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EL REENCUENTRO(2)

CAPÍTULO  IIº

 

Al empezar 1961 de nuevo estaba en un puesto fronterizo del desierto, éste junto a Argelia, pero con las mismas vistas de antes, desierto, desierto y  desierto, sin vestigio de vida aunque eso fuera una ilusión, pues la vida se agarra a la vida, surge y prospera en todos los ambientes, por hostiles que sean. Pero ahora era diferente. Lo que antes se me hizo insufrible y aburrido esta vez me servía de calmante, daba sosiego y paz a mi espíritu, tan traumatizado por los cuatro meses pasados en el Congo. Cuando con los binoculares de campaña observaba ese paisaje desértico tan cambiante, con sus arenales y espacios pedregosos, las cadenas de dunas de arena arrastrada por los vientos o las someras montañas de dura piedra, todo ello seco, árido, en esta otra vez me tranquilizaba antes que agobiarme. Hasta la atmósfera que allí se respira, agobiante y a veces casi irrespirable por la permanente calima que reina, se me hacía más llevadera. Ahora todo eso era para mí como uno de esos gajes de la vida imposibles de sortear y ante lo que sólo queda el remedio de adaptarte y aceptar buenamente las circunstancias

Incluso a veces me sentía monje: Uno de aquellos monjes que a los tradicionales votos de castidad, pobreza y obediencia sumaban el de combatir hasta la muerte por la Cristiandad, uno de los monjes de aquellas famosas Ordenes Militares de Santiago, Calatrava, Alcántara, Montesa, San Juan… El Temple o Templo de Jerusalén, dedicados a proteger a los peregrinos que viajaban a Tierra Santa en el Medievo, tan injusta y cruelmente exterminados con el consentimiento del Santo Padre del Vaticano a la mayor riqueza del rey de Francia y, secundariamente, de cuantos reyes y señores dominaban territorios donde estos monjes disponían de algún bien. ¡Qué lástima, qué pena! que el Papado tantas veces en la historia olvidara las palabras de Jesús el Cristo: “Un nuevo mandamiento os doy, que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (Juan 13/34) “¿Cómo podéis decís que amáis a Dios, a quien ni veis ni conocéis, si no amáis a vuestro vecino con el que a diario convivís? (1Jn.4/20)

Y lo que antes era una intuición ahora se hacía patente realidad para mí: Amaba esta vida, lo que significaba. Amaba ser lo que era, soldado, legionario, a la Legión en sí misma. Todo eso se hizo parte de mi, de mi propia existencia y supe que eso es lo que sería hasta el fin de mis días: “Legionarius in eternum”  Allí, entre aquellos hombres tantas veces brutos e incultos pero siempre fieles y leales hasta morir por la Patria o en apoyo de un camarada en apuros, haciendo bueno hasta la exactitud aquello que reza el Credo Legionario: “Ayudar siempre al compañero, con razón o sin ella”, encontré una especie de familia. Así, el regreso a la Legión fue como volver al hogar tras largas y abrumadoras jornadas lejos de todo ser querido.

Por un momento recordé a Carmen, ese amado y lejano tormento mío, y el daño que me hiciera hacía… mucho, mucho tiempo, para mí entonces. Lo veía tan lejano después de todo lo ocurrido que me parecía que hacía siglos que sucediera. Y comprendí que la decisión aquel día tomada fue un verdadero acierto. No por lo que entonces pensara o buscara, el olvido en el fragor del combate; no, no por eso sino por lo que la Legión ha acabado por ser para mí, bálsamo de las heridas del alma y a Dios doy gracias por permitir que aquel día tomara tal decisión.

Otro aspecto que por entonces, cuando ya entraba en la recta final de mis 23 años, era mi situación personal. Que sería legionario de por vida era algo perfectamente deseado y asumido, pero ¿con qué aspiraciones? ¿Ser simple “legía” toda mi vida? Indudablemente que no. Y esperar años y años a ser suboficial, oficial incluso, mediante la especial Escala Legionaria tampoco era lo que pretendía. El acceso directo a las oposiciones de ingreso a la Academia General Militar de Zaragoza valiéndome de mi título de Bachiller mi edad, 22 años ya cumplidos, me lo vedaba. Pero había otra posibilidad, la Escala de Complemento. Esta Escala, aunque permitía el ascenso de cabo a alférez en pocos meses, en sí no tiene futuro pues el empleo de oficial no te lo asegura más allá de los 34 años, pero te brinda la posibilidad de poderte presentar a las oposiciones a la General Militar hasta los 27 años, con lo que dispondría aún de cuatro para ingresar.

En mi última escapada a Villa Cisneros me dirigí al Cuartel General del Tercio donde la gente que estaba de guardia, era domingo, me informó de todo lo referente al asunto por los Diarios Oficiales del Ejército. Al parecer, para acceder a los cursos de Complemento era imprescindible ser cabo, y que en unos cuatro o cinco meses podría pasar a ser alférez.

Al día siguiente, lunes, al regresar al desierto pude ver al teniente de la sección para ser incluido en el primer curso de cabos que se convocara. Resultó que había un curso convocado para el 1 de Marzo y con plazas libres todavía, con lo que en primero de Abril pude lucir el galón de cabo y en Septiembre empezar los cursos de la Escala de Complemento de modo que a mediados de Febrero de 1962 lucía la estrella de alférez y me pavoneaba cosa mala entre la “parroquia” (14).

Ya no estaba en aquel puesto fronterizo, aunque tampoco dejé el desierto, pues me dieron el mando de una sección con cuatro de esos puestos bajo mi control. En marzo de ese año apareció en el Diario Oficial la convocatoria para ingreso en la Academia General Militar y yo presenté mi instancia para concurrir a examen, con lo que en Junio, con 24 años casi recién cumplidos, estaba en Madrid de paso para Zaragoza.

Y ahora, con el corazón encogido y un nudo en la garganta, telefoneé a mi casa. Cuando escuché la voz de mi madre… no pude ni hablar. Ella insistió: “Dígame… dígame”… y yo seguí en silencio, incapaz de articular palabra. Iba ya mi madre a colgar diciendo “Otro gracioso que llama sólo por molestar” cuando al fin me salió un sonido, unas palabras de la garganta, y aún estas enronquecidas y casi balbuceando.

·      So… so… soy… soy yo… mamá

El silencio de unos segundos y la voz de mamá.

·      Javier, Javi hijo, ¿eres tú, de verdad eres tú?

·      Sí mamá, soy yo, Javier. ¿Cómo estáis?

La voz de mamá alterada, muy alterada. La impresión agradable de saber, por fin, algo de mi tras estos años se había trocado en un “globo” de impresión.

·      ¿Que cómo estamos? ¿Tú qué crees, después de…de?.. ¡SEIS AÑOS JAVIER, SEIS AÑOS SIN SABER DE TI!… ¡Sinvergüenza, golfo, mal hijo!…. ¡DEGENERADO!… ¡Y se atreve a preguntar que cómo estamos!…

Las voces que daba mi madre restallaban en mi oído hasta casi hacerme daño. Retiré un momento el auricular y al volver a acercarlo era la voz de mi padre la que escuchaba

·      … ahora te acuerdas? Mira Javier, ante mí no aparezcas porque… porque… ¡Te mato!…

De nuevo la voz de mi madre, que al parecer le quitó el teléfono a papá

·      No hagas caso a tu padre Javi, que ya sabes cómo es. Pero dime hijo, ¿Cómo estás tú? ¿Dónde estás? ¿Te pasa algo hijo mío?

·      Mamá, si me dejáis hablar podré contestaros algo. No mamá, no me pasa nada y estoy bien, de verdad mamá muy, pero que muy bien. Y aquí, en Madrid.

·      Javier, ¿por qué nos hiciste esto, escaparte? ¿Tan mal te tratábamos? Si estabas mal con nosotros, habérnoslo dicho, ya sabes lo que te queremos y alguna solución habríamos encontrado a los problemas que con nosotros tuvieras. Pero… ¡Escaparte, así, sin una palabra!… ¿Sabes lo que hemos pasado todos estos años? No, no lo sabes… ¡Llegamos a creerte muerto, muerto en cualquier lugar, Dios sabría dónde! (Mamá estaba tan alterada que ni se había enterado de que estaba en Madrid)

·      Sí mamá, lo comprendo. Perdóname por favor, perdonadme todos, papá, tú, mi hermana… Aunque no os lo creáis, os he echado mucho de menos a todos vosotros, os he añorado muchísimo…

Tanto mamá como yo estábamos llorando. Tras otro segundo en silencio, atragantado por la congoja que me dominaba, seguí hablando.  

·      No mamá; no me marché por vosotros… fue por Carmen… me hizo sufrir mucho aquella tarde… me rompió por dentro. Tenía muerta el alma y quería morir, morir de verdad… y… ¡Me fui a la guerra!

·        ¡Pero qué dices hijo… ¿a la guerra?… ¿A qué guerra?

·        (Ahora quien hablaba era mi padre) ¡Pero qué dice tu madre! ¿Qué significa eso de la guerra?

·        Pues… eso mismo ¡Que me fui a la guerra!… A la de Ifni

·        ¿Te volviste loco o qué? Y… ¿cómo pudo ser si eras menor de edad? No entiendo nada Javier…. ¡No nos estarás contando un cuento para ablandarnos!… ¿verdad?…

·      No papá; no os miento; es todo cierto. Me alisté en la Legión. ¿Cómo pudo ser? Sencillo: Cuando me pidieron la documentación dije que no la tenía, que la dejé en casa cuando me escapé pero juré por todo lo jurable que tenía 21 años cumplidos y… el sargento reclutador… pues hizo como…. si le estuviera contando los cuatro Evangelios…

·       (Papá, tras un pequeño silencio) ¡Alistarte en la Legión, y sin documentación! Lo dicho, estás loco. Y, ¿qué es de ti ahora? ¿Qué haces? Porque imagino que lo de la Legión se acabaría ya.

·        Pues… ¡NO!, sigo en la Legión. Cabo efectivo y alférez… menos efectivo: De la Escala de Complemento. Estoy en Madrid, como le decía a mamá, pero de paso hacia Zaragoza. Esta tarde tomo el TALGO para allá. Voy a examinarme para ingresar en la General Militar y espero aprobar este mismo año, todo lo más el año próximo. Papá, tengo ya dos medallas, la de la Campaña Ifni-Sahara y la de Sufrimientos por la Patria. Sí papá, estuve en la guerra y entré en combate varias veces, aunque lo más duro fue lo de Edchera: Más de cien bajas en una fuerza, la XIII Bandera, que no alcanzaba los 450 efectivos, más del 20% de bajas y casi la mitad muertos. Uno de los heridos fui yo, con dos disparos en el cuerpo. Y eso cuenta a la hora de sumar puntos en el examen; como también el presentarme siendo alférez.

Papá volvió a enmudecer pero enseguida habló de nuevo.  

·      Vaya Javier, te veo bien, muy centrado y eso me tranquiliza. Pero sobre todo me enorgullece cuanto me cuentas. Veterano de Ifni y…. ¡HERIDO DE GUIRRA! ¡Casi nada hijo! Un abrazo muy fuerte Javi. Así quiero yo verte, un verdadero hombre. Sin alharacas y mucho menos alardes de camorrista perdonavidas, pero sabiendo estar a la altura de lo que corresponda, afrontando las responsabilidades y cumpliendo con tu obligación, con tu deber siempre, sobre todas las cosas. Me enorgulleces Javier, hijo mío

Al otro lado del teléfono empecé a escuchar algo de jaleo y distinguí al momento la aguda voz de mi hermana diciendo “Vosotros ya habéis hablado con Javi pero yo no, así que me toca” Y seguidamente su voz en mi auricular

·      Javi, hermanito, ¿de verdad has estado en la guerra y te han herido?

·      Eso es Mariló, tú directa, sin preguntarme ni cómo estoy Ja, ja, ja. Pues sí hermanita he estado en la guerra y allí me hirieron. Pero dime pequeña, ¿Cómo estás? Seguro que sigues tan guapina como antes, con esa nariz tan respingona. Y también seguro que sigues siendo tan respondona como entonces, pero ¿sabes? (Bajando un poco la voz) Te he echado mucho de menos, aunque me hicieras rabiar tanto y tantas veces. Otra cosa chiquitina, ¿sigues rompiendo el corazón de cuanto chaval se cruza contigo?

·      Javi, sigues tan chinchoso como siempre. Pues no, ya no voy por ahí… como dices. Senté la cabeza y… ¡Soy una señora casada desde hace ocho meses largos!… y… ¡Con una barriga que ya, ya, de algo más de seis meses! ¡Dios y qué gorda estoy! Me miro al espejo y ni me reconozco, yo siempre tan delgadita y pizpireta. Pero soy muy dichosa Javi, esto de esperar ser madre es lo más bonito del mundo.

·      ¡Vaya hermanita, esto sí que no me lo esperaba! ¡Tú casada y esperando prole! ¡Y yo, sin enterarme de que voy a ser tío ¡Pero si aún eres una cría!

·      Pues no hermanito, que voy a cumplir los 22 años y ya soy mayor de edad

·      Claro, es verdad, ya eres una venerable ancianita. Y ¿quién es el afortunado mortal? ¿Le conozco?

·      Pues…. sí que le conoces… es… es Eduardo

·      ¿Eduardo Linares? ¿El “jirafa”?

·      ¡Ves como eres un chinchoso! ¡Pues no es tan alto y desgarbado! Es guapo…y me quiere mucho…y yo a él

Yo reía a mandíbula batiente. ¡Eduardo, el bueno de Eduardo, el “Jirafa”! Buen amigo y mejor persona pero, Señor, lo más desgarbado y patoso que se pueda uno imaginar. Le gustaban las chavalas más que a un perro un picatoste pero tan pronto tenía una fémina cerca se ponía colorado como un tomate y la lengua se le trababa que era una vida mía.

Menudo espectáculo daba entonces, con el pobre hecho un lío, el rostro a punto de llamear y la lengua no ya trabada, sino tartamudeando como quien dice.

Y mi hermana todo lo contrario. Extrovertida, dicharachera, alegre, con una risa que te envolvía y acababa por embrujarte. Sin ser lo que se dice una belleza, resultaba muy atractiva. Tenía un don especial, natural, para concentrar en sí misma la atención de todos cuantos la rodearan o, simplemente, se cruzaban con ella por la calle. Los chicos la volvían loca y no podía pasar sin tener siempre alguno al retortero.

Es inteligente, bastante más que yo, pero alérgica a cuanto sea esfuerzo. Cuando llegaban las fechas de las evaluaciones escolares de cada mes, en casa se armaba la de Dios, pues ella, como mucho, venía con aprobadillos raspadetes y más de uno, mejor más de dos, suspensos, lo que a mi padre le hacía perder los estribos: El, tan serio, tan trabajador siempre, no podía admitir que su hija, ella precisamente, su ojito derecho, fuera como era. Y de desordenada nada digamos: En su cuarto siempre andaba todo manga por hombro.

Pues bien, estos dos seres, tan distintos como el agua y el aceite que no hay manera de mezclarlos, habían acabado casándose. No lo podía creer… Misterios de la insondable naturaleza.

Pero me alegraba. Eduardo era un gran chico que sabría amarla y hacerla dichosa. Claro, que ya sabía yo quién llevaría el bastón de mando en ese hogar. Pobre Eduardo en manos de semejante diablesa, pero también dichoso él, pues Mariló es, como él, una gran persona y sabrá hacerle feliz. Bien mirado, pueden ser una pareja perfecta, no sólo se compenetrarán sino que se complementarán mutuamente, cada uno es el complemento ideal del otro. Sí, creo que ambos serán felices.

Y así se lo hice saber a mi hermana

·      Mariló cariño, perdona, pero ya sabes cómo soy, siempre tomándolo todo a broma. Y de corazón te felicito, no podrías haber elegido un hombre mejor. Ni tampoco él una mujer mejor. Sé que seréis felices porque os lo merecéis, como también sé que mutuamente sabréis haceros dichosos el uno al otro. Y bueno, muchísimas felicidades por el rorro, ese sobrino que entre los dos me daréis. Te quiero mucho a ti y también a Eduardo. Dale un abrazo y la felicitación de mi parte.

·      Gracias Javier hermanito, muchas gracias. Se las transmitiré a Eduardo de tu parte. Verás, él no se pone pues no está todavía en casa. El pobrecito mío se pasa el día trabajando… ¡Para que yo me “funda” el dinero ja, ja, ja!… Oye, que eso es broma, no vayas a creer que soy una manirrota. Al menos ahora, pues soy una mujer de su casa muy, pero que muy responsable y administro el dinero que tú no veas: Ni un céntimo en gastos innecesarios. Y por que yo me ocupo de ello, pues si fuera por Eduardo, pobrecito mío: Cada día me compraría un vestido, unos zapatos, cualquier cosa. Pero no. No puede ser, nuestro hogar lo tenemos que sacar adelante y somos nosotros, él y yo, quienes tenemos que sacarlo. Y si él se sabe ganar el dinero yo debo saber administrarlo, hacer que cada mes nos llegue para todos los gastos y, si es posible, hacer que sobre algo. Bueno Javier, te dejo pues papá se está poniendo de un pesado que no veas.

Ahora volví a escuchar la voz de mi padre, que ya le oía a lo lejos pedir a gritos a mi hermana el teléfono

·      Que sí Javier, que sí, que también tu hermana sentó del todo la cabeza, a Dios gracias. Desde que se puso novia con Eduardo varió como quien da la vuelta a un calcetín. Y veo que de verdad se quieren los dos. Como imaginas estamos muy contentos con ellos dos. Viven muy cerca, en Menéndez Pelayo, a dos pasos de casa y frente al Retiro. Como le digo, al chico que venga le vendrá muy bien ir allí. Tu hermana pasa en casa casi todas las tardes, a veces incluso come con nosotros. Luego, sobre las ocho u ocho y media de la tarde viene Eduardo a buscarla. Suelen cenar aquí casi todas las noches y luego se van a su casa. Por eso la has encontrado hoy aquí.

·      O sea papá, que estáis muy bien y contentos a lo que veo. Pues no sabes lo que me alegro.   

·      Una cosa Javier, ¿dónde estás exactamente?

·      Os llamo desde Atocha, desde la cafetería El Rubí exactamente.

·      Y, ¿a qué hora tomas el tren?

·      Pronto papa, cogeré el TALGO a Zaragoza a las dos de la tarde.

·      Pues espéranos un momento que enseguida estaremos allí y comemos todos juntos. Un momento Javi, de verdad

·      De acuerdo papá, aquí os espero.

De nuevo se puso mi madre un momento al teléfono para enviarme nuevos besos y abrazos y colgamos.

Como una hora más tarde aparecieron los tres, mis padres y mi hermana, por la puerta de la cafetería y yo me levanté yendo a su encuentro, pero tan pronto me tuvo a su alcance, mi madre me detuvo en seco de un bofetón. ¡Dios y qué tortazo que me dio! ¡Varios días estuvo doliéndome la mandíbula, no digo más! Mamá es así, muy, muy cariñosa, porque al momento me abrazó y cubrió de besos, pero con una mano más larga… que el manido día sin pan. De crío, cuando me decía “Niño que te doy”, era por que ya llevaba al menos un par de “cachetes” en el culito. Y es que, en aquella época, años 40, 50 y hasta los 60, los padres eran muy suyos y daban “galletas” de a kilo en cuanto te descuidabas. Y que no se te ocurriera aparecer en una comisaría o juzgado acusándoles de “Maltrato Infantil”, que te devolvían a casa con la coletilla ”Señora, que su “niño” les quería denunciar por haberle dado un sopapo”, porque entonces la paliza sí que podía hacer época. Mi padre nunca me puso la mano encima, pero mi madre se las valía ella solita a las mil maravillas. Y eso, tuvieras la edad que tuvieras: Un padre o una madre siempre eran eso y el respeto se mantenía. La verdad es que razón no le faltaba, pues lo que les hice no tenía perdón: Seis años de tremendo suplicio sin saber nada de su hijo, si vivía o estaba muerto; y si vivía, cómo vivía. Sin podérselo explicar, sin encontrar el por qué de lo ocurrido. Eso de ¿Por qué Señor, por qué? 

Y allí quedé yo, con mi impecable traje legionario de paseo, mi estrella de alférez en el “chapiri” y en la “galleta” al pecho, mis dos medallas luciendo en la camisa y una cara de tonto que para qué te cuento. Y para qué te cuento el cachondeo que se formó en nuestro entorno; la acción de mi madre había hecho de nosotros el centro de todas las miradas y el papelón en que yo quedé, un esforzado miembro de la mítica Legión Española, Caballero Alférez Legionario y, para más “Inri”, con dos medallas al pecho, públicamente abofeteado por una señora. Las risitas y algo más que risitas a mi alrededor acentuaban mi cara de tonto que era una vida mía. Y el colmo volvió a ser mi madre que, echándome los brazos al cuello, me plantó dos sonoros ósculos, uno en cada mejilla, al tiempo que decía con voz lo suficientemente estentórea para dominar los ruidos del local:

·      ¡Señores!, es nuestro hijo, el pródigo que escapó de nuestra casa hace ya seis años y hasta hoy al grandísimo sinvergüenza no se le ocurrió decir ni palabra sobre él. ¡Y es que estuvo muy ocupado alistándose en la Legión para hacer la guerra por España en Ifni y el Sahara!… Muy ocupado en ser herido de guerra por España dos veces… Muy ocupado en ser condecorado por España con las medallas de Sufrimientos por la Patria y de la campaña Ifni-Sahara… Y en otras mil aventuras más como lo de ascender a alférez por sus propios medios. Pero eso de escaparse y no decirnos ni palabra hasta hoy, como entenderán, no lo iba a dejar impune, que sea lo que sea yo soy y seré siempre su madre. ¡Dónde iríamos a parar si esas cosas se quedaran así!

Y el local estalló en un rotundo aplauso, aunque por ello no decayeran las risitas, contenidas unas, sin contención algunas otras y en francas carcajadas otras cuantas. Así que yo me dije: “Calma Javier, mucha calma; ya sabes, serenidad ante la tormenta” Y tieso como un palo, con más orgullo que D. Rodrigo en la horca, tomé del brazo tanto a mamá como a Mariló y me abrí paso hasta la barra, cosa que no me costó ningún trabajo, por cierto, ya que a todo el mundo le dio por cedernos el paso. Ya en la barra como por ensalmo apareció ante nosotros un solícito camarero dispuesto a tomar nuestra comanda de cuatro cervezas y una ración de gambitas a la plancha, que por una vez me sentí dadivoso y consideré que la ocasión no era para menos, siendo atendida la comanda a velocidad de vértigo. Bueno, las gambas no aparecieron tan vertiginosas pues había que hacerlas antes, pero en fin, casi que como las cervezas. Me chocó de todas formas la rapidez con que apareció el solícito camarero y lo veloz del servicio, pues la barra estaba bien poblada de clientes que a gritos demandaban atención a sus deseos y nosotros no éramos precisamente los primeros en allegarnos a los dominios “camareriles”, pero en fin, doctores tiene la Iglesia que lo responderán mejor que yo. Con tranquilidad pero lo más pronto que pude acabé, acabamos lo pedido; pero aquella mañana y en ese local las sorpresas aún no habían acabado, pues cuando solicité la cuenta a pesar de las protestas de papá por pagarla él, el solícito camarero me sale con la noticia de que la casa invitaba al héroe de guerra herido por la Patria. Luego, tras dar las gracias por la deferencia y tomar de nuevo por el brazo a mi madre y hermana, con paso firme, frente alta y envarado cual si palo me recorriera de coronilla a cóccix, enfilé la salida con paso tan ligero como alma que escapara del mismo diablo, haciendo así honor al insistente reclamo de mi cerebro: “Trágame, tierra”. Ya en la calle miré a mamá con un mudo reproche en los ojos a lo que ella, con la mayor desfachatez del mundo replica.

·      ¡No te enfurruñes con mamá cariño!

Y entonces la guinda al pastel. Con el mayor de los desenfados mamá va y me hunde los dedos en el cabello hasta dar con mi hermoso “chapiri” en el duro suelo. Me agaché a recogerlo y, cuando me incorporaba, digo con la voz más quejumbrosa que pude sacar de mi garganta mientras doy una patadita al suelo.

·      ¡Mamá, te acabas de cargar la poca moral legionaria que me quedaba! ¡Me la has hundido hasta el fondo!

Y lanzando una alegre carcajada que fue coreada a modo por los tres, papá, mamá y Mariló, pasé ambos brazos por la cintura de las mujeres para, seguidos por papá y aún riendo todos, meternos en el bar de Atocha más cercano donde nos sentamos en torno a una mesa para consumir dos o tres rondas de cerveza acompañadas por más raciones de gambas y otras de sepia, calamares y no sé qué más.

Faltaba algo más de dos horas para que mi tren partiera, tiempo en el que con las raciones pedidas casi comemos, y durante el cual me fueron poniendo al día de lo últimamente sucedido en la familia.

A la semana más o menos de que yo pusiera “pies en polvorosa”, cuando ya se perdió toda esperanza de dar conmigo, ellos tres dejaron el pueblo para volver a Madrid y nunca más volvieron por allá.

Desde entonces la alegría se esfumó de casa. Nadie hablaba, nadie decía nada, ni mi nombre se mencionaba aunque de las mentes de todos nunca se fuera, siempre pensando dónde estaría, qué sería de mi, qué habría pasado por mi cabeza para tomar aquella decisión que nadie entendía. Mi hermana empezó a salir de ese marasmo al poco, año y algo después, merced a la atención que asiduamente empezó a dedicarle el “Jirafa”, rendidamente enamorado de ella al parecer desde tiempo atrás. Y. ¿qué mejor consuelo para las amarguras de una joven y tierna muchacha que las lisonjas y la mirada de “cordero degollado” de un joven doncel, incluso si es tan patoso y desgarbado como mi amigo Eduardo el “Jirafa”? Y claro, las sinceras muestras de cariño y devoción del bueno de mi amigo, poco a poco, casi imperceptiblemente, empezaron a hacer mella en el romanticoide corazoncito de mi pizpireta hermana hasta acabar enamorada del desgarbado doncel hasta el tuétano.

Pero para mis padres el harina fue de otro costal, no podían en forma alguna superarlo. Mi madre se fue apagando poco a poco. Se convirtió en una sombra de la fuerte mujer que siempre fue, deambulando como sonámbula por la casa, la calle que sólo pisaba si ello era imprescindible o por las tiendas, mercado etc que a diario tenía que visitar para surtir al hogar de lo necesario. Antes había sido una mujer no solamente fuerte, sino sobre todo alegre y animosa, amiga de salir con mi padre por las noches al cine, a cenar y bailar y no sé qué más. Hasta más de una noche, cuando alcancé la suficiente edad para entender “esas” cosas, la escuché bramar encendida cuando, al volver a casa, celebraba en la alcoba, con mi padre, las alegrías de la salida.

También mi padre llevó su alma en su almario y su carácter, serio y un tanto seco, se tornó agrio, irritable y taciturno. Hasta el despacho llegó a resentirse y en la práctica sus socios acabaron por mandarle a casa, que no trabajara ni apareciera por allí para no espantar más clientes. Y eso acabó por ser peor, pues papá se encerró en sí mismo…y en su despacho de casa de donde, a veces, no salía ni tan siquiera para comer o dormir.

Ahora, hoy, me daba cuenta casi exacta del terrible daño que les hice. Los hijos no podemos darnos cuenta del daño que más a menudo de lo que parece hacemos a nuestros padres. Y es que para de verdad ser consciente de ello es necesario antes ser padre o madre; sólo con esa premisa llegamos algún día a entender el daño que en otros tiempos pudimos hacerles.

A los tres años, tres y pico tal vez, mis padres compraron una casita baja con algo de césped o jardín a la entrada en un todavía pequeño y dormido pueblecito de la sierra norte madrileña, la hoy día llamada “Sierra Rica”, donde empezaron a pasar los veranos y donde mis padres al fin empezaron a encontrar algo de reposo para sus quebrantados espíritus. Para mi madre pronto aquello se convirtió en un refugio al que retirarse de vez en cuenta a dar serenidad a sus cuitas, la acompañase mi padre o no. Allí, rodeada de silencio y quietud y con la compañía, a veces, de alguna señora del pueblo con quien hiciera un poco de amistad, mi madre acababa por sentirse en paz y tranquila.

También para mi padre los retiros al pueblecito aquel fueron un descanso pues al ver a mi madre más tranquila y animada él se sentía, a su vez, sosegado y en paz.

Pero el gran sedante para los dos fue el noviazgo de mi hermana y su posterior boda. La noticia del embarazo que les haría abuelos cayó en casa como lluvia en páramo yermo. Y las tardes que Mariló empezó a pasar en casa como bálsamo que sana heridas enconadas. A Dios gracias.

A mi me dieron entonces una noticia que creí me hundiría de nuevo en el abismo, pero que cuando me la dieron me dejó casi indiferente: Unos tres años atrás Carmen se casó con un sujeto que poco antes conociera en Valencia y que creían era murciano pues, tras la boda, el nuevo matrimonio pasó a residir en Murcia, o en uno de sus pueblos, no lo sabían bien. Y que al poco les nació un hijo o una hija pues no recordaban qué fue, niño o niña.

Por sí mismos no supieron nada; fue tiempo después, con motivo del viaje a Madrid de un familiar del pueblo que pasó a visitar a mis padres, que lo supieron.

Eso era algo que yo nunca había querido ni plantearme, que Carmen por finales se enamorara y se casara con otro. Me causaba espanto sólo pensarlo, pero cuando el evento se hizo realidad ante mi no fue como esperaba, pues simplemente me dije: “Es lo normal Javier, pasaría antes o después. Bien claro te lo dijo, nunca se enamoraría de ti, no eres su tipo de hombre, y eso no tendría remedio nunca. Encaja y aguanta, macho”. Y encajé y aguanté, sin que un músculo me temblara.

Si dijera que no me afectó la noticia mentiría, pues era el adiós definitivo a una tibia esperanza que todavía anidaba en mi corazón, pero… ¿Eso iba a abatir a un bravo legionario? ¡Ni hablar!

Lo curioso fue que desde aquel 15 de Agosto de hace seis años ella nunca volvió tampoco al pueblo; solo volvieron sus padres y por poco tiempo, pues más o menos un par de años después también ellos dejaron de ir.

Finalmente, aquel año no logré ingresar en la AGM de Zaragoza, pues me suspendieron en dos asignaturas: Matemáticas y química. La verdad es que tuve poco tiempo para prepararme adecuadamente, cuatro meses escasos.

Pero tuve la compensación, muy importante para mi entonces, de poder pasar tres días en casa, con mi familia. Lo de la AGM podría esperar hasta el siguiente año, que volvería con renovados ímpetus y bastante mejor preparación, que es lo que al final cuenta. Y mi padre sostuvo esta opinión.

Ya cuando les vi en Atocha unos días antes en mis padres no había rastro de lo que antes pasaran, pero la tarde en que volví a casa tras seis años ausente, cuando al fin llegó mi hermana, esta vez con su marido, mi amigo Eduardo el “Jirafa” (que, por cierto así le llamé al abrazarle cuando nos vimos), Mariló me dijo algo que me llenó de alegría, pues era la certificación absoluta de que los traumas pasados eran eso, felizmente: Pasado. Y es que me dijo en tono muy, pero que muy malicioso.  

·      Por cierto hermano, ¿sabes lo que pasó el otro día, cuando llegamos a casa tras dejarte en el TALGO? Que papá y mamá me dijeron que les perdonara, que estaban muy cansados y se iban a echar un poco la siesta… ¡Pues no veas cómo “bramaba” mamá al poco, como en aquellas salidas que hacían y las celebraban al volver a casa! ¡Y no veas cómo “bufaba” papá, que eso era nuevo!… Ja, ja, ja

Mis padres, los dos, papá y mamá, se pusieron rojos como tomates maduros; y entonces papá lo acabó de arreglar cuando, poniéndose en pie, muy serio y apuntándonos con el dedo, nos espeta: “¡Chicos!” . Entonces ya fue el acabose, el cachondeo que siguió a la intervención de mi padre fue apoteósico, con mi hermana, mi cuñado y yo riendo a carcajadas, a más no poder. Por finales, hasta mi madre rompió a reír, mientras decía.

·      ¡Hay hijos, qué queréis, estábamos muy contentos y durante la vuelta lo decidimos. Además, ¡hacía tanto tiempo!… ¡Y no veáis cómo se portó vuestro padre!

Aquello para mi padre ya fue demasiado y, enfurruñado, desapareció para encerrarse en su despacho, como siempre que se sentía inseguro.  ¡Odiaba eso de no dominar las situaciones!

Y lógico, mi madre salió tras él aunque riéndose aún. Al rato aparecieron los dos, muy juntitos y amarteladitos, sonrientes y felices como dos colegiales enamorados. ¡La mano izquierda de mi madre, que se las pintó siempre sola para “trastear” a mi padre a su antojo!… Y perdón papá por la acepción taurina.

Desde aquel verano empecé a pasar con mis padres las vacaciones estivales, en la casa que poseían en el pueblecito serrano de Madrid, como también las de Navidad, estas ya en la casa de Madrid.

Allá en ese pueblo también pasaba los veranos mi hermana, con mi cuñado cuando éste tenía las vacaciones, como también los fines de semana, a estas alturas del siglo totalmente popularizadas en casi toda España, y cuando Eduardo tenía que trabajar ella sola.

Ambos compraron otra casa, esta con piscina, (a mi cuñado parecía irle bastante bien) en ese pueblo y muy cerca de mis padres.

Como ya esperaba, en la siguiente convocatoria, Junio de 1963, logré aprobar el ingreso a la Academia General, con lo que el 1 de Septiembre me incorporaba a la Academia como alférez cadete de segundo curso, pues el empleo de oficial convalidaba el primer curso.

Fue la primera vez que me desprendí de mi querido uniforme legionario para vestir el típico del Ejército, reglamentario en la Academia, qué se le iba a hacer.

Así, tras dos años en Zaragoza con los cursos comunes a todas las Armas y Cuerpos del Ejército, más otros dos en la Academia de Infantería de Toledo cursando las materias específicas del Arma, a fines de Junio de 1967 lucía las dos estrellas de teniente en mi uniforme y pedía destino en mi viejo Tercio Sahariano Alejandro Farnesio.

Pero no lo logré, pues mi primer destino fue en el Regimiento de Infantería “Saboya” nº 6, de guarnición en Leganés.

Lo de estar en Leganés a mis padres les encantaba, pues me tenían en casa, pero a mi me desesperaba y, como es natural, empecé a remover Roma con Santiago para poder volver con los “míos”, los “legías”; desde recurrir al coronel jefe del Tercio hasta elevar instancias al Estado Mayor del Cuartel General del Ejército y a la Inspección de la Legión en Ronda.

Y lo conseguí, pero no donde quería, en el Alejandro Farnesio, sino en el Juan de Austria, VIIª Bandera, en El Aaiún, donde me incorporé en Mayo de 1968, a días de cumplir los 30 años.

Ese año obtuve el permiso veraniego en Agosto, por lo que el mismo día uno estaba en casa, dispuesto a pasar el mes en la casa de la sierra madrileña; pero mis padres me tenían preparada la sorpresa de que ese año el verano querían pasarlo, por vez primera en estos últimos doce años, en el pueblo que fuera cuna de todos nosotros desde ni se sabía cuándo. A mi, aquello me fue indiferente, qué más daba un sitio que otro, lo importante era refrescar los calores estivales y descansar un poco. Además, me picaba la curiosidad respecto a los que en aquellos tiempos, más que juveniles de tardía adolescencia, fueron mis amigos. Temí un poco ante los recuerdos que podían asaltarme, pero pronto deseché todo temor: Qué me podía frustrar ya después de decir el adiós definitivo a Carmen…

Luego de dos días, lo justo para que descansara algo del viaje, emprendimos la marcha al pueblo, con mi hermana y mi sobrino,(sí, sobrino, un chico, que fue lo que Mariló trajo al mundo) en el asiento de atrás con mi madre, mi padre delante, junto a mí, que iba al volante. Mi cuñado vendría algún fin de semana y durante la segunda quincena de Agosto.

El 3 de Agosto dormimos ya en la casona ancestralmente familiar y al día siguiente, tras ducharme y tomar el desayuno que mi madre nos impuso a todos, salí a dar una vuelta por el pueblo, paseando en el más absoluto incógnito hasta llegar a la plaza Mayor, única, por cierto, del pueblo, y a pocos metros de la casona.

Al llegar a la plaza me planté casi en su centro, admirando la belleza arquitectónica que en sí es esa plaza que en mis lejanos años mozos no aprecié como debía: Construida en el siglo XVI es de planta rectangular cerrada en tres de sus lados por magníficos edificios de estilo renacentista con pórticos corridos en sus bajos soportados por arcos de medio punto, todo ello construido en piedra viva. El cuarto lado se abre a una pequeña plazuela, separada de la Plaza Mayor por un murete de 60, 70 cm. de alto, aunque por el lado que da a la plazuela sean, más menos, dos metros hasta el suelo, donde se alza la iglesia parroquial, de estilo gótico con extensiones renacentistas a sus costados. Entre estas extensiones renacentistas se incluye la hermosa torre del campanario de curiosa planta rectangular. Llama la atención una segunda torre, también de forma rectangular, que aparece al lado derecho de la del campanario, separadas ambas por un angosto callejón que rinde en la plaza. Esta segunda torre pertenece al conjunto de uno de los edificios porticados que cierran la plaza, la “Lonja del Corregidor”, y el conjunto de las dos torres ofrece una vista impresionante cuando se accede a la plaza desde la calle Mayor. Bueno, lo verdaderamente excepcional es la misma visión del conjunto de esta plaza al acceder a ella desde la citada calle Mayor. Resulta, en verdad, sobrecogedora por su belleza sobria, sencilla, pero monumental; una de las muestras arquitectónicas más bellas de España. En esta plaza se encuentran, amén de la iglesia parroquial, el ayuntamiento y el casino además de varios bares

Llevaría pocos minutos plantado allí, en mitad de la plaza, cuando me sorprende una voz a mis espaldas

·      ¡Javier, Javier Andrade! ¡Dios, cuanto tiempo

De inmediato reconocí la voz. ¡Ella, Carmen! ¡Señor, que tuviera que ser precisamente ella la primera persona conocida con quien me encontrara al regresar al pueblo después de tanto tiempo! ¡Suerte la mía!

Quedé unos segundos sin reaccionar hasta que me empecé a girar hacia donde venía la voz, pero no me dio tiempo a nada, pues de pronto me encontré con Carmen que, llevando sus brazos a mis hombros, me besaba en ambas mejillas

·      ¡Cuánto tiempo, Javier, cuánto tiempo! ¡No me puedo creer que estés aquí!

Carmen se había separado de mi, y, ¡Dios mío, qué guapa estaba! Los años se habían portado muy bien con ella, pues estaba mucho más hermosa y deseable que nunca. Desde luego, el matrimonio, el, o los embarazos, le habían sentado estupendamente. ¡Maldita suerte la mía!

Cuando logré reponerme algo le devolví los ósculos en las mejillas y pude empezar a hablar

·      Hola Carmen, yo también me alegro de verte. Sí, ha pasado algún tiempo desde la última vez. Exactamente, el próximo día 15 hará doce años.

Carmen se puso seria de golpe y bajó los ojos un momento. Pero enseguida también ella se repuso y, alzando de nuevo la cabeza, siguió hablando.

·        Te veo muy bien Javier, desde luego cambiado, muy cambiado, pero bien. ¡Hasta me pareces más guapo!

·      ¡Tú sí que estas, no ya más guapa, sino por entero espléndida!

·      Hombre, gracias por el cumplido. Tú, tan galante como siempre. ¡Pero cuéntame, Javier, ¿qué es de tu vida? Supongo que te habrás casado, ¿cuántos hijos tienes?

·      No Carmen, no me casé, sigo soltero… y sin compromiso. Tú creo que sí te casaste… Incluso me dijeron que tienes un hijo. Bueno, a estas alturas supongo que más de uno. Me alegro por ti Carmen… De verdad que celebro que seas feliz

El rostro de Carmen por un momento se ensombreció y su mirada se perdió en una nada más allá de mí, del horizonte… Pero fue sólo eso, un momento. Enseguida volvió hacia mí sus ojos, e intentando esbozar una sonrisa me dijo.

·      Sí Javier, me casé… Y sí, tuve un hijo… Lo siento Javi, pero no me puedo entretener más. Lo dicho, me alegro mucho de volverte a ver. Hasta otro momento.

Quedé allí, donde estaba, viendo cómo se alejaba de mi y desaparecía calle Mayor abajo, sin moverme. No entendía esa reacción,… ¿Por qué se había ido así? ¿Había dicho yo algún inconveniente? Pienso que no, nada de particular le había dicho, pensaba yo al menos…. ¡Bah, mujeres! me dije y también yo marché calle Mayor abajo, a mi casa.

Pasó otro par de días, tal vez tres, a lo largo de los cuales volví a ver algún viejo amigo que otro, pero el tiempo no pasa en balde y lo que en otro tiempo nos uniera ya no existía. Sí, nos conocíamos, recordábamos juntos tiempos pasados, pero el presente no nos unía, en este aspecto realmente éramos desconocidos, nada había en común entre ellos y yo. Entre ellos sí, pues para ellos el tiempo sí transcurrió en común.

En fin, que todo se acaba algún día en este mundo. Empezaba a estar incómodo en el pueblo y me arrepentía de haber venido, incluso pensé decir a mis padres que prefería volver a Madrid, o mejor aún, a la casa de la sierra madrileña pero al cuarto o quinto día de estar allí volví a ver a Carmen.

Era ya media tarde, como las siete o, tal vez, las ocho, cuando la vi venir calle Mayor abajo. Yo estaba sentado, solo como casi siempre, en la terraza que la confitería del pueblo montaba en la calle Mayor durante el verano, confitería que también funcionaba como cafetería y heladería bastante aceptable. Y tan pronto como la vi acercándoseme me levanté saliéndole al encuentro y con toda mi cara me hice el encontradizo con ella, aunque bien sabía que me había visto allí sentado. Audacias que a uno de vez en cuando se le ocurren. 

·      ¡Hombre Carmen, qué grata sorpresa coincidir otra vez contigo!

·      Hola Javier, lo mismo digo. Celebro verte.

Me emparejé con ella y caminamos calle abajo hablando de naderías, frases hechas y conversación insulsa, hasta llegar a su casa

·      Bueno, supongo que te quedas aquí, luego creo que aquí nos separamos

·      No Javier, la verdad es que me apetece seguir paseando otro poco. ¡Hace una tarde tan buena, tan fresca!

Seguimos paseando calle Mayor abajo pero, sin saber por qué, los dos, Carmen y yo habíamos guardado silencio. Yo intuía que ella quería hablar de algo en concreto, pero al parecer le costaba trabajo empezar, y yo tampoco quería forzar otra conversación intrascendente que a nada conducía, prefería darle tiempo para que encontrara la forma de decir lo que, de seguro, quería decirme. Inconscientemente le tomé una mano, ella se volvió a mirarme y sonrió un momento… ¡Pero no retiró su mano de la mía! Seguimos caminando otro trecho, también en silencio. Apreté la mano que de ella retenía con la mía y ella, mirándome de nuevo, en silencio, volvió a sonreír.

Pasamos el arco que se alza a la altura de la casa del médico del  pueblo de toda la vida, pariente mío por parte de mi madre. Bueno, el pariente, realmente, es su mujer, prima hermana de mi madre. Y seguimos calle abajo

·  Verás Javier, yo me quería disculpar contigo por la forma que tuve de separarme de ti el otro día. Sé que estuvo mal

·  Carmen, tú no tienes que disculparte con nadie y menos conmigo. Tus razones tendrías y con eso a mi me basta.     

·  No Javi, no es suficiente. Gracias por la confianza que en me tienes, de verdad que lo valoro. Eres el amigo fiel y leal de siempre; y eso a pesar de todos los pesares, de bonanzas o duras tempestades… Por eso quiero darte esta explicación, por que la mereces, por que mereces saberlo todo de mi. Verás, aquella tarde lo pase mal, muy mal, viéndote, viendo cómo tú lo estabas pasando. Cuando te marchaste yo también me fui. No aguantaba más la alegría del casino, la música… en fin todo eso. No te amaba ni creo que te ame, la verdad Javi… Lo siento pero, ya sabes, en eso no se manda; pero te quiero de verdad, y bastante más de lo que seguramente imaginas. De modo que marché a casa rogando a Dios que “aquello” te durara poco, que lo superaras y que pronto te fijaras en otra chica que pudiera quererte como mereces. A la mañana siguiente, cuando supe de tu desaparición, el mundo se me cayó encima. Me sentí culpable de cuanto pudiera sucederte. Fui a pie al Santuario de la patrona y, postrada a sus pies, le rogué por ti; hasta hice propósito de aceptarte por novio si aparecías. Pero no apareciste. Con mis padres volví a Valencia antes aún de las fiestas. Y no volví al pueblo hasta hace tres años, que regresé para el verano y desde entonces vengo pasándolos todos aquí. A dos años de lo “tuyo”, conocí a un hombre en Valencia, un sargento paracaidista, que, casualmente, pasaba unos días de turismo junto al Turia, y Javi, me enamoré de él hasta el tuétano, con lo que al año siguiente me casaba con ese hombre y enseguida quedé encinta dando a luz un niño. Pero él, Esteban, era un hijo de mala madre, uno de esos mujeriegos compulsivos que me “los puso” con todo lo que llevara faldas y pasara a su vera. Un cazador de hembras que no perdonaba ocasión para añadir nuevos “trofeos” a su extensa colección. Luego supe que, hasta en el viaje de novios se citó con una para cuando volviéramos a Alcantarilla, donde estaba destinado. Pero además resultó ser un violento, uno de esos tíos muy “machos” que para imponerse a las mujeres no dudan en arrearles palizas de muerte. Y a mi me la pegó una noche que no quise satisfacerle por que ya estaba en un estado muy avanzado de mi segundo embarazo y me encontraba muy mal, con muchas molestias y dolores; y es que ese embarazo lo estaba llevando muy mal desde el primer momento. Acabamos en el hospital y yo abortando de una patada que me dio. Cuando me recuperé, cogí a mi hijo y con él me marché de casa. Esteban, cuando supo que lo había abandonado ni se molestó en buscarme. ¡Poco a gusto que debió quedarse campando a sus anchas! Como sabes, yo hacía magisterio y cuando me casé llevaba año y pico ejerciendo en una escuela nacional (15), pero cuando me casé pedí una excedencia, con lo que, al dejar a mi marido, lo primero que hice fue requerir volver a ejercer, pero resultó que para entonces no había plaza libre por lo que tuve que esperar tres años hasta que logré plaza en propiedad de nuevo

A todo esto, paseando y paseando, llegamos al final de la calle Mayor, a una especie de rotonda que allí hace la calle antes de torcer hacia la derecha bajando hasta la salida del pueblo. Al fondo de la rotonda, enfrentado a la calle Mayor, empieza el llamado Camino de la Virgen, un caminillo de tierra y piedras que baja serpenteando hasta la carretera nacional que bordea el pueblo por el oeste y por el que los fieles suben a la Virgen Patrona al pueblo el día de su fiesta. En su inicio el camino está flanqueado por dos pilares o columnas de piedra a las que se adosan sendos asientos corridos, también de piedra. Nos llegamos hasta tales bancos, sentándonos al tiempo que ella acababa su discurso

·  Siento todo cuanto te ha pasado Carmen. Pero los malos tragos tienen de bueno que algún día se acaban, y paréceme que para ti eso ya pasó. Lo importante Carmen es que disfrutes con tu hijo, que te devores la vida y no vuelvas nunca la vista atrás, sólo hacia adelante, que es el futuro, la solución muchas veces de casi todo lo que nos pasa en la vida, porque el futuro es el tiempo que todo lo cura. Alegra tu vida, Carmen, ríe a la vida y disfruta todo lo que puedas. Es la solución definitiva para casi todo: Disfrutar de cuánto la vida, lícitamente, nos ofrezca

·  Gracias Javier. Sí, es un buen consejo. Y realmente, eso es lo que hago desde hace algún tiempo. ¡Qué buen amigo eres y cuánto te quiero por ello! Qué bien me encuentro contigo Javier, qué bien…

E, inopinadamente, se incorporó y me besó en la mejilla. Seguimos hablando un rato aún, en tono menos trascendente, hasta que, consultando un momento el reloj, Carmen se levantó diciendo

·      ¡Señor, qué tarde se nos ha hecho, si son ya casi las diez y mi hijo con su abuela desde casi las cinco! Me voy Javier, mañana nos vemos si quieres, a eso de las seis de la tarde te espero en casa, ¿de acuerdo?

Volvió a inclinarse sobre mí poniendo sus labios otra vez en mi mejilla y se incorporó levantándose a continuación, para empezar a caminar calle arriba. Se detuvo un segundo, volviéndose hacia mi, como esperándome. Yo también me levanté, caminé unos metros hasta ella y la tomé de la mano, pero no para emparejarme con ella y regresar así hacia su casa. No, no hice eso, sino que tirando de su mano hacia mí, con suavidad pero con firmeza, hasta tenerla muy, pero muy cerca de mi. Entonces, mientras seguía reteniendo su mano en la mía y así la seguía acercando a mí, el brazo libre se lo pasé por la cintura de forma que la palma de la mano quedó hacia la mitad de su espalda. Y me la acerqué hasta estrechar su pecho contra el mío, en tanto que mis labios buscaban la miel de su boca, quedando ambos labios unidos por unos segundos, ¿un minuto tal vez? No sé, puede que menos, puede que más. ¡Y Carmen no me rechazó! Ni un intento por separarme o apartarse de mi; ni siquiera intentó liberar su mano de la mía, sino que la mantuvo allí, abandonada a la mía. Pero tampoco respondió a mi caricia, su boca se mantuvo cerrada, sin la menor oportunidad para que me embriagara en su dulzura, en la de su saliva, en la de su lengua…  Nada, ni la menor concesión a este respecto. Simplemente se quedó pasiva, dejándose hacer… No obstante, con claridad llegaron hasta mi los latidos de su corazón, diría que algo más acelerados de lo que debía ser lo usual.

Por fin, corté el contacto con sus labios y la miré hondamente. También ella fijó en los míos sus divinos ojos oscuros como piélago, me acarició por un momento la mejilla con enorme ternura y, con gesto un tanto serio, pero en absoluto adusto, dijo

·       Esto no estuvo bien Javier.

Y, dándome la espalda, se empezó a alejar de mí a paso vivo. Estaba ya a un trecho de donde yo estaba, cuando se detuvo, se volvió hacia mí y añadió

·      Javier, no creas que me voy así, tan deprisa, por nada en particular; es simplemente que mi madre lleva ya bastantes horas con su nieto, y tampoco eso está bien. Hasta mañana Javier… Ya sabes dónde te espero, en casa hacia las seis de la tarde.

Me envió otro beso con la mano y siguió hacia su casa, a paso aún más vivo.

Me quedé allí, donde estaba, de pie, hecha un pequeño lío mi cabeza. ¿Qué significaba todo aquello? Desde luego, no había respondido a mi beso pero no sólo no me había rechazado sino que, al parecer, mi acto no la había ofendido, ni siquiera parecía haberla molestado.

Lo único que hizo fue no colaborar conmigo, pero me había acariciado con dulzura cuando me separé de ella, eso lo tenía claro; y quería seguir viéndome, pasear conmigo… Lo dicho, ¿qué significaba todo eso? ¿Ese sí pero no, o no pero sí? No me lo explicaba. Y tampoco quería explicármelo entonces, no quería pensar en ello, ni entonces ni después. Mejor dejar así las cosas. Otra cosa también tenía clara: Carmen me quería, me quería muchísimo, como amigo, sí, pero… Mejor eso que nada. Luego, Dios dirá lo que a bien tenga…

El día siguiente lo pasé en ascuas, haciéndoseme eternas las horas hasta dar las seis campanadas en el reloj de la plaza. Entonces, presuroso y con el alma en la mano, anhelando verla, me dirigí a su casa, vamos, la de sus padres. Cuando llamé a su puerta me abrió ella misma, vestida, dispuesta a salir con un precioso vestido azul celeste que le quedaba como hecho para ella por el mejor modisto de París. Y bonita, muy, muy bonita, de verdad hermosa. Y me dije: “Javier, fíjate, se ha preparado para ti, para gustarte, gustarte a ti, no a otro.” Al menos, así lo pensé.

Como venía siendo ya costumbre, me recibió con un beso en la mejilla, saludé un momento a sus padres y me dijo ella entonces.

·      Javier, ¿tendrías inconveniente en que venga mi hijo con nosotros?

Como es de esperar contesté que no, que ni hablar. Que además no le conocía y quería conocerle. Por finales dije: “Sabes que todo lo tuyo me interesa, y un hijo tuyo más.” Ella agradeció el cumplido con otro beso, también en la mejilla, claro, y con un: “Eres un cielo Javier”

Y por fin salimos a la calle. Quise que el chaval fuera entre nosotros dos, tomándole cada uno de la mano, pero Carmen dijo que no. Tomó a su hijo con la mano derecha y con la izquierda se colgó de mi brazo. Antes de despedirnos le pregunté si no le gustaría que hacia el medio día nos sentáramos en alguna terraza de la plaza a tomar lo que todavía se decía el “vermu”, es decir, cualquier bebida alcohólica, vino o cerveza propiamente, con algunas “tapas”, gambas, sepia, calamares o algo más prosaico como oreja de cerdo, callos o simples “patatas a la inglesa”, a lo que me dijo que le gustaría mucho, con lo que pasaba ya a buscarla a eso de las doce del medio día y estábamos juntos, casi siempre solos los dos, hasta las dos y media de la tarde en que la devolvía a su casa para volver a buscarla a las seis de la tarde.

Estas salidas desde aquel primer día, cuando la besé, se hicieron diarias. A veces, las menos, Carmen acudía con su hijo al que tomé cariño: Veía en él al hijo que hubiese querido tener con ella y no era raro que yo mismo le tomara a veces en brazos. Hubo días que iba a buscarla antes, a veces incluso antes de las cinco de la tarde y pasaba una hora o más en su casa, departiendo con sus padres. A veces, cuando Carmen no tenía ningún trajín que hacer en casa, (ella se ocupaba prácticamente de todo en casa, sin dejar a su madre hacer prácticamente nada) también mi “novia”, como muchos por el pueblo empezaban a llamarla, se unía a nosotros, sentándose junto a mi y con su hijo bien en las rodillas de ella o bien en las mías. Me gustaba jugar con él, levantarlo a lo alto entre sus risas, incluso francas carcajadas, y no era raro que alguna vez besara su rostro o su frente.

Y sí, llegamos a parecer “novios” al andar por la calle. Yo enseguida me tomé la libertad de pasarle el brazo sobre los hombros al principio, pero después empecé a enlazar el brazo por su cintura y ella lo aceptó así desde el primer momento, enlazando además mi cintura con su brazo en un abrazo más que evidente. Incluso si llevábamos al niño con nosotros así íbamos, con el niño cogido bien de su mano libre bien de la mía. Hasta se dio que cuando nos internábamos en zonas de la calle poco iluminadas ella, a veces, gustaba de reposar su cabeza en mi pecho, allá donde éste está más cerca del omoplato.

Y con esto los líos de mi cabeza iban en aumento. De nuevo la vieja pregunta: ¿Qué significaba aquello? Que… ¿por fin me aceptaba, que aceptaba mis caricias, que podría besarla, tomar entre mis manos sus dulces senos y acariciarlos, besarlos, lamérselos, hasta chupar y succionar sus pezones, esas piedrecitas duras y erectas que a veces adivinaba bajo sus blusas y camisas, bajo el leve tejido de sus vestidos? Y siempre concluía en que mejor no intentar nada que la pudiera enojar y ponerla en guardia frente a mi. Aquello que libremente me daba me transportaba al cielo…un cielo que, lo más seguro, nunca llegaría a alcanzar por completo, pero que me hacía feliz y dichoso, y si un día lo perdía… También me decía que eso no podría durar mucho, que algún día se presentaría un hombre y se la volvería a llevar con él… ¡Pero mientras ese día llegara!…

Así pasaron otros pocos días, hasta que una tarde-noche, en aquella rotonda del final de la calle Mayor, sentados en uno de aquellos como poyetes de piedra que se extendían a partir de cada uno de los pilares que flanqueaban el  inicio del Camino de la Virgen,  sin hablar ninguno de los dos, en uno de esos silencios que entre nosotros a veces se producían, ella rompió el mutismo empezando a hablar sin mirarme siquiera

·      Javier eres lo mejor que en años me ha pasado. Esteban me hizo pasar mucho y esas heridas las he llevado a flor de piel hasta ahora mismo. En mi hijo encontraba las fuerzas y ganas de vivir que de otra forma no sé si hubiera encontrado. Pero regresaste, te encontré y volví a vivir por mí misma. (Se volvió hacia mí y mirándome prosiguió) Me has rodeado de cariño…y seguridad. Me estás haciendo otra, alguien más cercana a lo que fui. Pero tú, mi Pigmalión (16), no eres el mismo que fuiste: Apenas si sonríes y no te he visto reír ni una sola vez. Antes eras muy niño, muy ingenuo y por eso a veces parecías delicioso, pero otras insufrible. Ahora en tus ojos, en tu mirada, no hay ingenuidad, infantilidad menos. Todo eso se trocó en seguridad, pero una seguridad fría como acero. Y mucha dureza, dureza que impone, que casi asusta. ¿Qué te ha pasado Javier? Ni yo ni nadie en el pueblo sabe nada de ti, de lo que has sido, lo que has hecho, a lo que te has dedicado todos estos años de ausencia. Sólo que un día desapareciste, nadie se explica por qué, pero yo sí… Y que ahora has reaparecido, tan sigilosa…tan misteriosamente como desapareciste. ¿Quién eres Javier? Repito, ¿qué te ha pasado en todos estos años para cambiar así? Javier, me siento responsable, culpable de lo que te haya pasado y necesito saber;…saber lo sucedido. No me atrevía a preguntarte nada y lo hice a tu hermana. La vi antes de ayer y la abordé para saber algo de ti. De nada me sirvió pues no me soltó prenda. Solamente saqué en limpio que no vives en casa sino por tu cuenta y que vives muy lejos. Por favor Javi, háblame, dime lo que te ha pasado. Necesito saberlo, de verdad que lo necesito.

·      Carmen, lo primero que debes tener en cuenta es que tú no eres responsable de nada y, aún menos, culpable de cosa alguna. En el amor no se manda, el amor no responde al razonamiento ni a la voluntad, es espontáneo y surge o no surge. En mi surgió pero en ti no. ¿Es eso culpa de alguien? No Carmen, nadie es culpable de ello ni hay responsabilidad que valga. Quítate de la cabeza esos pensamientos, esos pesares y vive, Carmen… Disfruta de la vida, por ti y por tu hijo. En cuanto a lo otro, sí, vivo muy lejos, nominalmente en El Aaiún, Sahara español, aunque efectivamente sea en pleno desierto, entre sus arenales y pedregales. Allí, en una pequeña aldea saharaui, está mi puesto de mando como teniente jefe de una sección de vigilancia fronteriza de la Legión. Sí Carmen, soy militar, Caballero Teniente Legionario exactamente.

Y le conté todo. Mi plan de “suicidio heroico” con la fuga a Madrid, la descarga de camiones, el alistamiento en la Legión con la renuncia a tal suicidio; la guerra en el Sahara… y Edchera con las dos heridas y, cómo no, mis dos medallas. La experiencia mercenaria en el Congo, en Katanga… Y el horror allí vivido… Mi decisión de hacerme oficial y cómo lo logré. Pero sobre todo mi identificación total con la Legión, con ese espíritu que me redimió e hizo de mí un ser diferente: Lo que ahora era.

Carmen me escuchó en silencio, sin decir palabra, sin interrumpirme en ningún momento. Sólo su rostro, el gesto de sus labios, se tensó, se contrajo, en algunos momentos, y a ratos hasta creí que rompería en llanto, de lo apretados que ponía los dientes. Y cuando acabé de contar siguió en silencio, pero me abrazó, me abrazó de verdad pues, por primera vez en la vida, me echó los brazos al cuello y, rodeándole con ellos, presionando con sus brazos para estrecharse contra mi, me besó… ¡En los labios!… Quedé de una pieza, sin saber qué hacer; y me quedé quieto, sin tomar iniciativa alguna, dejando que fuera ella quien las tomara. Mis esperanzas de que, por fin, me diera un beso de amor, se me entregara al fin, aunque solo fuera un poquito, se fueron al traste pues ella no hizo intención alguna de abrirme su boca. Pero algo era algo y notarla tan cerquita de mi, sentir el divino calor de su cuerpo junto al mío era más que suficiente. Nunca, nunca antes había estado tan unida a mí. Me trataba con un cariño como jamás me tratara. Y las esperanzas de que alguna vez me viera como algo más que un amigo…. No, mejor ni pensar en eso.

Y pasaron más días: Se celebró, un año más, la festividad de la Asunción de la Virgen al Cielo, la famosa en España Virgen de Agosto del día 15, con su baile en el casino al que asistimos Carmen y yo bailando y conversando los dos solos toda la tarde y hasta bien entrada la noche seguimos juntos, paseando por la calle Mayor hasta bajar hasta la gasolinera. No teníamos prisa ni ganas de separarnos, juntos, muy juntos los dos, enlazados mutuamente por la cintura con ambos brazos como novios, pero de aquellos novios que eran no ya nuestros padres sino nuestros abuelos, de acrisolada castidad, sin un mal beso o tocamiento mínimamente erótico. Al fin ella, mirando su reloj que decía que ya era casi la una de la madrugada me dijo.

·      No me separaría nunca de ti Javier, pero es ya muy tarde y mis padres pueden estar hasta alarmados por mi tardanza. (Riendo) ¡Gajes de ser chica! A ti en cambio, como hombre, no te dirán nada cuando llegues a casa. Además, ¿quién se atreve a decir nada a un bravo legionario?

Ahora rió abiertamente, a carcajada limpia. Y los dos juntos, sin separarnos ni romper el abrazo que nos unía emprendimos el regreso a su casa, calle arriba, aunque a veces fuera más bien cuesta arriba. Cuando llegamos a su puerta insistí en entrar con ella para dar la cara ante sus padres por la tardanza. Yo era consciente que en mí sus padres veían no ya al buen amigo de su hija sino al novio de ella, a un novio formal del que estaban seguros que la haría feliz, y yo entraba en su casa con esa confianza. A veces hasta me parecía que también ella me trataba así, tanto cuando estábamos los dos solos como en su casa con sus padres. Su confianza para conmigo estaba más a ese nivel de familiaridad que al de simple amigo.

Los días siguieron pasando uno a uno, más rápidamente de lo que desearíamos y se acercó el día fatídico en que mi permiso se acabaría debiendo volver al desierto. Entonces, cuando paseábamos, juntos y abrazados como nunca, apenas si hablábamos, sólo sentíamos la proximidad de la separación. Porque estuve seguro de que para ella era tan duro e indeseable como para mí, incluso estoy seguro de que más indeseable que para mi. Lo demostraba con sus arrebatos de cariño muy poco propios de amiga sino de novia atribulada ante la próxima separación, eso sí, novia a la antigua, sin asomo de erotismo en sus caricias pero vívidamente sentidas. Me besaba las mejillas y hasta los labios alguna vez, sin abrirme francamente la boca, eso sí, pero con una intensidad, una muestra de bastante más que amistad que me embriagaba. Pensé en proponerle que viniera conmigo cuando tuviera que marcharme pero no me atreví. ¡Ahí es nada, proponerle venir a enterrarse conmigo en el desierto!

Pero este asunto fue ella misma quien lo resolvió. Fue el 28 de Agosto, dos días después de la tradicional subida al pueblo de la Virgen Patrona desde su ermita. Como ya era costumbre de estos últimos días juntos pasamos casi toda la tarde casi sin hablar, solo disfrutando los dos de la mutua compañía. Acabó por caer la noche y el frescor de esas horas hizo que Carmen se acurrucara más en mi pecho y yo, galante, le pasé por los hombros la chaqueta de punto que traía puesta. Como también era ya costumbre estos encuentros se prolongaban hasta más tarde, hasta las doce y más de la noche a veces. Entonces, cuando serían algo más de las doce y a punto de separarnos, ella rompió el silencio. ¡Y de qué manera! 

·       Javier, te lo dije antes y lo repito: Eres lo mejor que me ha pasado desde hace tiempo; tú y mi hijo sois lo único que realmente tengo. Quiero ser sincera contigo. No sé si te quiero o no como tú deseas que te quiera, pero sí sé que el cariño con que me rodeas, tan tierno, tan suave, tan lleno de dulzura, me gusta y dependo de él como del aire para respirar. Y que me encanta cuando me miras embobadito, saltándote de los ojos ese amor inmenso con que me distingues. Pero, ¿sabes?, lo que más me gusta de todo es ver en tus ojos la pasión, el deseo tan profundo que te causo; sé que no es el deseo animal de un macho, sino el deseo que a un hombre inspira el amor por la mujer que adora. Sí Javi, me chifla verte tan…tan…“así” por mí. Y, ¿sabes una cosa?, el recuerdo de esos sentimientos que tu compañía me provoca se apodera de mí cuando estoy sola en mi cama; invariablemente, me planteo: ¿Cómo habría sido mi vida si te hubiera aceptado hace doce años? Y… ¿sabes? Entonces sé que quiero estar contigo, acostada contigo y que me embriague tu amor; entonces quiero abandonarme a ti, dormirme entre tus brazos, arrullada por tu cariño y contigo aún dentro de mí haciendo reverdecer mi jardín como la lluvia primaveral hace florecer la campiña. Y despertarme por la mañana en tus brazos henchida de tu amor, para en la noche dormirme otra vez como en la anterior. Y volver a despertarme al otro día igual que el día de antes…. y así proseguir todas las noches y las mañanas por el resto de nuestra vida

Carmen calló pero, lanzándome los brazos al cuello, buscó mi boca… abriéndome por primera vez la suya; yo, por pura perplejidad ante el hecho, aún mantenía la mía cerrada; entonces de nuevo fue ella quien, tomando por entero la iniciativa de nuestros actos, con su lengua, empujando suave, dulcemente, sobre mis labios, la abrió e invadió mi intimidad bucal con un cariño enternecedor que, sin embargó despertó en mí todos esos anhelos de amor largamente guardados para mí que explotaron arrebatadoramente en la respuesta a su maravillosa caricia.

Cuando nuestros labios se separaron un momento para recuperar algo el resuello, Carmen volvió a hablar.

·      ¿Me aceptas Javier, cariño mío? ¿Nos aceptas a mí y a mi hijo? ¿Querrás ser mi marido y como un padre para mi hijo? Porque yo no puedo renunciar a ninguno de vosotros dos, ni a ti ni a mi hijo, ambos sois mi vida, mi bien, mi razón de existir. ¿Querrás querido?

·      Carmen… ¿Esto no es un sueño? ¿No tendré que despertar luego? Carmen, por el niño no te preocupes, es nuestro hijo, el que debimos haber tenido tú y yo hace años, el mayor de los hermanitos que seguro le seguirán

Carmen volvió a embriagarme con su boca, se incorporó y, arrastrándome tras ella, enlazados como novios, como pareja de enamorados, emprendimos la marcha hacia su casa, su cuarto, su lecho que esa noche, por fin compartiría conmigo.

Al tiempo, mientras besaba mi mejilla, decía.

·      Javier ¿te he dicho antes que eres un cielo de marido?

Cuando a la mañana siguiente despertamos y salimos a desayunar los padres de Carmen ya habían desayudo. Con ojos chispeantes nos saludaron diciendo

·      Vaya “tortolitos”, que ya era hora de que os despertarais

Ni Carmen ni yo despegamos los labios, un tanto cohibidos por haber salido del dormitorio en pijama y camisón, con el pelo revuelto y cogidos de la mano, ante los padres de ella. Pero esto, el ver nuestro embarazo ante la situación, les hizo romper a carcajadas, en tanto que el padre nos decía.

·      ¡Menos mal que al fin os decidisteis! Ya creía que por finales, tú Carmen, ibas a dejar que Javier volviera a marchar solo. ¡Porque lo que es por mi querido yerno…! Aviados estábamos, con su sentido del respeto y caballerosidad hacia ti, hija. Porque desde luego tú Carmen has sido la que solucionó el asunto.

Aquí también nosotros rompimos a reír, satisfechos por la reacción de los padres  de ella; vamos, los que ya eran mis suegros.

Desayunamos amenamente, aunque los colores a la cara nos los volvieron a hacer aflorar, en especial a Carmen que se puso roja cual amapola cuando su madre le espetó.

·      Por cierto Carmen, que anoche fue “movidita” de verdad porque hija… ¡Menudos gritos que soltabas!

Pero quien puso la “guinda” esta vez fue su padre cuando añadió   

·      No, no eran gritos lo que soltaba, ni siquiera alaridos, sino rugidos, rugidos de tigresa en… bueno, tigresa en… “eso”

Y lo que ya resultó el acabose fue cuando su hijo, Esteban claro, saltó diciendo.

·      Es verdad mamá, ¿Por qué gritabas tanto anoche? ¿Te hiciste mucho daño? ¿Fue Javier el que te lo hizo? Porque si fue él ya no le voy a querer más.

Eso ya fue demasiado para Carmen, cuyo rostro había adquirido a esas alturas una rojez casi bermellón y estaba por entero envarada en su asiento, lanzando miradas asesinas a sus padres. Pero eso resultó ser peor aún para ella, pues mis suegros rompieron en francas carcajadas a las que de buena gana me sumé yo, para verdadera condenación de mi mujer, que a punto estaba de salir corriendo a esconderse en su cuarto. Yo entonces me levanté a sosegarla un poco, con besos en las mejillas y diciéndole que no se enfurruñara, que sus padres sólo le lanzaban bromas por lo grato que les resultó sentir cómo nos queríamos. Y mi suegra ayudó a mejorar el ambiente para su hija al coger en brazos a su nieto mientras le decía

·      Esteban, cariño mío, Javier no le hizo anoche ningún daño a mamá. Lo que pasó es que la quiso tanto que mamá empezó a gritar por la alegría del cariño de Javier.

Nadie hubiera podido explicar mejor y con más sencillez que aquella sencilla mujer lo que para Carmen fue la noche pasada, cuando disfrutó por fin del amor de un marido rendido a ella y ella misma pudo disfrutar también del mismo amor que a su vez entregaba a su marido.

De aquella nuestra “Noche de Bodas” nos separan ya bastantes años, casi treinta, y tanto Carmen como yo mismo nos abocamos a la sexta década de nuestra vida.

Desde entonces Carmen me ha seguido fiel y amorosa allá donde la Legión tuvo a bien enviarme. Vino conmigo y nuestro hijo Esteban, ese que ella me donó cuando me eligió como el definitivo compañero de su vida, a El Aaiún, desde donde quiso venir tras de mí hasta la aldea donde, en pleno desierto, tenía mi puesto de mando. Pero yo se lo impedí, me negué en redondo. Esteban, nuestro hijo, tendría que asistir al colegio y después al instituto y eso sólo sería posible en la capital del Sahara. Así lo entendió también ella y alquilamos una casita; vamos un piso, coqueto pero algo pequeño, con sólo dos alcobas, pero suficiente para nosotros entonces, luego Dios diría. Piso que Carmen supo hacer acogedor y confortable con esa maravillosa sensibilidad que posee, ese cariño que es capaz de poner en todo. Pero tampoco dejaba crecer la hierba en el camino entre El Aaiún y la aldea, pues cada dos por tres allí se presentaba con o sin nuestro hijo Me decía mientras reía de buena gana.

·      No quiero que mi maridito pase muchos días sin la “cosita” de su mujercita ni tampoco quiero yo pasar demasiados días sin la “cosota” de mi maridito del alma.

Después vino tras de mí a Ceuta y Melilla, y de nuevo al Sahara, a Villa Cisneros esta vez, para pasar luego por Tenerife, Viator (Almería) y por fin en Ronda donde actualmente vivimos y espero nos afinquemos por fin pues estoy a punto de pasar a la Reserva.

La familia que Carmen y yo formamos con nuestro hijo Esteban se fue enriqueciendo con el nacimiento de otros tres hijos más, tres niñas precisamente, que nuestro mutuo amor nos ofrendó.

Por cierto que mi hijo mayor, Esteban, me ofreció una gratísima sorpresa cuando alcanzó su mayoría de edad. Ese día, sin decir palabra a nadie, ni corto ni perezoso se dirigió al Registro Civil y abrió expediente de cambio de nombre: Su natal Esteban F…le trocó en Javier Andrade, aduciendo que esos eran el nombre y apellido de su verdadero padre. Fue la primera y única vez que en mi vida he llorado; sí, llorado de emoción pero, sobre todo, de orgullo de padre pues Esteban-Javier siempre fue para mí el mayor de mis cuatro hijos.

Ah, y otra cosa. A los seis años más o menos de unirme a Carmen y con nuestras tres hijas ya nacidas, tuvimos noticias de Esteban, el impresentable padre biológico de nuestro hijo mayor. Fue por medio de una escueta carta que el Ministerio del Ejército dirigió a Carmen: La  informaban del fallecimiento de su esposo, el sargento paracaidista D. Esteban F…, en trágico incidente. El trágico incidente consistía en una “ensalada” de tiros liada entre el indecente de Esteban y otro sargento a cuya esposa el “tenorio” había seducido y convertido en su amante: Y  Esteban a la tumba mientras su contrincante a un castillo o prisión militar.

Como es natural a Carmen y a mí sólo nos causó el efecto de vernos al fin libres para casarnos como Dios manda, cosa que hicimos ante la Virgen Patrona del pueblo, en su hermita, en ese verano que, como todos los que siguieron a aquella nuestra primera noche, los pasamos allá, con sus padres y los míos.

 

F I N

 

NOTAS AL TEXTO:

 

1.    Literalmente posible, por aquellas fechas al menos. La madrugada del 19-20 de marzo de 1963, ingresé en el cuartel del Regimiento de Infantería “Covadonga nº 5” empezando así mi Servicio Militar. Aquella misma noche se me acercó un “veterano” con galón de cabo 1º. Era Adolfo de la Macorra, compañero mío de colegio años ha. Se había alistado voluntario en Enero para intentar acceder a la Academia General Militar. En Junio de ese año “juré bandera”, y mi amigo Adolfo llevaba casi un mes luciendo la estrella de Alférez

2.    Es el nombre que por aquellos años y desde muy antiguo se aplicaba a los colegios públicos

3.    Pigmalión fue uno de los héroes de la Mitología griega, cuya historia es narrada por el poeta romano Ovidio, en su “Metamorfosis”: Pigmalión, rey de Chipre buscaba una mujer perfecta para hacerla su esposa, pero al no hallar a ninguna desistió de su propósito de casarse y se dedicó a modelar estatuas de mujer en marfil. Una de estas esculturas le salió tan perfecta que se enamoró de ella. Compadecida de él Afrodita (Venus) hizo que al tocarla Pigmalión cobrara vida. El llamó Galatea a la estatua hecha mujer y se casó con ella.

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