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Sobre las rodillas

Marta, que acababa de cumplir los cuarenta, miró al becario con semblante serio. Se habían metido en la sala de reuniones y la mujer había cerrado la puerta. No deseaba interrupciones.

– Juan. Explícamelo, porque sinceramente, no entiendo nada de nada.

Juan, que el próximo mes tendría 24 añitos tragó saliva. La verdad es que no tenía mucho que decir en su defensa. Desde cualquier punto de vista lo que había hecho era estúpido, irracional y lo peor de todo es que no era cuestión de sincerarse o no, si no que cualquier persona medianamente inteligente llegaría a la misma conclusión, que aquel empleado no era de fiar y la profesionalidad brillaba por su ausencia.

– No tengo mucho que decir la verdad, la he cagado. – respondió al fin.

Marta suspiró. Estaba realmente mosqueada con todo ese asunto. Aquel chico parecía listo, sensato, detallista… Y sin embargo los hechos hablaban por si mismos.

– ¿Qué vamos a hacer contigo? Dime… ¿te echamos?

Juan levantó la cabeza alarmado.

Marta suspiró de nuevo, se cruzó de brazos y empezó a caminar de un lado a otro de la sala, pensando.

A pesar de la situación, el nuevo empleado no pudo evitar fijarse en la mujer. Era atractiva y tenía un buen culo.

Tragó saliva de nuevo y se ruborizó.

Paradójicamente, Marta también pensó en su propio culo, pero por razones distintas.

Sí, parecía haber ocurrido ayer y sin embargo habían transcurrido 18 años desde el incidente. Ella llevaba pocas semanas trabajando, aprendiendo y su jefe, el señor Rodrigo, la llamó a su despacho. Sobre la mesa el informe negativo del cliente y una propuesta de lo más humillante.

De aquella tarde Marta recordaba las manos de su jefe, grandes y con pelos creciendo en los dedos. También recordaba que hacía calor y que el sudor resbalaba por su frente. Sudor que dibujaba “manchas” en la camisa de aquel hombre y el olor, no a sudor, si no a un perfume fuerte de varón.

De alguna forma, ella había acabado tumbada sobre las piernas de su superior y con su trasero como diana de las nalgadas. Había recibido una veintena de azotes que la habían hecho sentir de todo. Porque sí, pasado el momento de la vergüenza y el escozor, quedaba una sensación difícil de definir, una sensación que se podía confundir con el placer sexual.

Marta miró el reloj. Había reservado la sala por media hora y solo llevaban diez minutos. Tiempo más que suficiente para darse cuenta de que aquel chico no iba a aportar nada de provecho… y sin embargo, la idea de dejar las cosas así no parecía apropiada. De nuevo vino a su mente la imagen de su jefe, de aquella tarde. Más allá de la experiencia aquel día había aprendido a, digamos, hacerse mayor y responsable.

Sí, quizás, después de todo, tenía la obligación moral de que el becario pudiese recibir una valiosa lección.

– Juan. Esto no puede quedar así. Es hora de madurar y voy a darte una oportunidad más.

– Gracias.

– Oportunidad que pasa por darte unos buenos azotes. ¿Qué decides? ¿te caliento el culo durante los próximos diez minutos?

El becario ni acepto ni rechazó la propuesta.

Marta tomó la iniciativa.

– Quien calla otorga. – comentó cogiéndole del brazo.

– A ver, si vamos a hacer esto bien, necesito que te bajes los pantalones. Una azotaina tiene que llevarse a cabo con el culete al aire si queremos que sea efectiva.

Un par de minutos después Juan se encontraba tumbado sobre el regazo de Marta con las nalgas al aire, recibiendo los azotes que se merecía por su conducta poco profesional.

Tenía las mejillas casi tan calientes como el trasero. ¿Qué ocurriría si alguien entraba en la sala? ¿Estaría notando Marta el contacto de su crecido miembro, que, como si se tratase del corazón, había empezado a latir?

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