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Oscura historia de una escalera

Aurelio suelta el saco de patatas que ha cargado desde el sótano del mercado, frente a un puesto donde se despachan frutas y verduras.

-No se te ve de buen humor los últimos días -le dice el frutero, hombre de constitución robusta y calva incipiente- ¿Qué te pasa?

-No es nada. El otoño, que me pone de mala hostia. ¿Me pagas ya?

-Ten -contesta el frutero entregándole unas monedas- ¿Por qué no me esperas y nos tomamos unos vinos? O si prefieres, los tomamos en mi casa. Ya tengo televisor.

Aurelio agacha la mirada y contesta.

-No estaría mal. Pero tengo a mi madre enferma y no quiero preocuparla si llego tarde.

-Bueno, pues otro día. Me caes bien, Aurelio.

-Sí, ya veo. Tú también a mí.

Se hace un silencio expectante entre ambos durante el cual, el porteador no aparta la mirada de la del frutero.

-Pero mi madre está enferma.

Aurelio se marcha y el frutero queda con semblante decepcionado.

De vuelta a los sótanos del mercado, se quita la tela basta con la que cubre la ropa a fin de que no sufra con los portes, y se despide de otro par que también ejercen de porteadores.

Sale a la calle cubierta por una densa niebla otoñal. Se enciende con un zipo un cigarrillo negro, sin boquilla, extraído de un paquete arrugado. Seguido se echa mano al bolsillo donde ha guardado las monedas que le ha entregado el frutero. Vuelve la cabeza hacia atrás como si meditara regresar al mercado y aceptar su propuesta. Pero finalmente se sube el cuello de la chaqueta de gastada pana grisácea, y emprende el camino de regreso hacia su barrio.

Tras cerca de veinte minutos caminando a buen paso en esa tarde oscura y húmeda, enfila por una calleja apenas iluminada hasta una casa que conoció mejores tiempos. Entra en el portal. Cuelga una lámpara fundida del techo del mismo. Una solitaria bombilla, situada en lo más alto de las escaleras, evita que ascenderlas no sea una aventura en una oscura caverna. La débil luz, más que iluminarlas, las llena de recovecos en penumbra que despiertan inquietantes sensaciones.

Pese a que lleva cerca de cuarenta años entrando en ese mismo portal, siempre que llega a él siente una punzada de temor que solo de adulto aprendió a controlar. Pero de niño, el miedo le atenazaba de tal manera que tardaba largos minutos en armarse de valor para afrontar tan tétrico trayecto.

Aurelio respira hondo y sube el primer tramo con esos recuerdos de niño asustado pesándole en la memoria. Cuando alcanza el primer piso se abre una puerta de manera inesperada y da un respigo.

-Tranquilo, Aurelio, que soy yo -le dice con sorna el hombre que ha salido al rellano con un cubo a rebosar de desperdicios caseros- Y mira por dónde, en ti pensaba. Lo que son las casualidades.

-¡Eres un cabrón! -le recrimina el porteador con voz queda- Te largas y no me dices nada. Desapareces y sin saber una mierda de ti.

El vecino apoya la mano libre en la baranda. Una mano recia, dura, ancha, con vello en el dorso de las falanges, uñas sólidas y muy cortadas… Una mano que bien podría tumbar de un golpe a otro hombre.

-¿Desde cuándo tengo que darte cuentas de mi vida? -responde sin alzar la voz- A ver, contesta.

-Tenía preocupación. No sé por qué empecé a pensar si te había pasao algo…

Los dos quedan en silencio.

-No tenía ni idea del viaje, Aurelio. Me avisaron sin tiempo y salí pitando hacia la costa con el camión cargao de grava. Y después, con unas reses, tira pal sur.

El hombre, que pese al frío sólo viste una camiseta blanca de tirantes, se rasca con la mano libre en un hombro. Una densa mata de vello asoma bajo su axila.

-Mi oficio es así de puñetero. Y lo sabes -añade dando un toque cariñoso con el puño cerrado en la mandíbula del porteador.

-¡Me podías haber dicho algo, coño! O haber dejao recao. ¿Y dónde está tu padre? Tampoco se le ha visto en estos días.

-Lo llevé con mi hermana. Pero en cuanto he vuelto, me lo ha largao otra vez. Nadie lo aguanta. Es un hijo de puta. Lo ha sido toda su vida. Y ahora con ochenta años, aún más.

Se oye una voz de timbre hosco que desde dentro de la vivienda reclama al hombre de la camiseta de tirantes.

-¡No se morirá el muy cabrón!

Y se queda mirando hacia el interior de la vivienda con ojos cargados de un resentimiento antiguo.

-Te dejo, que andarás con mucho lío -dice Aurelio al verlo tan contrariado.

-¿Ya te recoges?¿No bajarás a la cantina? -pregunta en un repentino cambio de humor mientras se acaricia con la mano libre el vientre para bajarla como descuidado, hasta la entrepierna donde ejecuta un movimiento de recolocación de su sexo.

Aurelio no ha perdido detalle del gesto.

-Si tú te animas…

-Lo de la cantina… no sé.

-O lo que sea. Unas cartas… o echamos una parrafada.

Ahora la mano del vecino, de manera aparentemente distraída, acaricia su cuello corto y grueso; y seguido, se rasca el rostro de barba recortada bajo un pelo oscuro rapado al uno.

-No estaría mal que me contases como está el barrio. Hace diez días que no sé nada y… vengo con ganas de que me cuentes.

Vuelve a darle un leve toque en la mandíbula con el puño cerrado.

-Yo también tengo ganas de contarte.

Sus miradas se cruzan. Son segundos eternos.

-Entonces te espero.

El vecino desciende las escaleras y Aurelio prosigue su ascenso tras el acuerdo.

Pasada una hora, el porteador sale de su vivienda en el cuarto piso, con una bolsa de plástico llena de basura. Baja despacio las escaleras hasta el portal como si no quisiera hacer ruido. Ya en la calle, deposita la bolsa en el cubo comunitario.

La niebla lo cubre todo y no se ve con claridad más allá de unos escasos metros.

Saca del bolsillo su paquete de tabaco barato medio aplastado, toma uno de los cigarrillos sin filtro, lo estira con los dedos y se lo pone en los labios. Lo prende. El humo que exhala de su boca se pierde en la niebla. Observa distraído la trayectoria pero sus ojos advierten que hay luz en la ventana del primer piso, el del vecino camionero. Una silueta se recorta tras los visillos y una mano los aparta ligeramente, la misma mano que le ha dado ese par de leves toques en la mandíbula.

Unos pasos apresurados por la otra acera le distraen hasta que el sonido de esos mismos pasos se aleja.

Aurelio vuelve a mirar hacia la ventana. Aún ve la mano.

Da una última calada al cigarrillo y arroja la pava a las fauces de la noche.

Entra en el portal y cierra las hojas del vetusto portón de madera.

Sube hasta el primer piso. Se encuentra la puerta del vecino entreabierta. La luz que sale del interior le ilumina una fracción del rostro.

Escucha el rumor de una radio sintonizada con un programa de variado contenido salpicado de anuncios comerciales:“Es el ColaCao desayuno y merienda ideal…”

Aurelio, con extremo cuidado, empuja la puerta y entra en la casa. Hay un estrecho pasillo. Lo recorre hasta una pequeña sala de estar. Una lámpara de pantalla cónica aporta una luz difusa, como de habitación de enfermo terminal, en el saliente de una alacena. En las paredes cuelgan fotografías, antiguas y recientes, de acontecimientos familiares.

En el suelo y arrinconado, arde un brasero de carbón.

La voz de la radio viene de las habitaciones, a su derecha. A la izquierda queda el baño cuya puerta está entreabierta y donde hay luz.

La abre y encuentra allí a su vecino, sentado en la taza del váter con los pantalones y calzones en los tobillos. Sujeta con sus fuertes manos un diario deportivo que deja caer. Tras el diario aparece su sexo, grueso y nervudo, en erección.

Aurelio cierra la puerta. Las voces de la radio, que hablan de la reposición del “Don Juan” con motivo de la fiesta de difuntos, se amortiguan.

El vecino se acaricia la verga de arriba abajo hasta rozar los gruesos testículos. De la punta del glande resbala una gota trasparente y pegajosa.

Un cambio repentino en el ritmo de las melodías de la radio hace que Aurelio vuelva la cabeza precavido. Han comenzado a emitir una melodía de moda que canta Conchita Bautista:”Estando contigo”

Se pone a cuatro patas, y como si fuera un animal, se aproxima hasta el camionero. Lame sus muslos en dirección a los huevos. Alcanzados estos, los olfatea, les da unos ligeros toques con la lengua y por fin, los chupa con absoluta fruición.

El camionero emite un hondo suspiro de satisfacción.

Aurelio sube con sus besos por el cuerpo recio, venoso y untuoso del miembro. Sus labios se manchan del fluido, su nariz capta el aroma que tanto le emociona desde la primera vez que tuvieron un contacto siendo unos chavales.

Se detiene en el frenillo. Pega a él los labios y lo lame tiempo y tiempo. El preseminal se vierte abundante y mancha su rostro. También le entra en la boca transmitiéndole el sabor a hombre, a sexo de hombre, a placer de hombre.

-¡Joder! -suelta el vecino- No puedo vivir sin esto.

Aurelio alza la vista sin apartarse de lo que tan bien le sabe, para encontrarse con el rostro sufriente de placer de su amante, los brazos levantados, la camiseta de tirantes pegada a su velluda piel y las manos cerradas formando unos temibles puños con los que se podría pensar que lo amenaza si por cualquier motivo interrumpe las atenciones sobre su sexo.

Le gusta verlo así, torturado por los juegos de su boca en tan espléndida polla. Y para rematarlo, se traga el terso y violáceo glande muy despacio hasta llevarlo a lo más hondo de su garganta.

La mamada se prolonga por tiempo en un pausado sube y baja.

-Me estás matando, cabrón -profiere el camionero.

-Tú me enseñaste.

El corto diálogo sólo ha sido una minúscula pausa en el intenso deglutir de sexo a un ritmo agónico.

¡Y pensar que la primera vez que tuvieron contacto con sus sexos fue casi a la fuerza…!

Años atrás, su vecino, entonces un chavalote de pésimo carácter (decían que a causa del trato violento del padre) y físico de una fortaleza inusual para sus quince años, actuó con habilidad. Su familia llevaba apenas un par de años en el barrio y con el crío flaquillo que vivía en el cuarto había cruzado escasas palabras.

Pero una noche de verano, Aurelio, camino de los doce años y medio, esperaba la llegada de algún conocido con quien subir las sombrías escaleras a las que les tenía pavor.

El primero en llegar fue su entonces nuevo vecino que regresaba de jugar un partido de fútbol, la camiseta pegada al cuerpo por el sudor y los pantalones cortos a punto de reventar por el volumen de sus muslos ya cubiertos de un oscuro vello.

-¿Qué haces aquí? -le preguntó.

-Nada -contestó Aurelio esquivo.

-¿Qué pasa, te da miedo la oscuridad?

Agachó la cabeza por toda respuesta.

-Sube conmigo.

Aurelio, fastidiado porque ese muchacho fuertote le viera débil, lo siguió.

Entraron en el portal,aquella noche incluso sin la débil iluminación de la solitaria bombilla de lo alto de la escalera.

-¿Qué piensas que te puede pasar? -le preguntó el adolescente deteniéndose en plena oscuridad.

-Pienso en monstruos.

-Eso es una bobada. Los monstruos no existen. Pero los hombres guarros, sí -dijo enigmático- Esos son los peores.

-¿Hombres guarros?

-Los que te esperan para hacerte guarradas.

-¿Qué guarradas?

-Te esperan con la picha fuera para que les hagas una paja. O peor.

Aurelio se juntó al muchacho como si su solo contacto ya lo protegiera.

-¿Y si hay uno?

-No te preocupes. Yo te acompaño hasta tu casa. Sé lo que hay que hacer pa espantarlos.

Los dos subieron con todas las precauciones hasta el cuarto piso.

-Hemos tenido suerte y no nos hemos encontrao a ningún monstruo ni a ningún hombre guarro.

-Gracias por acompañarme.

-¿Quieres que te enseñe lo que tienes que hacer si te encuentras a un hombre guarro?

-Bueno.

-Pues vamos arriba, a las buhardillas, y te enseño.

-Es que…

-No seas miedica y ven.

Salvaron el corto tramo hasta la última planta con Aurelio no muy convencido de lo que hacían.

Las buhardillas se disponían a ambos lados de un pasillo oscuro como boca de lobo. Los más negros temores se enroscaban en la imaginación del pequeño.

-Me voy a mi casa -dijo cada vez más asustado.

Pero el vecino le tomó firme de una mano.

-Estás conmigo. Nadie te hará nada. Te lo prometo.

Y condujo a Aurelio hasta el interior de una de las buhardillas con la puerta desvencijada. Olía a enseres viejos enmohecidos. Por un ventanuco sin postigos con tan solo medio cristal en su sitio, penetraba una débil luminiscencia.

-¿Ves? No pasa nada. Y ahora escúchame: imagina que yo soy uno de esos hombres que te está esperando con la picha fuera para que se la toques.

Despacio, dando tiempo a que el pequeño asimilase lo que le proponía, se bajó los pantalones cortos. De ellos escapó su sexo en completa erección. Parecía un animal con vida propia en la penumbra de la buhardilla, tanto por el tamaño como por la firmeza. Aurelio se quedó sin aliento al verlo.

El adolescente comprobó que el chaval había quedado impactado y siguió con su estrategia.

-Lo que tienes que hacer ahora es pegarme una patada en mis partes. Vamos, patéame.

Aurelio no podía apartar la vista del primer sexo en erección que veía en su vida que no fuera el suyo.

-Dame una patada, venga.

Confundido por lo que sentía, intentó el golpe. El vecino le atrapó la pierna sin dificultad y lo atrajo contra sí.

-Mira lo que te puede pasar si no le das bien la patada.

Lo empujó contra la pared y apretó su cuerpo desarrollado contra el del zagal.

-No te has defendido bien y lo vas a pagar.

-No déjame -trató el pequeño de oponerse.

Pero el vecino no lo soltó y ,muy despacio, coló su mano por el pantalón del pequeño hasta agarrarle la picha.

-Ya te tengo.

Al contacto, el miembro de Aurelio se llenó de energía y terminó tan duro como el del adolescente.

Éste le bajó los pantalones y juntó ambos sexos.

Aurelio sintió una corriente hasta entonces desconocida que le transmitía gratas sensaciones. El contacto con el cuerpo de ese muchacho le excitaba sobremanera.

-¿Te haces pajas? -preguntó el mayor acariciándole el glande.

Aurelio negó con la cabeza.

-¿No sabes? Se hacen así.

Sus palabras las acompañó con lentos movimientos masturbatorios sobre la picha del crío. Al poco lo tuvo experimentando las primeras fases del placer.

-Házmelo a mí también.

Aurelio echó mano a la sobresaliente polla. Conoció el tacto suave y cálido del sexo de otro chico. Y conforme el placer le llenaba, más se esmeraba en la manipulación sin importarle el líquido viscoso que impregnaba su mano.

-Espera. Si continúas voy a correrme. Deja que baje el gusto y volvemos a empezar. Así dura más. A mí me enseñó mi primo. Nos lo pasábamos bien los dos en casa de mi abuela. ¿Te lo estás pasando bien?

Aurelio asintió. El muchacho lo tenía embelesado.

-Venga, vamos a darle otra vez.

Reanudaron la masturbación recíproca y la interrumpieron por la misma causa dos veces más, hasta que el orgasmo no permitió aplazamientos.

De la picha de Aurelio apenas se derramaron unas gotas de un esperma inmaduro. Pero de la polla del vecino salieron hasta tres chorros de un denso esperma que se estrelló contra el vientre del pequeño.

El vecino,complacido, le restregó el sexo por la carne húmeda de lefa y acabó estrechándolo contra la fortaleza y el calor de su cuerpo.

-¿Te ha gustado? -le susurró al oído

-Sí, mucho. ¿Por qué a ti te sale tanto y a mí nada?

-Ya te llegará. Podemos hacerlo más veces hasta que te salga como a mí.¿Quieres?

-Sí.

-Y que nadie se entere.

-Nadie.

*

“Me siento feliz, feliz, felizzzz” termina la canción Conchita Bautista en la lejana radio.

-Quieto -dice quedo el camionero sujetando la cabeza de Aurelio- Quieto. ¿O quieres que me corra ya?

El porteador se separa de la verga a regañadientes. Tiene los labios y las mejillas manchados de preseminal.

En la radio, ahora, se escucha la sintonía de las noticias de Radio Nacional:“Su Excelencia, el Caudillo, ha inaugurado el pantano de…”

El vecino levanta a Aurelio del suelo.

-Despelótate.

-¿Y tu padre?

-A la mierda ese hijo de puta. Estará dormido. Desnúdate.

Aurelio se desviste. Su cuerpo duro y fibroso es puro músculo. Nadie diría que bajo su desastrada vestimenta se esconde un cuerpo tan perfilado. Pero los años de duro trabajo de porteador le han terminado por esculpir. Tiene la polla tiesa. No es espectacular, pero se ve tan dura como el resto de la musculatura.

El vecino lo mira vicioso y lo llama para que se siente sobre sus piernas con las nalgas apretadas contra su cipote. Cuando lo tiene como desea, le toma del pijo y se lo acaricia.

-¿Cuántas pajas te has hecho en estas dos semanas?

-Ninguna.

-¿Por qué? ¿No piensas en mí?

-Mucho.

-¿Y no te pone cachondo?

-Mucho. Pero me dijiste que no me la pelase.

-Solo quiero que te corras con mi polla en tu culo.

-Y lo cumplo.

-¿No me engañas?

-Solo no sé darme gusto.

-Me parece a mí que no me dices la verdad ¿No habrá en los sótanos del mercado alguno que te espere y te coja en una rinconada apartada?

-Ninguno.

-¿Y ese frutero que no hace más que proponerte? ¿Aún sigue buscándote?

-Lo intenta.

-¿Solo lo intenta?

Le vuelve el rostro buscándole la mirada.

-Dime la verdad: ¿Te ha metido mano?

Los dedos del vecino no cesan en su jugueteo sobre el frenillo de Aurelio sumiéndolo en un suave deleite.

-Hoy me ha invitao a ir a su casa. Se ha comprao un televisor.

Aurelio, casi ido de placer, junta su mejilla con la de su amante.

-¿Y tú querías ir?

-No.

-¿Por qué? ¿Seguro que no le has comido la polla?

-Yo solo me he comido una polla en toda mi vida, la tuya.

-Y que no me entere yo que en tu boca entra otro pijo que no sea el mío. Ni que te tragas otra leche que no sea la mía.

-No quiero otra. Solo la tuya.

El vecino lo estruja contra su pecho y su cipote casi se encaja en el culo de Aurelio. Con sus gruesos dedos, toma algo del seminal que brota incesante de su verga, y lo extiende por el rugoso ojete. Al poco, empuja con ellos y un par se cuelan dentro.

-Yo sí que he tenido que pajearme porque no paraba de pensar en este culo.

-No tienes derecho. Tu leche es mía.

-No pasa nada. Tengo más, tengo mucha más para ti.

Empuja los dedos con fuerza y le propina una fuerte cachetada en una de las nalgas. De la picha de Aurelio se vierte un untuoso goterón de lefa. El vecino lo toma y se lo extiende sobre su propio glande que, seguido, coloca contra el esfínter del porteador.

-¿En tu culo solo ha entrao mi polla?

-Solo.

-Y ¡ay de ti como me entere de que ese verdulero del mercao te la mete!.

El pijo del vecino ha comenzado a traspasar el ojete del porteador. No lo fuerza. Es una invasión pausada.

Mediada la penetración, Aurelio le agarra de los huevos. Se los acaricia despacio porque sabe lo mucho que le excita. Se lo decía siempre en todos los encuentros que tuvieron tras ese primer episodio en las buhardillas. “Agárrame los huevos”; y él cumplía.

-Agárrame los huevos. Sí, eso es. No sabes cómo me gusta.

Y allí estaba la muestra de que no mentía, un flujo que manaba de su polla aún mayor que de costumbre. Las manos de Aurelio pronto estuvieron completamente impregnadas de él.

-¡Joder, qué gusto me da!

Los encuentros entre ellos se habían sucedido regularmente, dos o tres por semana, durante los últimos dos años. El pequeño ya contaba por entonces con más de catorce y el vecino trabajaba de peón de albañil en una obra junto a un familiar que lo había enchufado.

-Me gusta ver tu leche. ¿A qué sabrá?

Aurelio hizo la pregunta con una de sus manos, manchada de preseminal, frente a su rostro.

-Sabe salao.

-¿Salao?

Pasó la lengua por la mano degustando el fluido. Y después se agachó frente al sexo excitado del peón.

-Quiero hacer una cosa. ¿Me dejas?

-¿Qué cosa?

Sin más explicación, comenzó a lamer el vigoroso miembro. Partió de los huevos y subió hasta el glande. Repitió el juego varias veces y observó que, como premio, obtenía una mayor cantidad de preseminal que se tragaba como si de un dulce jugo se tratara.

Esas atenciones bucales dispararon la excitación del mayor hasta más allá de lo que a la sazón creía que se podía llegar. Preso de tanta excitación, abrió la boca de Aurelio y le metió la polla. Al principio solo el glande. Pero fue tanto el placer que no paró hasta que le introdujo la mitad de la longitud.

El adolescente no se opuso ni protestó. Se sentía invadido pero colmado, como si se estuviese cumpliendo una fantasía que quizás rondase por su mente desde hacía días.

Trató el vecino de sacársela cuando el placer le venía a un ritmo acelerado el otro le agarró de los muslos negándose a interrumpir lo que estaba sucediendo y no pudo evitar correrse en su garganta con una intensidad que le obligó a morder uno de sus puños para no explayarse en un berrido que alertase a todo el mundo sobre las actividades de esos dos en las buhardillas.

Tras eyacular, levantó al joven de su posición apretándolo contra su cuerpo, vientre contra vientre, sexo contra sexo. Comenzó movimientos de pelvis con rozamientos húmedos de lefa sobre la polla del chaval.

-¿Qué me has hecho?

-Quería tu leche.

-Y yo quiero la tuya.

Y no cesó en el lúbrico rozamiento hasta que Aurelio soltó su esperma, para entonces ya abundante como el de un adulto.

Se miraron en la penumbra. El vecino le pasó un dedo por los labios. Aurelio se lo atrapó y lo chupó.

-Volvería a empezar -dijo el vecino.

-Es tarde. Mi madre me espera. Y en tu casa también te esperan.

Los muchachos se separaron y, tras limpiarse, cada uno bajó a su casa.

Aquella noche,Aurelio pudo oír por la ventana de la cocina que daba a un patio interior, la monumental bronca que el padre de su amante le montó, bronca que no quedó solo en palabras y que derivó en gritos, golpes y la rotura de algún objeto doméstico. Pero ya nadie se asombraba, por rutinarias, de esas broncas.

*

En la radio continúan las noticias: “Tiempo de deportes: el Águila de Toledo, Federico Martín Bahamontes, ha sido objeto de un merecido homenaje en su pueblo natal, como justo reconocimiento al extraordinario palmarés cosechado…”

En el baño, Aurelio siente el lento discurrir de la venosa y recia verga del camionero dentro de su culo.

-Clávamela entera -suplica.

-Como empiece, ya sabes lo que sucederá, que no me conformaré y te la estaré hincando hasta las tantas.

-¡Qué se le va hacer!

El vecino se incorpora de la taza del váter llevando consigo a su amante; le dobla el cuerpo sobre el lavabo y de inmediato lo penetra con la completa potencia de sus caderas.

Aurelio tiembla a cada embestida. Tiene que sujetarse a la pileta y para no terminar incrustado contra ella.

A través del espejo puede ver el rostro del vecino transfigurado por la emoción implacable del deseo.

-¿Esto quieres?

-Lo que tú me des.

El camionero redobla la velocidad de sus enculadas. Castiga las nalgas del fibroso porteador. Le toma del cabello como si fueran las crines de una bestia. Y Aurelio gime con ese trato violento y lascivo.

¿Cuándo sintió la necesidad de que su vecino le tomara por el culo? No recuerda ya. Pero sí recuerda, si accedemos a su memoria consciente, la noche en la que los dos subieron en peldaño más en el deseo que los une.

Fue en un edifico que habían desalojado tras un incendio porque amenazaba ruina, pero que nunca terminó de caerse, donde sucedió. Ya no se trataba de un par de críos jugueteando con sus pililas; los dos se afeitaban, incluso el vecino tonteaba con alguna chica. Pero sus encuentros no cesaban; seguían sin que ninguno dijera: dejémoslo ya.

Era verano. Era de noche y víspera de festivo. Se había jugado al fútbol con otros muchachos del barrio de manera gamberra y despiadada, más a meter pelotazos y reírse que otra cosa, reírse de manera infame y estúpida. Y cuando el juego se diluyó, se quedaron solos.

Ambos se habían dado cuenta de que se esperaban. No regresaron a sus casas sino que se refugiaron en el edificio en ruinas. Saltaron la tapia protegidos por la oscuridad. Se metieron por unas peligrosas escaleras con tramos ya en el vacío y alcanzaron la azotea.

En el cielo, una luna rojiza luchaba por recuperar su blanquecino esplendor.

Aurelio sacó tabaco y ofreció.

-No sé cómo te gusta eso -dijo el vecino rechazando el ofrecimiento.

-Otro vicio más -respondió el más joven- ¿Qué tal con esa chica con la que vas?

-No sé. Es una estrecha. No se deja meter mano.

-¿Y qué hacéis entonces?

-Nada. Un día nos besamos y tal y yo intenté tocarle el coño. Pero me cortó.

-Es una calienta pollas.

-El caso es que cada vez que pienso en aquello…

-¿Qué pasa?

El vecino se echó mano a la entrepierna exhibiendo el contorno de su miembro erecto bajo el pantalón.

-Esto pasa.

Aurelio se lo acarició.

-¿Te la ha visto?

-No.

-Pues enséñasela. Seguro que ya no se resiste.

Aurelio no dejaba de sobar la potente erección del vecino.

-Y si no, que me pregunte a mí. Aunque hay algo que no le puedo contar porque no lo sé.

Despacio desabotonó la bragueta y extrajo la verga lista para el placer.

-¿Qué no sabes?

-Qué se siente con ella dentro.

Los dos jóvenes se miraron.

El vecino le bajó los pantalones y el calzón. El sexo duro de Aurelio le saludó.

Después atrajo su cuerpo contra el suyo y le musitó al oído:

-¿Quieres sentirlo… ahora?

Le acarició las enjutas nalgas con la clara intención de meterse hacia su ojete.

-Dí. Quieres que te la meta. Y hablo en serio.

Con los dedos le alcanzó el ojete. Después le colocó la verga entre las piernas. El glande salía por el otro extremo y goteaba preseminal por los muslos del joven.

-Me da respeto.

-Tendré cuidao.

Empezó a pasarle los dedos sobre el ojete repetidamente. Incluso los untó con su seminal para que no le causaran molestia.

-Déjame. Quiero metértela.

El vecino comenzó un suave movimiento de sus caderas, como si le follara la entrepierna. Y de pronto le dio media vuelta hasta tener las nalgas de Aurelio a la altura de la verga. Se la puso otra vez entre los muslos y siguió deslizándosela.

-No me lo niegues.

-Me da miedo.

-Como cuando te encontré en el portal sin atreverte a subir las escaleras. ¿Y qué pasó? Que te enseñé todo esto -le dice masturbándole despacio- Déjame probar. Lo necesito.

Aurelio le tomó la verga y él mismo se la puso con el glande contra su ojete.

-Híncamela -es todo lo que dijo.

El vecino, lentamente, fue empujando y rompiendo la barrera del esfínter.

Dolía. Ya lo creo. Pero Aurelio no tenía intención de solicitar que se la sacara. Miró la luna rojiza en el horizonte que lentamente pasaba a tonos anaranjados camino de su familiar blancura. ¿Pasaría lo mismo con su dolor? ¿Se transformaría lenta y silenciosamente en un placer soñado y , sin duda, deseado?

La polla se abría paso sin precipitación hacia sus entrañas. La abundante lubricación que expulsaba, ayudaba.

-Tranquilo. Relájate. No te opongas. Está entrando casi sola.

Aurelio sentía que se iba a romper en dos de un momento a otro. Pero aguantó. No quería mirar atrás. Había empezado y seguiría hasta el final, costara lo que costase. Porque estaba con él, con ese chavalote que no tenía miedo a la oscuridad ni a los hombres guarros que habitaban en las sombras.

– Ya está. La tienes dentro y entera.¡Dios, qué ganas de tenerte así! -confesó el vecino.

Cayeron al suelo sucio de la azotea.

El vecino se la tuvo metida sin moverse hasta que el dolor se hizo familiar y soportable.

-Como me mueva, me corro -le dijo.

Tomó la polla de Aurelio, que había quedado lánguida y adormecida. Se la acarició como solo él sabía y le transmitió de nuevo ánimo. Cuando le devolvió la entereza, comenzó a follarle.

La difusa luz de la luna caía sobre ellos convirtiéndolos en figuras casi irreales.

Al cabo de unos minutos de entrega a ese primer coito serio entre ellos, estuvieron en un estado nuevo y muy diferente de lo que hasta entonces habían sentido. Sus rostros se juntaban y se rozaban. Sus manos querían la piel entera del otro y no solo el sexo. Y las labios de ambos se unieron por vez primera.

Nada de aquello estuvo previsto. Ni tan siquiera soñado.

Aurelio no necesitaba que su amante le tomase del sexo, tenerlo dentro le era suficiente. Y así sucedió que cuando la verga de éste comenzó a agitarse escupiéndole la lefa en las entrañas, le alcanzó un orgasmo de toques invisibles que lo condujo a una eyaculación tan viva y rusiente que creyó que se le escapaba la vida. Pero lo que se le escaparon fueron los restos de la inocencia y las últimas escamas de la pubertad.

Habían entrado ambos en otra dimensión y puede que en una unión secreta y sombría de la que ninguno sabría ya cómo salir.

*

Ahora, en la penetración no existe dolor sino un conocimiento certero de cómo follar para darse el mayor placer. Por eso, el camionero desliza exclusivamente la punta de su polla en el primer tramo del culo de Aurelio por un largo minuto provocándole un deleite extremo que se traduce en un lento goteo de semen desde el pijo de éste. Después, se la clava hasta los huevos por otro largo minuto dejándole exhausto.

-¿Esto quieres?

-Sí, sí. Dame más.

-¿Quieres más?

-Por favor, machácame.

-No. Ahora toca suave, lento, así…

El camionero otra vez le trabaja con la sola punta del miembro y Aurelio se muere de placer. Y al cabo, retorna a entrarle la verga entera.

-¿Quieres mi leche?

-¡Joder, sí!

Aurelio le coge los huevos, se los estruja, se los estira… Y el camionero comienza a descargarle cuanta lefa almacena en ellos.

Ido de placer, lo arrastra con él hasta la taza del váter y allí le vuelve el rostro buscándole los labios mientras del pijo de Aurelio no paran de manar grumos blanquecinos en suaves oleadas que parece no van a terminar.

Los dos hombres, perdidos en su delirio carnal, no se percatan de que la puerta del baño comienza a abrirse despacio, como si algún ente misterioso la empujara.

Pero no es un ente misterioso quien finalmente aparece al otro lado de la puerta; es el padre del vecino en paños menores y con rostro desencajado al comprender en toda su crudeza el sentido de la escena que contempla con sus ojos de viejo. Ojos que del asombro, viran a la incredulidad para desembocar en una cólera viva e incontrolable.

-¡Maricones! -les insulta.

Los dos cesan de besarse y vuelven las cabezas hasta encontrarse con la estampa del viejo indignado y rojo de ira.

-¡Maricones! -repite el viejo.

Aurelio y el vecino están como petrificados, presos de una parálisis de la que no saben escapar.

En la radio ha comenzado la sintonía de un programa satírico que sigue al noticiario: “Yo soy el zorro zorrito, para mayores y chiquititos”

-¡Maricones! -repite por tercera vez el anciano a quien el mentón y las manos han comenzado a temblarle.

El camionero, recuperado del primer impacto, mira a los ojos del viejo sosteniendo su mirada cargada de odio. Muy despacio, vuelve el rostro de Aurelio hacia el suyo y junta sus labios con los de éste besándole con todo el vicio de que es capaz.

El anciano, presa de un temblor generalizado de su cuerpo, da un paso hacia atrás. Y otro. Suelta la puerta del baño. Trastabilea al intentar un paso más y pierde el equilibrio. Le acoge el frío suelo de baldosas.

Aurelio tiene un conato de acudir en su ayuda pero el vecino se lo impide.

El viejo respira agitado, la mirada perdida y una convulsión en el cuerpo mientras trata de insultarles otra vez. Pero el insulto se le queda en los labios y la agitada respiración se frena en seco.

Los amantes permanecen quietos sobre la taza del váter.

Solo se escuchan las voces graciosas del programa satírico.

Entonces, el vecino abraza con fuerza a Aurelio y le dice:

-Vamos a darle tiempo al diablo para que se lleve su puta alma al infierno.

Y comienza a besarle con toda la intensidad de que es capaz. Intensidad a la que Aurelio responde por igual.

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