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Me cogí a una monja española

Hace algunos años, por motivos de trabajo, tuve que visitar un asilo de ancianos en una ciudad del norte de Perú. Tenía que coordinar la entrega de un mobiliario para ancianos con problemas de movilidad y supervisar su instalación.

Al llegar al Asilo por primera vez, me recibió una monja enorme, seguro alrededor de 1.85 m, creo que alemana. Tendría unos 35 años y realmente era preciosa, con unos ojos azul celeste que me dejaron casi sin poder hablar. Fue muy amable y me guio hacia donde tenía que realizar las instalaciones. A pesar del hábito, pude apreciar sus formas muy atléticas y no pude evitar desearla, pero siendo monja, fue sólo un deseo fugaz.

Al concluir mi primer día de trabajo, y retirarme, la misma monja me dijo que la madre superiora deseaba conversar conmigo. Acepté. Me condujo a las oficinas de la superiora y me dejó con ella. Era una madre española, también joven, quizás también de unos 35 años, nunca le pregunté la edad. Era preciosa, blanca como la leche y con algunas pecas en su rostro, cejas pobladas y unos ojos color café que hasta ahora recuerdo. Me volví a quedar sin habla. Sobre su escritorio tenía una pequeña merienda y la compartimos mientras conversábamos sobre el mobiliario que había llevado y la instalación.

Me retiré pensando en ella. Era tan linda que la inmensa alemana quedó de lado en mis pensamientos. El tercer día de la instalación me di cuenta que faltaban tuercas, pernos, algunos cables y otras cosas menores que habían olvidado despachar. Fui a la oficina de la madre superiora y le informé. La opción de pedirlos a Lima iba a demorar y realmente eran cosas simples y baratas. Le dije que, si ella me daba los fondos, yo haría la compra en alguna ferretería. Me dijo que preferiría acompañarme. Supuse por desconfianza, pero no me pareció mal. Hay cada pendejo que seguro se aprovechó de su confianza y me pareció razonable.

Me dijo que cómo ella conocía la zona donde vendían los repuestos, saldría sin hábito pues siempre se acercaban a pedirle apoyo y no era el momento. Me pareció razonable su explicación, la esperé unos minutos y salió en una falda larga, blusa y chompa, cambió el hábito por un traje de predicadora evangélica pensé. No se lo dije obviamente.

Salimos del Asilo y como estaba tan sucio por el trabajo le pregunté si podríamos ir a mi hotel para ducharme y cambiarme. Aceptó. Tomamos un taxi a unas pocas cuadras del asilo, donde había tráfico fluido. Fuimos a mi hotel, uno barato y pequeño, con una recepción hasta mugrosa. La sentí incómoda allí y antes que le dijera algo, ella me dijo si podía esperarme en la misma habitación. Accedí, hasta ese momento sin pensar en nada impropio.

Entramos a la habitación, lleve la ropa limpia al baño para no incomodarla cambiándome luego delante de ella. Me duché, me vestí y al salir la encontré acostada en la cama, viendo el canal porno del hotel. Me miro sin decir nada. Pero sentí en sus ojos el deseo. Me senté a su lado y sin que ella me dijera nada comencé a acariciar sus piernas.

Ella no decía ni si, ni no, ni nada. Simplemente me dejaba hacer. Así fue todo el rato. Envalentonado, comencé a subir su falda y descubrir más de sus muy blancas piernas, muy blancas, pero muy bien formadas. Realmente unas deliciosas piernas, no me conformé con acariciarlas, sino también las besaba ya. La madre sólo se dejaba hacer con los ojos cerrados.

Mis manos siguieron subiendo por sus muslos y encontré su vagina protegida por un calzón grande, más de niña que de mujer. No me sorprendió el modelo, pero si lo húmedo que estaba. Comencé a acariciarla por encima del mismo y sus gemidos eran ya de hembra desando ser poseída. Se lo saqué y encontré una vagina muy peluda, sin ningún tipo de arreglo, eso me excito mucho, una vagina en bruto, sin los arreglos de las putas y las mujeres coquetas.

Comencé a masturbarla con dos dedos, ella gemía intensamente. Mientras me fui desabrochando el pantalón y sacando mi verga que estaba ya tiesa. Le ensalivé con mis manos y me subí sobre la madre. Ella puso su cara de costado y cerró los ojos completamente. La penetré suavemente, pensando era una monja virgen, craso error, entró sin ninguna restricción en su muy húmeda vagina.

Comencé a moverme con frenesí, sobre ella, con toda la parte superior de su ropa puesta, sin besos y ni siquiera intentos de ellos. Ella llegó en unos minutos y yo poco después que ella. En una sola posición fue una experiencia deliciosa y muy morbosa. Cuando mi semen llenó su vagina empecé a sentir culpas y me levanté rápidamente.

Me senté en la cama y me arreglé la ropa. Ella hizo lo mismo y sin mediar palabra salimos. Ni por un instante mencionamos el incidente y los siguientes días en el asilo no la volví a ver.

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