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Rosita se sentó en la playa un día de noviembre. El sol, a mediodía, lucía vigoroso: Rosita sintió calor. Se quitó el jersey, la camisa, la falda: se quedó en ropa interior. Conservó las zapatillas deportivas, por si había que correr: no podía saber con seguridad si algún pervertido vendría a molestarla. La pálida piel de Rosita se calentó. Pensó en quedarse en top less, pero no quiso: sus tetas eran grandes, de anchas y morenas areolas: daría mucho la nota. Rosita cerró los ojos y se acostó en la arena. Le vinieron a la mente alegres recuerdos de su juventud: las acampadas con amigos, tan llenas de juegos amorosos, la noche aquella en la que folló con tres chicos a la misma vez. Rosita pensó que eso no le volvería a suceder más, tampoco es que ahora, en esta etapa de su vida, lo deseara, digamos, habitualmente, aunque de vez en cuando…, ¿por qué no? Rosita pensó que ya cuadragenaria no debería ni plantearse algo así. A Rosita se le humedeció el chocho.

“Mira, ¿has visto a la vieja esa?”, dijo admirado Ricar a sus amigos, señalando la playa; “Vaya…, sí”, dijo Cristo; “Está para hacerle un favor”, dijo Benja. Los tres, con los ojos como platos, observaban a la mujer. “¿Habéis visto, qué muslos, qué tetas…, habéis visto?”; “Y debe tener buen culo”; “Para ser una vieja no está nada mal”, dijeron los tres. “Vamos”, decidieron.

Rosita abrió los ojos cuando notó un salpicón de arena en su vientre. Rosita se vio rodeada: tres jóvenes muchachos, dos a sus costados, uno a sus pies, erguidos, la miraban. Rosita se incorporó; se quedó sentada. “Oye, vieja, estás buena”, empezó Ricar; “Para mojar el churro”, continuó Cristo; “Te follaremos”, finalizó Benja. “¿Aquí?”, preguntó Rosita, “¿en público?”. “Oye, vieja, aquí no viene nadie a esta hora, ¿o no sabes lo del toque de queda?”. A Rosita se le había pasado: se había quedado medio dormida, y eran más de las cinco. “La poli”, arguyó. “Bah, la poli”, dijeron. Entonces Rosita hizo amago de correr: se levantó, dio un salto… Pero un empujón acabó con sus huesos sobre la arena. Ricar se subió sobre Rosita, se sacó la polla de sus pantalones y, apartando la breve tela de las bragas de Rosita, la penetró. “Uff, vieja, me pones…, uff”, gruñía. Cuatro secos golpes de cintura y se corrió. Llegó el turno de Cristo. Éste llegó con la polla sacada, muy dura; le bajó las bragas a Rosita hasta las rodillas, se subió y la penetró. Veloz. Gritó de alegría cuando se corrió. El último, Benja, necesitó verle las tetas, necesitó ver cómo éstas vibraban, por eso le quitó el sujetador a Rosita, para correrse tras diez sacudidas. “Vieja, qué felices nos has hecho, no nos denuncies, diremos que ha sido consentido”, dijeron entre los tres. Rosita se levantó, se puso de rodillas y comenzó a vestirse sin mirarlos siquiera.

En cierta manera, sí, había sido consentido, ya que Rosita no opuso resistencia, incluso, dado el aburrimiento en el que vivía, le fascinó: verse como un reclamo sexual ante unos chavales no le había sucedido nunca. Como mucho, era atractiva para sus compañeros profesores, pero para sus alumnos… La última aventura, con un catedrático mayor que ella, la culminó con una mamada, ya que él fue incapaz de correrse en su chocho, por más que la estuvo follando durante media hora, lo que a Rosita le procuró varios orgasmos. Sin embargo, estos chicos… estos chicos acababan pronto, y sin ayudas.

Por la noche, en cuanto llegó, corrió a acostarse, sin ducharse siquiera. Amaneció. La luz atravesó los estores. “Buenos días”, saludó Micaela, “anda, Rosita, dúchate, que quiero hacer el amor”. Micaela había vuelto. “Ha vuelto mi amor”, pensó Rosita. Ella que creyó que la perdería para siempre, ella que creyó que no le perdonaría jamás sus infidelidades. “Micaela, has vuelto”, susurró Rosita, desnuda, recién duchada y perfumada sobre las sábanas; “Sí, Rosita, he recapacitado, eres el amor de mi vida”, dijo Micaela junto a ella desabotonándose la camisa, de la cual surgieron sus dos tetas morenas, “chúpame las tetas, Rosita, como antes, mámame la leche”; “Micaela, ayer, en la playa, me violaron…”; “¡Qué me importa!”, interrumpió impulsiva pero amorosa Micaela, “mama hasta que me derrita”. Y Rosita aplicó sus labios a un pezón, al otro mientras acariciaba cada seno de ébano con sus dedos; oyó los dulces gemidos de Micaela, y su chocho se humedeció.

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