monte. Allí se sentía aullar a los lobos, cantar a los búhos, a las lechuzas, al chotacabras, el ensordecedor ruido que hacían los grillos y las cigarras, que callaban al sentir pasos y luego seguían con el alboroto. Aquello acojonaba una cosa mala, pero Eugenio, envalentonado con el alcohol, no les prestaba atención. Cogió a Adela por la cintura, y le dijo:

-Voy a saber si eres un sueño.

La besó con dulzura, sin lengua, siguió y la besó con lengua. Era el primer beso de Adela. Las piernas le temblaron, dejó caer la escopeta y rodeó el cuello de Eugenio con sus brazos. Por primeras vez el coño y el culo se le estaban abriendo y cerrando al mismo tiempo. En ese momento dejó de oír a los grillos, a las cigarras, a los búhos, a las lechuzas, al chotacabras. El mundo se detuvo por un instante, un instante mágico. Después, le dijo:

-Te quiero, Eugenio.

A Eugenio le pasara media borrachera. Le respondió:

-Y yo a ti te adoro, cariño.

Unos diez minutos más tarde llegaban a una cabaña de troncos de pino donde se refugiaban los cazadores de las tormentas y donde se refugiara Adela más de una vez y que estaba a oscuras. Adela quitó de entre las tetas una caja de cerillas y encendió con una de ellas la vela blanca que había en una tabla que sobresalía entre dos troncos de la pared, luego se sentó en el catre, apoyó la escopeta en la pared, y le dijo:

-¿Y ahora qué? ¡Si se enteran que nos queremos nos matan!

Eugenio cerró la puerta de la cabaña, se sentó a su lado, y le dijo:

-Vente conmigo para Suiza. Allí hay trabajo para los dos.

-Si no hay más remedio iré, pero voy a echar mucho de menos mi tierra.

-Hay otro modo.

-¿Cuál?

-Hacerles frente.

-¡Estás loco! Mi padre te metería dos tiros y después de muerto te escupiría en la cara.

-Si estuvieras embarazada se lo pensaría dos veces.

-Pero no estoy embarazada -lo miro y se levantó.- ¡Ah, nooo! De eso nada, eso se hace después de casados.

La cogió por la cintura e hizo que se sentara de nuevo. La besó largamente. Adela humedeció las bragas y cambió de opinión:

-Está bien, pero me haces el hijo vestida. Me aparto las bragas para un lado, y… ¡Chas!

Eugenio jamás oyera aquella expresión.

-¿Chas?

-Si, ¡chas! Ya sabes.

Eugenio le dio un beso, le pasó el dorso de una mano por una trenza y le dijo:

-A ver, Adela, el amor no se hace así.

-¡¿No?!

-No, hacer el amor necesita de ternura, de caricias…

-Vale -echó las tetas hacia delante-, méteme mano.

-Que no es así, cariño. Cuando dos personas hacen el amor no lo hacen estando vestidos.

-Vale, si tengo que desnudarme, me desnudo, pero -se puso pensativa-. ¿Y si no te gusto desnuda?

-No digas tonterías. La echó hacia atrás en el catre y entre beso y beso se desudó y la desnudó. Bajo el viejo vestido se encontró con un espectacular cuerpo de mujer. Adela tenía las tetas cómo sandías, con areolas marrones y pezones gorditos, Eugenio las amasó y las chupó con delicadeza, como si fueran de cristal, y duros cómo el cristal se le pusieron los pezones… Su ombligo metido hacia dentro guardaba algo de pelusilla que sacó con un dedo antes de meter la lengua en él. Siguió bajando… Adela, al sentir el aliento de Eugenio en su coño, le puso una mano en la frente, lo apartó, y le preguntó:

-¿Qué vas a hacer, Eugenio?

-Darte sexo oral.

-¡¿Vas a pasar tu lengua por mi coño?!

-Voy.

-¡Estás loco! ¡¡Ni los cerdos hacen eso!!

Eugenio apretó su lengua contra el clítoris y lamió de abajo arriba varias veces, después le preguntó.

-¿Te gusta?

-Calla.

La mano que Adela tenía sobre su frente se la puso en el cogote y le llevó la cabeza al coño, un coño rodeado por una pequeña mata de pelo negro. Eugenio lo lamió y su lengua se encontró con unos jugos espesos que le supieron a gloria bendita.

Comenzó a comerle todo el coño al tiempo que acariciaba sus tetas y sus pezones. Adela, gimiendo, dijo:

-¡Ay, Dios que me corro!

Eugenio se sorprendió.

-¡¿Ya?!

Eugenia le puso la mano en la nuca, volvió a llevar la lengua al coño, y levantando la pelvis, exclamó:

-¡¡¡Ya!!!

De su coño comenzaron a salir jugos espesos, y mientras se retorcía con el gusto que sentía, Eugenio, se fue tragando la corrida.

Acabó y acariciando su cabello, le dijo:

-En mi vida me había corrido tan bien.

-¿Quieres correrte otra vez, cielo?

-¿Lamiendo mi coño?

-Sí.

-Por mi me corro las veces que quieras. ¿Pero y el hijo? Así no lo hacemos. Bueno, también lo podemos hacer otro día, ¿no?

-Pues sí.

Adela, que tenía las piernas abiertas y las rodillas flexionadas, le echó la mano a la nuca y le volvió a llevar la boca a su coño. Eugenio volvió a lamer su coño, su clítoris… Metió la puntita de la lengua en su vagina y los gemidos subieron de intensidad. Le levantó el culo con las dos manos y le lamió el ojete. A Adela no le gustó.

-¡No hagas eso, guarro!

Le metió la punta de la lengua dentro del ojete y desde él subió lamiendo hasta el clítoris. Después de hacerlo varias veces, le dijo Adela:

-¡Qué cochino eres!

-¿Te gusta que seas cochino? ¿Te gusta que juegue con mi lengua en tu culo?

-Me da vergüenza decirlo.

Sin decirle nada se lo había dicho todo. Poco después, Adela, ya cambiara de opinión. Quería ir a por el hijo:

-Dicen que los hijos se hacen cuando un hombre y una mujer se corren juntos y yo me voy a correr otra vez.

Eugenio dejó de comerle el coño y le frotó la polla en la entrada de la vagina, Adela, en nada, le dijo:

-¡Me voy a correr, me voy a correr! ¡¡Mete, mete!!

Eugenio le metió el glande, la desvirgó y sin más comenzó a correrse. Adela, mientras la polla iba entrando agarraba la manta, elevaba la pelvis y gemía de placer y de dolor. Era una mezcla de sonidos que Eugenio nunca antes había oído.

Al acabar de correrse quedó encima de ella con la polla dentro del coño. Se besaban, sonreían… Y sonriendo, después de besarlo, le dijo Adela:

-¿Si nos corremos otra vez juntos tendré gemelos?

-No es probable

-Pero podemos probar.

Le estaba hablando de echar otro polvo, y no le iba a decir que no.

-Claro que sí.

Adela empujó con fuerza el culo hacia arriba, y le dijo:

-Dame.

Se la metió y se la sacó tres veces, y le dijo:

-¿Así?

Adela volvió a empujar con fuerza el culo hacia arriba.

-Dame jarabe de palo.

Le dio la vuelta, la puso encima de él, y le dijo:

-Dámelo tu a mí.

-Aquí arriba me siento muy puta.

-Pero eres un ángel, vida mía.

Adela, apoyando sus manos en el vientre de Eugenio lo folló con una lentitud pasmosa, pero al estar el coño engrasado con sus jugos y con el semen de Eugenio, enseguida empezó a gustarle. Apoyó sus manos el pecho y sus movimientos fueron en aumento, sintió que cuanto más aceleraba más le gustaba, esto hizo que acabase follando a Eugenio con las manos apoyadas en el colchón y poniendo las tetas al alcance de su boca. Movió el culo de atrás hacia delante y de adelante hacia atrás a cien por hora. Sintió cómo Eugenio mamando una de sus tetas se corría dentro. Al sentir la leche dentro de su coño se quedó quieta, se le cerraron los ojos, de su boca salió un dulce: “¡Ah, aaah!”, y corriéndose se derrumbó sobre Eugenio.

Al irse el resuello siguieron los besos y las caricias. Cuando Adela sintió la polla dura de nuevo dentro de su coño, le dijo:

-¿Sabes hacer alguna cosa rara más?

Lo volvió a besar y le respondió:

-Sí, ponme el coño en la boca y frótalo en mi lengua hasta que te corras.

Adela se escandalizó.

-¡Nooo! Así sí que me sentiría muy puta.

La cogió por la cintura, y le dijo:

-Ven.

Adela, mientras la polla salía de su coño, y luego cuando fue dejando un rastro de leche y jugos por el vientre y el pecho de Eugenio, seguía diciendo:

-No, no, no me obligues a hacer eso.

Decía que no pero se dejaba ir, y dejándose ir acabó con el coño en la boca de Eugenio, que al tenerlo delante le clavó la lengua en él, Adela, exclamó:

-¡¡Jesús!!

Comenzó a mover la pelvis para frotar el coño contra la lengua, que entraba y salía en aquel pocito de secreciones y acababa frotándose contra el clítoris. Eugenio tenía sus manos en las tetas y esta vez se las apretó y le pellizcó los pezones, Adela gemía sin parar. Cuando se iba a correr, le dijo Eugenio:

-Dámela en la boca.

Adela agarró el hierro de la cabecera del catre, se le cerraron los ojos de golpe, y cuando los abrió con la vista borrosa miró cómo Eugenio lamía su coño y tragaba los jugos de su corrida.

Dos meses más tarde, cuando ya se le empezaba a notar la barriga le confesó a su madre su estado y quien era el padre de la criatura. Felisa rompió a llorar desconsoladamente. Adela, le dijo:

-No va a pasar nada, madre, se lo he contado por qué Eugenio y yo nos vamos para Suiza.

-Ya pasó, hija, ya paso.

-Paso, sí, pero lo hicimos por amor.

-No es eso, hija, no es eso.

-¿Entonces qué es, madre?

– Que Eugenio es tu hermano.

Adela no podía creer lo que acababa de oír.

-¡¿Mi padre es el Becerro?!

-Sí, hija, sí.

Eugenio y Adela acabaron en Suiza. Allí se casaron y Eugenio jamás supo que Adela era su hermana.

Quique.

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