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Alberto

Podía considerarme afortunado teniendo en cuenta la difícil situación general que había en esa época. La crisis había creado una recesión económica histórica y muchos no tenían trabajo. Sin embargo, mi profesión de topógrafo me había dado la posibilidad de tener siempre alguna cosa que hacer, puesto que el gobierno intentaba reactivar la economía mediante obras de construcción. Obtuve entonces unos contratos temporales para realizar unos levantamientos rurales alejados de la ciudad en donde vivía.

Mi novia Marta me había comentado en varias ocasiones de lo complicado que se había puesto la situación para Milena, su hermana mayor con dos hijos chiquitos desde que su marido Alberto estaba cesante, haciendo cualquier maraña por allí o por allá para sobrevivir. Así que siempre me insistía en que ayudara a Alberto si había la posibilidad. La verdad, no era que tuviera una relación de confianza con él, pero me resultaba un buen tipo. Era callado, tranquilo y disciplinado.

Previendo entonces las cosas, lo entrené durante un par de días como cadenero de topografía realizando unos trabajos de práctica en el barrio. Aunque era un poco lento, aprendía rápido y cometía pocos errores. En realidad, a pesar de estar vinculados por familia, Alberto y yo no habíamos forjado una relación de amistad. Él, dedicado a padre de familia y con un trabajo de oficina tan agobiante como el que tenía, y yo soltero, apenas con unos cuantos meses de novio con Marta, no había dado mucha oportunidad de conocernos más allá de un saludo ocasional o de una reunión familiar muy esporádica.

Partimos entonces a un largo viaje de seis horas en autobús a través de la difícil geografía montañosa del país hasta llegar a Tresaguas, el primero de cuatro municipios en los que había que trabajar. Debíamos quedarnos en hostales, moteles, hoteluchos, casas de pueblos donde arrendaran por noche un cuartito o en el peor de los casos, acampar bajo una carpa plástica básica con los elementos básicos que siempre cargaba conmigo. Así ahorrábamos dinero en esa crisis.

En Tresaguas, casi al anochecer, encontramos un hostal rustico, pero limpio, de esos de camioneros, en donde había una estación de gasolina y una tienda mal surtida. Alberto no estaba acostumbrado a eso, pero no se quejaba. Se adaptaba bien a esas cosas, pese a su perfil de hombre de oficina. Alquilamos un cuartito estrecho con una cama camarote que daba hacia un parqueadero mal asfaltado. La ventana era un rectángulo de persianas que se extendía a lo largo de toda la pared de fachada, cuya base estaba a la altura de la cabeza de una persona de estatura promedio. No permitía entonces mirar hacia el exterior, a menos que uno se subiera en un banco o se montara en la litera superior del camarote. Pero sí permitía que la brisa fresca del mar no tan lejano penetrara y aireara. Había una cómoda con cuatro gavetas y una repisa metálica sobre la pared que dividía la alcoba del baño iluminado por unas claraboyas en forma de estrella yuxtapuestas. Los pisos eran de cemento rustico y las paredes estaban pintadas de azul claro. Por toda división entre los dos espacios se extendía una cortina color vino tinto, colgada con aros plásticos en un palo de madera horizontal. Un ventilador de pared con tres velocidades que giraba garantizaba cierto confort.

Paradójicamente, pese a mi profesión, yo no estaba acostumbrado a dormir con otra persona en la misma pieza. Siempre había tenido los medios para instalarme un poco más cómodamente, pero la crisis hacia que adoptáramos una actitud de absoluta economía. Cansados del viaje, tomamos un baño. Alberto, entró primero y yo improvisé un lugar de trabajo sentándome en la cama y tomando la parte superior de la cómoda como escritorio. Organicé unos documentos para la salida del día siguiente. Minutos más tarde la cortina se abrió y Alberto, salió restregándose la toalla sobre su cabeza y en su cara. Debajo no tenía nada puesto. Tal vez por falta de costumbre, olvidó entrar al baño con su ropa íntima y decidió vestirse en la alcoba. Eso me sorprendió, siendo él un hombre que tiene fama de muy reservado y medido con las cosas. Lo cierto es que tuve frente a mí, durante unos segundos, la imagen integra y nítida de su pene fláccido y fresco moviéndose como un péndulo pesado, al vaivén de sus sacudidas con la toalla al secar sus cabellos. Las gotitas del baño reciente reflejaron un brillo atractivo en la espesura negra de sus vellos púbicos. Me fue difícil despegar la vista y solo el pudor me dio la fuerza para quitar mis pupilas dilatadas de su sexo. Apenas creo que se dio cuenta que yo lo miraba. Me ruboricé, me sentí raro y contrariado. Me levanté en silencio y entré al baño simulando una naturalidad que no tenía.

Durante la ducha no podía sacarme la imagen insistente de su sexo grueso y en movimiento. Reproducía en mi retina su color trigueño y la textura lisa del tallo de su pene, interrumpida a intervalos desiguales por algunos altorrelieves de sus venas varoniles. El color indescifrable del glande romo y medio asomado por el aro su prepucio era estética pura en mis ojos. Todo eso adornado por la melena oscura de su pubis que emitía destellos. Tuve una erección incontenible. Tenía vergüenza conmigo mismo, pero no pude evitarlo. Antes, tiempo atrás, me había ocurrido algo similar, pero pretendí enterrarlo en mi memoria. No funcionaba.

Cerré mis ojos, sin apagar la llave del agua, y de espaldas hacia la entrada me masturbé intensamente lo más deprisa que pude, fantaseando con imágenes fluctuantes entre la de mi novia lamiendo los senos grandes de la gordita Lina, su amiga y la imagen de ellas dos lamiéndome el falo una de cada lado. Terminé de tomar mi baño y me reconforté con el hecho de haber eyaculado pensando en mujeres y no en un macho. Me puse mi ropa íntima después de secarme, y salí a enfrentar la mirada de Alberto. Él, estaba acostado en la litera de abajo, leyendo una revista de deportes no tan vieja que se había encontrado en una de las gavetas de la cómoda. Como ropa de dormir tenía solamente puesto un bóxer corto color azul oscuro. Lo primero que divisé fue el bultito apretado debajo de la tela. Me resultó tan estimulante a la vista como lo había sido la imagen de su sexo un ratito antes o incluso la imagen fantasiosa de Lina y Marta desnudas en actos lésbicos al masturbarme. Pero esta imagen, no venía de mi imaginación, sino de la realidad inmediata a menos de tres metros de distancia.

Alberto es un hombre de cuerpo atlético, pese a su aparente pasividad. No era gordo ni flaco, tampoco era musculoso. Físicamente era un hombre equilibrado. De estatura media, contextura media, líneas de pechos definidos. Tenía una atractiva vellosidad tenue en su pecho que iban progresivamente aumentando de densidad en vertical descenso hacia el monte de su sexo. Debajo de su ombligo había cierta expansión de pelaje fuera del camino vertical, lo suficiente para dar un aspecto varonil pero siempre en una simetría perfecta, como su rostro de niño grande y bueno con cejas pobladas. No tenía exceso de abdomen para ser un hombre casado con dos hijos. La verdad había empezado su vida reproductiva muy temprano, a los veintiún años con mi cuñada Milena.

Con esfuerzo y un poco incómodo quité mis ojos de su bultito azul mientras el leía distraído su revista deportiva y yo simulaba arreglar algunas cosas paseándome de un lado a otro por el cuartito con mis pies aun húmedos metidos en mis sandalias. – ¿Vas a dormir abajo o arriba?  Me preguntó sin dejar de leer su revista sacándome de mis cavilaciones. – Donde tú quieras, me da igual, le respondí con voz falsamente más gruesa de lo que la tengo. – No, tú eres el jefe, decide tú, me respondió con tono juguetón. Decidí dormir arriba para no hacerlo levantar de su comodidad. Me subí y muy consideradamente de su parte él mismo apagó la luz. Eran casi las once de la noche.  

No pude dormir tan profundamente y eso hacía que cada hora tuviera que bajar a orinar. Las impresiones y sensaciones del nuevo estímulo sexual daban vueltas en mi cabeza y el morbo incómodo se acrecentaba cada vez con la idea de que un hombre semidesnudo estaba allí, justo debajo de mi cama. La luz de las lámparas del parqueadero penetraban un poco a través de las ventanas aunque no me incomodaban para dormir. La alarma suave de mi reloj de muñeca indicó que eran ya las cinco y cuarenta y cinco de la mañana. La luz de la mañana tenue penetraba un poco dando cierta claridad a la habitación. Bajé a orinar y a lavarme. La luz del día al salir del baño ya dejaba distinguir las formas y un poco los colores de los objetos más claros. La sumada de la lámpara encendida del baño dejaba ver aun mas detalles y mis ojos se encontraron con la imagen de Alberto, dormido boca arriba con sus piernas extendidas medio abiertas y su bulto crecido. Tuve la sospecha de que debía tener una buena erección fisiológica de esas que dan en la mañana temprano cuando las ganas de orinar se generan tras horas de retención en estado de sueño profundo. Lo contemplé sin tapujos, cuidando de que sus ojos estuvieran cerrados. A tientas me acerqué excitado y asustado con la adrenalina invadiendo mis sentidos para deleitarme con la visión cercana de su bulto crecido. La luz del baño filtrada por la cortina intencionalmente corrida, iluminaba plenamente desde su abdomen hasta poco más encima de sus rodillas. Lo comprobé, definitivamente había una erección preciosa. Su pene ahora duro dibujaba  casi toda su silueta agresiva desde el tallo hasta la cabeza en la tela de algodón suave y generoso. Contemplé la fálica figura, dejando mis prejuicios y por primera vez disfrutando del estimulo psicológico que produce la masculinidad como dador de placer. Me gustaba esa imagen. No podía tapar el sol con un dedo. Era como estar descubriendo y desenterrando algo intenso que no sabía con certeza que vivía en mi secreta intimidad.

Mis sospechas habían empezado unos años antes cuando inicié mis estudios y me inscribí obligado al equipo de futbol. Vi a Víctor y a Julio el negro, accidentalmente varias veces desnudo en los cambiadores después de la ducha. Sentí un estimulo visual desconocido al mirar sus penes colgantes y gruesos, pero no comprendía el porqué de esa curiosidad novedosa y prohibida y por tanto no la aceptaba porque no era capaz de entender que eso era posible de darse en un hombre tan “hetero” como yo. Lo más difícil de comprender es que nunca me había gustado un hombre. No me estimulaba la imagen de un hombre vestido por elegante y bien parecido que fuera. Solo me encantaban las mujeres. Atendiendo a esa lógica escasa y básica concluía erróneamente que mi sexualidad era solo heterosexualidad pura y simple. Estaba equivocado. La sola visión de desnudez y de semidesnudez de Alberto me había hecho desenterrar viejos fantasmas, había puesto en evidencia otras tendencias de placer. Un nuevo sabor por explorar.

Lo desperté tocando su brazo derecho. Teníamos el tiempo justo para alistarnos. Se lo hice saber. Un transporte nos iba a recoger para llevarnos a las montañas  Él despertó de inmediato con la luz de la ventana ya más intensa molestando sus ojos entreabiertos. Se sentó al borde de la cama y tuvo consciencia de su estado de erección. Tapó con disimulo con su mano la parte de su sexo y caminó rápidamente al baño. La tentación de asomarme para volver a mirarlo desnudo me aumentaba, pero pude controlar mis emociones. No podía poner en peligro mi integridad. No sabía si él fuera a tomar eso bien o mal.  Yo desconocía su orientación sexual. Para mí él era un hombre heterosexual felizmente casado. Me daba terror que me pillara espiándolo. El sonido del chorro de agua cesó y pocos minutos después para sorpresa mía la escena se repitió. Esta vez por más tiempo. Yo no sabía cómo hacer para mirarlo sin que se notara mi intensidad emocional y el morbo. Secó sus cabellos y miré de reojo el pene grueso goteando agua nuevamente por un par de segundos. Asustado, quité rápidamente mi mirada devota de su sexo antes de que  notara que lo observaba. Luego se volteó hacia la cómoda y sacó su ropa. Allí me dio la oportunidad por varios segundos de mirarle el trasero completamente desnudo. Era redondo con buena figura. Sus nalgas carnosas eran lampiñas salvo un poco abajo cerca al culo en donde pululaban escasos vellos siempre en simetría perfecta. Lo contemplé con morbo inevitable mientras se doblaba para meter cada pierna en su prenda íntima que se puso con su habitual parsimonia. Pude ver por un par de segundos sus pelotas y la parte posterior de la  punta de su pene caído asomada entre la piel arrugada de sus testículos recogidos por la frescura de la temperatura del baño reciente. Tuve otro estímulo al verle el culo. Lo tenía tan provocativo como el de mi novia Marta o el de su nalgona mujer  Milena.

Yo me deleitaba con su actitud irreverente de desnudarse delante de mí. Pero me preguntaba, porqué lo hacía. Esa pregunta hizo comprenderme mejor. Me  respondí después de reflexionar en silencio mientras el terminaba de vestirse y yo de chequear que nada se olvidara de que tal vez para Alberto todo era natural. Él es el menor de dos tres hermanos. Creció en una familia en donde había cuatro hombres y una mujer. Para él, vestirse delante de sus hermanos hombres o de su padre debía ser costumbre de infancia. Por mi lado, yo crecí con dos hermanas mayores, una prima también mayor y una madre separada desde que yo tenía siete años. Así que yo no estuve nunca expuesto a la desnudez masculina. No tenía forma de descubrir ese gusto visual placentero que me produce ver un hombre sin ropas. Solo tuve imágenes de mis hermanas Laura y Maura  desnudas y también de mi prima Carmen. Muchas veces me bañaba con mis hermanas cuando ellas ya tenían vello púbico y senos formados. Y nunca tuvieron cuidado de desnudarse, vestirse o desvestirse delante de mí. Ni siquiera hoy en día se tapan si yo estoy cerca.

Salimos con algo de prisa y solo con las horas de trabajo bajo el sol aplastante pude olvidar todos los pensamientos y acontecimientos de alto voltaje que había experimentado en la última noche. De todos modos, ahora ya me resultaba difícil mirar a Alberto con el mismo espíritu con que lo había visto el día anterior. Su persona tenía otro significado para mí. Ahora lo contemplaba desde otra dimensión. Miraba su rostro, su cuerpo, su sexo dibujado en el blue jean raído. Después de todo era un tipo bien parecido.

A pesar de mis contrariedades, la primera experiencia de trabajar juntos pasó bien. Alberto resultó atento y buen trabajador, aunque de poco hablar, comentar o dar opiniones. Era bastante reservado. No era un hombre inspirador ciertamente, pero no dejaba de ser agradable en su trato sencillo y modesto. Con cada hora junto a él iba sintiendo una rara atracción y agrado, aun siendo lejos de parecerse al perfil de mis amigos cercanos. Y era tal vez justamente por eso, porque por primera vez estaba junto a un hombre a quien no veía como amigo, sino como macho. Por primera vez experimenté esa sensación de debilidad por un varón. Fue extraño y difícil de digerir. Me sentí femenino.

Llegamos ya de noche y muy agotados al hostal. Con tacto dejé que se duchara primero. Demoró algo más de lo habitual. Yo esperé ansioso sentado en la cama batallando contra el sueño y a la expectativa de verle desnudo otra vez aunque fuera por unos segundos. Para mi decepción salió con la toalla envuelta en su cintura y mi expresión de desilusión creo que fue evidente. Hubo un silencio mortal mientras una extraña energía viva viajo entre las miradas encontradas de él con la mía. Alberto se quedó en silencio y estático de pié en la salida del baño. Yo me levanté para entrar a la ducha y dejo entonces caer la toalla al suelo justo cuando yo pasaba caminaba de frente hacia él para pasar por su lado y entrar al baño. No pude controlarme y giré mi rostro sin dejar de mirar con avidez hacia sus entrepiernas. Miré su pene lavado desde arriba y de perfil. Lucía más grueso de lo que antes lo había percibido desde mayor distancia. Rápidamente levanté la mirada y me estrellé con la de él. Fue un momento fulminante. Su mirada serena parecía esconder una complicidad y una sabiduría que dan los años de vida en pareja y de conocerse mejor uno mismo.

No hice ninguna expresión. Solo continué y entré al baño en un mar de confusiones. Por vez primera creí haberme delatado por mi impulsivo gesto febril y estúpido. Sé que se dio cuenta de mi interés en mirar su sexo. Fue demasiado evidente y ansioso de parte mía.  Me calmé con el agua fresca de la ducha. Tuve una sensación de derrota por haber tenido un inútil exceso con un hombre dos años mayor que yo, pero que en su reservada vida, seguro que tenía mucha más experiencia e intuición que yo. Sentí vergüenza. Entonces me di cuenta que en medio de esa ansiedad, había olvidado todos mis trapos en la litera de arriba. No sé de donde saqué fuerzas y en vez de pedirle a Alberto que me pasara las cosas para vestirme, decidí repetir lo que él hace No sé porqué lo hice. No fue un acto racional, sino puramente impulsivo. Salí completamente desnudo con naturalidad. Abrí la cortina con mi cuerpo erizado de osadía. Lo primero que divisé fue a Alberto que estaba acostado boca arriba. Clavó su mirada en mi sexo. Sentí vergüenza, pero vencí al pudor. Caminé despacio hasta el extremo en donde estaban mi toalla y mi bóxer limpio. Expuse así, mi sexo desnudo cerca a su rostro. Giré sin decir nada y caminé con parsimonia hacía el baño. Sentí el peso de su mirada en mi espalda y en mis glúteos frescos. Lo validé cuando corrí la cortina más de lo necesario y hallé el reflejo de su rostro en el espejo escueto pegado de cualquier manera en la pared frontal del baño. Alberto contemplaba con brillo mi trasero. Su mirada estaba cargada de intensidad. Pude percibir todo eso en un breve instante. Una sensación de vértigo entre placer y vergüenza me invadió. Me excitaba saber que él también de alguna manera se había estimulado con mi cuerpo desnudo. Habíamos empezado un tácito juego de nudistas.

Me vestí con nervio y torpeza en el baño. Solo me puse mi bóxer y corrí la cortina para salir despacio con la toalla colgando en mi cuello. Mi respiración se paró de un tajo. No podía creer lo que veía y tampoco sabía qué hacer. Me quedé paralizado. Alberto estaba acostado en sentido transversal en la cama inferior con la cabeza apoyada en la almohada pegada a la pared. Sus piernas estaban abiertas y su calzoncillo gris de elástico negro estaba abultado por la erección de su miembro. Me miró de frente con una penetración y seguridad asustadora.

¿Qué haces?, pregunté con voz quebradiza y falsa, mas por decir algo que por preguntar. Nada, no pude evitar ponerme duro cuando te vi desnudo. Me respondió con una seguridad absoluta y descaro implacable. Yo no supe que responder o hacer. Le miré el bulto y luego su rostro seguro. Sus ojos brillaban y con sus dientes mordisqueaba su labio inferior. Era un gesto morboso, provocador y descarado. Mis piernas temblaron y mi corazón no me dejaba escuchar el ruido de la noche. Me puse rojo como un tomate y no podía moverme del vano de del acceso al baño. El se levantó con lentitud sin dejar de mirarme a los ojos. Caminó hacia mí con el cuidado que hacen los cazadores en el bosque para no hacer ruido y evitar que su presa hulla. Miró mi hacia mi sexo mientras avanzaba. Su mano se posó con delicadeza en mi cintura y me dio una leve caricia. Yo solo me dejaba hacer. Con su dedo índice haló el elástico de la costura de mi bóxer negro ajustado obligándome a dar un paso hacia él. Pecho con pecho, su bulto rozó contra mi bóxer justo en la zona de mi pene todavía fláccido del susto. Su boca rosada a centímetros de la mía y su mirada varonil y penetrante transmitiendo serenidad, seguridad y confianza. Tranquilo, te va a gustar, dijo con voz jadeante y susurrando. Su rostro se acercó mucho a mi cara. Nunca antes había tenido la boca de otro hombre tan al alcance de mis labios. Nos quedamos quieticos transpirando alientos vencidos con los labios entreabiertos sin mover nuestras cabezas. El beso quedó en modo potencial. Sus manos cálidas bajaron despacio por ni espalda. Alberto apretó mis nalgas por encima de mi bóxer. Luego con delicadeza sus manos se metieron entre la tela de la prenda y mi piel desnuda. Primera vez que sentía la caricia de un hombre en mis nalgas. Lo hacía con firmeza y suavidad al tiempo. Sentí mil cosas recorrer mi cuerpo. Un cosquilleo diferente desató mi erección máxima. Los miedos fueron esfumándose. Me asió hacia él. Nuestros bultos se pegaron. Su pecho se juntó al mío y el calor placentero de su cuerpo empezó a fluir.

Beso. Beso firme, dulce, profundo, varonil. Caricias. Caricias suaves, estudiadas, sabias, conocedoras de otro cuerpo como tu cuerpo. Un hombre conoce mejor el cuerpo de otro hombre que al de una mujer. Sabíamos donde apretarnos, como recorrernos, donde y cuando detenernos. El beso no paraba. Era delicioso, las lenguas danzaban sin cesar en una comprensión de luna de miel. Las caricias no paraban allí juntitos de pie los dos en plena privacidad y en secreto. Alberto debía tener experiencia. Yo solo me entregué a los sabores desconocidos. En ese momento no pensaba en más nada, solo en el disfrute puro y simple. No me di cuenta en qué momento nuestras prendas íntimas resbalaron por las piernas y llegaron al suelo enredadas en nuestros pies. Solo fui consciente de eso cuando intentamos caminar hacia la cama. Entonces el beso se despegó. Miré hacia abajo vi su pene duro como una espada puyando mi vello púbico y al mío en igual proeza. Él también contempló la escena de nuestros penes pegados lado a lado. Resultaba sensual y hermosa la visión de su desnudez de macho con la mía. Agáchate, me dijo sonriente. Yo lo hice sin dejar de mirarlo a los ojos. Tuve su verga toda para mí. La contemplé con curiosidad de niño, La estudié. Su textura lisa interrumpida por las venas varoniles, el color triple de su tallo duro, trigueño desde el pegue, después más claro en la zona del cuello en el que su prepucio está retrotraído y finalmente un color entre rosado y púrpura de su glande en forma de champiñón chato. Era de un grosor perfecto y un tamaño normal. Era un pene bello, estético, perfectamente varonil, alineado, recto apuntando hacía mi rostro como avión antes de despegar. Como un tallo bien perfilado rodeado de una hierba espesa negra.

El olor era suave, pero penetrante. Era un olor a hombre. Me encantaba. Le di un besito en la punta, luego otro y otro. Puse mi lengua tímida aun en la punta del glande. Era una textura tierna y el sabor era un poquito salado. Me sentí raro, explorando nuevos placeres. Lo lamí suavemente y luego fui avanzando hacia el tallo por los costados. Todo sin agarrarlo. Recorría con mi lengua desde el pegue hasta la punta por la parte inferior. Sabía a algo nuevo. Qué sensación más rica. Luego abrí la boca y decidí probar la carne. Lo metí y comencé a mamarlo con entereza. Me encantó. No quería parar. El sabor se hacía más exquisito y la textura de su pene en mi boca era cada vez más placentera. Me excitaba escucharlo jadear con sus ojos medio cerrados. Lo chupé rico. Ni me lo creía. Lo agarré entonces para cansarme menos y dirigir mejor la mamada. Empecé a agotarme, pero no quería detenerme. Él supo leer mi cuerpo. Puso su mano detrás de mi cabeza y comenzó a empujarla. Embestía su pene al mismo tiempo. Me estaban culeando por la boca. Yo me tragaba dos tercios de sus dieciséis centímetros y medio. Era exquisito. Alberto cada vez embestía más rápidamente hasta llegar a un ritmo constante. Me lo sacó de la boca. Me levantó con rapidez. Me beso con morbo y me empujó con suavidad hacia la cómoda. Yo me apoyé en la mesita de espaldas hacía él. Se agachó con desespero y me llevó a los cielos cuando su lengua ávida y hambrienta jugueteó en mi culito. Me lo lamió con ternura. Un placer desconocido recorría mi cuerpo. Era un cosquilleo indescriptible. Que rico. Chupaba mi culo sin parar, sin darme receso. Lo hizo sin dejar de acariciar mi espalda o mi pene erecto. Otra nueva y agradable sensación tuve al sentir una mano varonil recorrer mi miembro. Luego sentí su aliento en mis orejas y la punta de su verga hincada en la humedad de mi ano. No estaba listo todavía, pero Alberto deseaba penetrarme. Yo no puse resistencia. Tomé la iniciativa de ponerme en cuatro como perrito apoyando mis brazos en la litera y mis rodillas en una almohada que tiré al piso. Mi culo afloraba todo para él. Sentí su cilindro de carne jugar en mi raja. Lo paseaba lentamente desde mis testículos, pasando por mi ano y subiendo por el canal hasta donde se inician los glúteos. Subía y bajaba sin parar en un juego que aumentaba mi ansiedad y desbordaba su morbo. Delicioso era sentir su carne pasearse de arriba abajo por mi culo sin penetrar.

Luego se levantó, sacó de no sé donde un frasquito con lubricante. El hombre vino preparado. Parecía sospechar desde el inicio lo que podía ocurrir. Se embadurnó su verga desde la punta hasta el pegue en continuo ademán masturbatorio.  Luego despacio su glande presionó mi esfínter pero nunca forzando. Fue sutil, gentil, delicado y encantador. Mi ano se dilató y sentí que la punta gorda entró en mi cuerpo. Qué sensación más raramente placentera. Primera vez que algo entraba por donde normalmente salen cosas. Giré mi rostro hacia atrás para mirar sus ojos. Hizo un ademan de morbo y penetró un poquito más. No sentí ni dolor, ni ardor, ni otro tipo de incomodidad. Solo esa sensación de que alguien controlaba mi cuerpo. Un objeto de textura blanda y dura a la vez palpitaba en mi hoyo. Luego sentí que mi culo se explayó un poco más allá de lo habitual y su verga fue entrando lentamente sin oposición alguna. En mis nalgas sentí su pelaje púbico aplastado. Me la enterró toda. Allí quedó quieto para permitir que yo me acostumbrara a su miembro. Luego comenzó suavemente la danza del culeo. La sacaba un poquito y la clavaba toda hasta el pegue, pero cada vez la sacaba mas distancia y volvía a penetrar. Que sensación sabrosa. Tener a un macho detrás cogiéndote. Me preguntaba a cada rato si me sentía bien, yo solo asentía con mi cabeza sin dejar de jadear.

Alberto tomó confianza y sacaba toda su verga mojada y la volvía a meter hasta el fondo. Inclinaba su cuerpo para alcanzar mi cuello y lamer por detrás de mis orejas penetrándome. Luego aumentó el ritmo del vaivén y su culeo se fue tornando acelerado, casi eufórico. Sus gemidos aumentaban de volumen y mis jadeos eran cada vez más cortantes. Se cansó de estar embistiéndome en esa pose de animal cuadrúpedo. Se subió a la cama y se acostó boca arriba. Su pene hermoso y brillante de humedades apuntaba al techo en máxima erección. Era irresistible verlo allí completamente desnudo con su virilidad espléndida y entera para mí. No sé porqué en ese momento pensé en nuestras esposas. ¿Qué pensaría Milena de saber que su cuñado querido la remplazaba como dador de placer a su buen marido? ¿Qué diría Marta al verme clavado con el marido de su hermana querida? Sacudí los pensamientos un profundo feminismo se apoderó de mi alma. Deje fluir mi lado mujer. Haber pensado en mi cuñada Milena me contagió de feminidad. Quise actuar y ser ella. Me ensarté en la verga de Alberto de espalda hacía él. Deseaba que contemplara mi culo carnudo mientras yo cabalgaba. Yo gemí como una putita loca. Los gestos eran cada vez más delicadamente femeninos y estimulantes para Alberto. Luego volví a clavarme encima, pero mirándole de frente. Se veía lindo, su cara, su pelo, su pecho varonil, su caminito de vellos. Era un machote para mí. Yo jadeaba y gemía hasta que sus ojos se voltearon hacía arriba en un éxtasis total. Sentí las palpitaciones de su verga dentro de mis entrañas y una humedad caliente y placentera inundar a chorros mi intimidad. Nos desplomamos en un beso de ternura y su verga fue suavizándose poco a poco. Un fluido cálido y pegajoso salía con espesura de mi culo y mojaba su verga y sus testículos.

Dormimos juntos, abrazados. Al día siguiente nos bañamos juntos haciéndonos el amor de varias maneras. No seríamos los mismos dos semanas después cuando nuestras queridísimas esposas nos esperaran. No volvimos a ser los mismos nunca más.

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