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Mi vecina pegó en mi puerta con los nudillos. Yo sabía que era ella porque media hora antes, a las nueve y media, habíamos hablado en el portal, habíamos proyectado la cita. Abrí. Mi vecina, que se llamaba Selene, era una mujer bajita, entrada en carnes; muy guapa y simpática. “Hola, vecino”, saludó; “Entra, entra”, pedí. Selene avanzó por el pasillo; cerré la puerta y la seguí. “¿Nos sentamos?”, preguntó; “Sí, claro, antes nos sentaremos”, afirmé, “ahí mismo en el sofá”, indiqué. Selene posó su cuerpo sobre el blando asiento; me senté a su lado.

La luz de una lamparita sobre una mesita baja daba al saloncito un tinte de ensueño. “Vecino…”, comenzó, “como te dije, estoy muy necesitada de dinero, no me importaría prostituirme, pero no con cualquiera, estoy buscando hombres que me inspiren confianza”; “Lo sé, Selene, lo sé”; “Bueno, pues, ¿dónde me desnudo?”; “No hace falta…”; “Hace calor”. Dicho esto, Selene se quitó el jersey. “Selene, por favor, te ayudaré económicamente, no hace falta que…”; “No podré devolvértelo”. La Navidad llamó a mi puerta esta noche; mi generosidad se amplificó: debía ayudar a esta mujer, pero ¿cómo?

Selene se desabrochó los botones de la camisa. Sus gruesas tetas eran tentadoras. Me apreté junto a los muslos de Selene y me incliné sobre su busto. Besé su carne; metí mi nariz en la canal y lamí el contorno de sus senos. “Ah, niñito”, suspiró Selene, “tienes hambre”. Selene se sacó el sujetador, y yo, extasiado, mojé sus areolas, engullí sus pezones. Después, me erguí y la besé en los labios, en el cuello, en las orejas; ahí, le dije en un susurro: “Cuánto, Selene, cuánto, dímelo…”; “Quince la mamada, treinta la follada”, dijo ella. Hecho. Cogí mi billetera y puse treinta euros en la mano de mi vecina. “Ojalá fueras mi esposa”, le dije; “Se verá”, dijo ella. Pasamos al dormitorio. Selene se desnudó y se acostó bocarriba sobre la colcha de mi cama: quedé pasmado ante la belleza de la mujer: “Realmente quedaré saciado”, me dije.

Acto seguido, me desnudé y monté sobre Selene. Tan blando era su cuerpo que para mí fue como montarme en una nube, sólo que la nube tenía un foco central de calor donde mi polla hervía. “Oh, Selene, oh”, ronqué; “Me gusta tu polla, vecino, a-ah, sigue, sigue”; “Selene, oh Selene, te amo-o-ooh”, y me vertí mientras Selene emitía sensuales gemidos.

“Bueno, vecino, me voy”, dijo Selene; “Quédate”, murmuré lánguidamente; “Cincuenta si duermo contigo”, propuso. Dormimos juntos. Acurrucado al calor de Selene, mi pecho contra su espalda, mi polla contra su culo, dormí serenamente. Nos despertó la primera luz de la mañana entrando por las rendijas de las persianas. Selene me vio empalmado, dijo: “Quince”, y se metió bajo las mantas. La humedad de su boca en mi miembro traspasó mis sentidos. La silueta de su cabeza subiendo y bajando me fascinaba.

Posé las palmas de mis manos sobre su coronilla para guiarla: “Así, así, Selene”, la animaba; ella lamía y mamaba con devoción. Mi polla debía colmar su boca, pues la oí respirar sonoramente por la nariz; de vez en cuando, Selene gemía. “Estoy teniendo un orgasmo”, la escuché que decía con voz sorda; entonces, me la chupó con más energía, más entregada, hasta que el chorro de semen salió disparado. “Ooohh”, espiré.

Selene salió de su escondite. Se relamía; estaba tan guapa… Se levantó. Caminó desnuda por mi dormitorio. Yo no le quitaba ojo a sus acogedoras caderas, a sus modelados muslos, a su prieto y redondo culo, a sus hermosas y floridas tetazas. Selene se puso mi bata y salió. Yo me quedé acostado, queriendo grabar el momento: sería mi más glorioso recuerdo en el instante en que me sobreviniera la muerte haber follado con Selene. Al cuarto de hora, apareció Selene cargando una bandeja con dos desayunos, incluyendo sendos cafés. “Esto no te lo cobro, cariño”, dijo, “me casaré contigo”, sonrió; “Y ni siquiera sabes mi nombre…”, bromeé; “Pues, claro, Ramsés, ¿o crees que no fisgo en los buzones…?”.

Al cabo de desayunar, Selene apartó la bandeja, se abrió la bata, se acuclilló sobre mi regazo, metió mi polla en su coño, pidió, musitó: “Préñame”, y botó y rebotó hasta que, alborozada, en pleno clímax, sintió el calor de mi eyaculación en su vagina.

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