Saltar al contenido

Soy una pecadora (Parte 2)

Seré honesta con ustedes: siempre preferí una cama en donde follar a una iglesia en donde rezar. Intenté ser diferente, pero el deseo ha ganado cada vez, precipitándose e inundando todo en olas y olas de placer.

Al principio, me sentía culpable. Se suponía que no debía meter mis dedos en mí y luego chuparlos sólo por curiosidad, o en mitad de la noche deslizar mis dedos por mi coño y follarme a mí misma una y otra y otra y otra vez, jadeando y cubriendo mi boca con mi mano para no hacer el menor sonido. Que mi familia devota, fielmente creyente en Dios, se enterara de que cedí a mi deseo carnal claramente no era el plan.

Como decía: me sentía culpable. Luego del inevitable orgasmo pensaba “¿Qué acabo de hacer?”

Resumiendo, en poco tiempo me importó un carajo. Así que disfruté de lo que no debe ser vergonzoso ni un motivo de culpa: la exploración de la sexualidad.

Pero ese día domingo debía ir a la iglesia y fingir que mi coño ama ser follado con fuerza mientras cierro mis ojos y finjo rezar.

¿Y lo peor de todo? Debía confesarme ante un sacerdote.

Podría mentir, sí. Podría fingir que soy una mujer consagrada a Dios, pero me daba curiosidad saber qué diría él al escuchar mis aventuras en el sexo. Llámame loca o enferma, pero me resultaba morboso. Así que tal vez no sería tan malo.

Entré al cuarto de confesión como tantas veces antes. Él estaba allí, y pensé que podría tener mi edad.

–Padre, he pecado– murmuré.

–Confiesa ante Dios y ante mí tus pecados.

–Me gusta follar– ¿Había sido demasiado brusca? Bueno, que se joda la sutileza–. Admito, padre, que me he follado a mí misma y he abierto mis piernas ante otros para que me montaran. Disfruté todas y cada una de esas noches llenas de gemidos y orgasmos. He pensado en eso tantas veces como resulta posible, e incluso he tenido fantasías con amigos. Sólo quiero que me arranquen la ropa y me tomen contra alguna pared, o me arrastren y me lancen sobre alguna cama y me follen tan duro como es posible. ¿Es normal que piense en lo delicioso que sería sentir los dedos deslizándose por mi cuerpo, por mis pechos, por mi coño y su lengua haciéndome sentir tanto? Soy una pecadora, padre, y lo peor es que me encanta serlo.

Hubo un largo momento de silencio antes de que él dijera:

–No suenas arrepentida.

–No lo estoy.

–Entonces ¿Por qué estás aquí?

–Tal vez porque quería decirle todas estas cosas a un sacerdote y averiguar si se le puso dura.

Otro silencio siguió luego de eso. Del otro lado hubo un sonido casi imperceptible, como si la pequeña puerta se hubiese abierto.

Mi propia puerta se abrió y allí estaba el padre, con sus pupilas dilatadas y su respiración jadeante.

–Levántate.

–¿Disculpe?

–Dije que te levantes. Obedece.

Me levanté y noté que estaba un poco temblorosa y, sobre todo, mojada. Me había excitado, y ahora el sacerdote probablemente me echaría de la iglesia a la fuerza. En mi mente retorcida hasta eso era caliente.

–Sígueme.

Esta vez no lo cuestioné. ¿Qué sentido tendría?

Me llevó a un pasillo que yo no conocía. Había habitaciones.

Y me hizo entrar a una de ellas.

Sólo había una cama y cosas típicas y esenciales para una habitación. El padre me miró con una seriedad que, aparentemente, era una característica típica suya, y me dijo:

–Ahora te diré lo que va a pasar. Voy a quitarte la ropa y no me tomaré demasiado tiempo. Luego, te tiraré a la cama y te follaré como tantas veces he querido hacer. ¿Dijiste que te gustaba duro? Bien, a mí también– sonrió ligeramente antes de agregar–. Tienes pocos segundos para irte si lo de allá afuera fue tan solo una provocación. Odiaría estar tan duro y no poder hacer nada al respecto, pero es tu decisión. No voy a violarte.

Mi cerebro no reaccionó, pero mi cuerpo sí. Mis pezones se endurecieron, mi coño se mojó aún más y sólo podía pensar en él sobre mí haciendo tantas cosas como quisiera.

No me fui.

Y él se acercó a mí dispuesto a tomarme.

Me destrozó la camisa y me quitó la falda con brusquedad antes de meter sus dedos en mí tan, tan rápido y tan deliciosamente. Mi clítoris estaba en el cielo.

–¿Olvidé mencionar que quería saber si estabas mojada o no? Bien, acabo de comprobar que estás empapada. Buena chica.

Lancé un gemido antes de que me lanzara a la cama tal y como había prometido. Reboté en ella.

Sus dedos recorrieron mi cuerpo y yo toqué el suyo.

–¿No es un poco injusta esta situación?– pregunté–. Tú estás con toda tu ropa puesta mientras yo estoy desnuda por completo.

Me sonrió y, créeme, esa sonrisa fue diabólica.

–Sospecho que te encanta esto– lamió el lóbulo de mi oreja y arrastró sus dientes, haciéndome gemir de nuevo. Susurró en mi oído–. ¿Te gusta saber que un sacerdote está a punto de follarte?

–Dios, sí.

–Entonces llevaré puesta la sotana cada maldito segundo, pequeña descarada.

Abrió mis piernas más ampliamente y envolví mis piernas alrededor de sus caderas, preparándome. Él no perdió demasiado tiempo. Se movió y pude sentir cómo su verga se abría paso a través de mi coño y todo se sentía tan perfecto. Grité cuando se lanzó con brusquedad y la fricción se volvió tan disfrutable.

–¿Te gusta esto, hm?– jadeó en mi oído–. ¿Te gusta que un padre esté cogiéndote en una iglesia luego de provocarlo? ¿Te gusta sentirme?

–Me encanta– dije entre gemidos que se hacían cada vez más fuertes.

Él cubrió mi boca con su mano, ahogando los gemidos que rogaban salir.

Acarició mi clítoris y rodé los ojos mientras que él rodó sus caderas. Fue el movimiento más magistral.

Sus gruñidos eran casi ásperos, y bajó su rostro y chupó mis pezones, los mordió para luego lamerlos.

Santa madre, era demasiado.

Me moví todo el tiempo junto a él, acompañando sus movimientos rápidos. Me estaba follando tan duro que el dosel golpeaba una y otra vez la pared junto con sus embestidas celestiales.

Pronto, casi demasiado pronto, la tensión nos sobrepasó. Los dos temblábamos y él comenzó a gemir.

–¿Te gusta esto, pequeña puta?

Oh, mierda, sí.

Acerqué mis labios a su oído y rocé el lóbulo de su oreja, tal y como él había hecho antes conmigo.

–Ven conmigo– rogué–. Estoy a punto de correrme, y quiero sentirte llenarme. Ven conmigo. Ahora.

Lanzó un quejido antes de impulsarse hacia mi interior. Presionó por última vez mi clítoris y eso fue todo lo que necesité para correrme y apretarlo con mis músculos internos.

Quise cantar aleluya a todo pulmón. Eso fue glorioso.

Le sonreí, somnolienta, antes de murmurar:

–Nunca me divertí tanto en una confesión. Gracias, supongo.

Deja un comentario