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Negación (Capítulo 14)

Cuando por fin llegué a casa, no sentía las manos, se me dificultaba respirar, y tenía el pie del yeso entumecido por el frío, en qué momento comenzó a doler, no sabría definirlo a ciencia cierta, pero lo hacía y mucho. Además, sentía el labio groseramente inflamado, el pobre había tenido un día casi igual de malo que el mío. Primero en el Hércules y luego en la Universidad, un puñetazo y un beso, obras de un solo artista, Antonio.

Me paralicé cuando vía una figura sentada en el portal del mi puerta. Por un segundo sentí pánico, si había vuelto significaba que, de alguna forma me perdonaba por el altercado en la oficina.

– Sergio – susurré.

Pero los ojos que buscaron los míos no pertenecían a Sergio. No supe qué decir. Caminé hasta la puerta, obviando las protestas de dolor de mi pie malo, le hice una señal con el dedo para que me siguiera, no tendría una conversación nocturna a la intemperie. Ya me estaba entumeciendo.

Entramos, él cerró la puerta tras de mí, mientras yo tomaba asiento esperándole, lo vi dejar caer los bolsos en la entrada y se acercó, se veía pálido a causa del frío.

– ¿Pensé que me llamarías?

– Lo sé… perdón… un cambio de planes inesperado.

Asentí, fui al bar y serví dos vasos de whisky, le entregué el suyo y tomé el mío de una vez, aguantando el ardor en la garganta.

– ¡Wow!! – dijo, tratando de detenerme cuando comencé a servir una segunda ronda, duplicando la dosis. Él no tocó su vaso.

Me deshice de su agarre y tome un segundo, tercer y cuarto trago. Cuando el sabor se hizo nauseabundo, y sentí las mejillas acaloradas, volví a sostenerle la mirada.

– Una mala noche – me justifiqué.

Llene por quinta vez el vaso y fui a sentarme. Volvió a seguirme, ahora preocupado de mi salud mental, creo. Se sentó a mi lado.

– ¡Por los bastardos!… – brindé. – Los del ejército, y los médicos idiotas.

Me dejó tomar solo nuevamente, apuré el vaso mientras comenzaba a sentirme ebrio y desinhibido. Me dieron ganas de acariciar su rostro, y lo hice. Le pedí permiso con la mirada y no hubo rechazo en sus ojos. Me acerque lentamente hasta tocar su barba y luego su mejilla. El acunó mi mano entre su rostro y su hombro.

– Yo te amaba – dije.

– Lo sé.

– Entonces, ¿por qué…

– Yo no soy como tú…. No puedo serlo.

Retiré mi mano de su cara, levemente herido.

– ¿Cómo yo?

– Gay, Fabo. Yo no soy gay.

– Pero…

– Lo que pasó aquella noche… mira… éramos jóvenes… no sabíamos lo que queríamos. Estábamos ebrios.

– ¿Por qué viniste Rodrigo?

– Necesito ayuda…

– Ayuda… – dije lento, saboreando la palabra. Miré el yeso y luego el suelo. Él pareció incomodarse ante mi silencio prolongado.

– ¿Estás bien? – preguntó luego de lo que para mí, pareció ser mucho tiempo.

Al levantar la vista y mirarlo comprendí que lagrimas silenciosas recorrían mi cara. Las había estado mirando caer a la baldosa, pero me sentía enajenado de mi propio cuerpo, quizás presa del alcohol, o de los sucesos de las últimas semanas. Roto como estaba, las manifestaciones de éste cuerpo ya no me eran propias. – ¿Por qué lloras? – me pregunté. Reflexioné un segundo sobre la pregunta de Rorro y la pregunta que formuló mi subconsciente. Y la respuesta era tan obvia y evidente, y aun así no quise admitirla.

– ¿Fabo? – insistió Rodrigo.

Lo miré a través del velo de lágrimas en mis ojos. No quería que estuviera aquí si me quebraba, no quería quebrarme de hecho. Cerré los ojos, deseoso de desconectar mi mente, de apagarla. Acerqué el vaso de whisky a mis labios, tratando desesperadamente de alcanzar algún estado de inconciencia etílico protector para no tener que pensar más. Para no tener que pensar en ellos, en ella, en ellos y en él.

– ¡Más! – Le pedí extendiéndole el vaso vació.

– Fabián no creo que…

– ¡Más! – insistí.

Lo escuché ponerse de pie con agilidad, suspirando. Regresó a los pocos segundo, depositando el vaso, ahora lleno, en mis manos.

– Grracias – logré articular.

– Creo que no vine en un buen momento…

Dejó la frase flotando en el aire, y quise decirle que se marchara si así lo deseaba, si es que se sentía ofendido porque el anfitrión le parecía inadecuado y poco cortés. Que regresara mañana o pasado, quizás yo estuviera mejor para ese entonces. Tal vez así podría hacerle una visita turística por toda la ciudad, presentarles a mis amigos, invitarlo a algún restauran lujoso a comer, brindarle la “ayuda” que venía a buscar. Otro día, yo sería el Fabo de su adolescencia, su compañero, su hermano. Sin las manchas en nuestra historia, sin el amor que yo le profesé en secreto, sin los recuerdos de la noche en la que destruimos la amistad que nos unió por años y sin la sensación de vacío que viví con su lejanía. Que volviera después y viera que nada había cambiado, que somos inmutables en el tiempo, que todos aprendemos el arte de mentirnos y engañarnos, y que el miedo es una palabra que inventaron los viejos para asustar a los más jóvenes. Que volviera y viera que yo seguía siendo yo, incondicional a él, igual que siempre, que mi madre vivía aun, en mí, en mis hermanas, en mis sobrinos. Que el niño gordinflón y llorón aún era dependiente de él, de su protección. Que volviera y viera que no había tomado malas decisiones, que solo eran decisiones y ya, y que sus consecuencias pesaban y hundían pero podía seguir, quería seguir, necesitaba seguir. Que volviera después y viera.

No le dije nada.

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