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Arrepentidos los quiere Dios. (Capítulo 35)

Capítulo 35

–Cariño. Me dijo Sergio, vamos a empezar nuestra nueva vida a lo grande. Tengo reservada mesa en el restaurante Jockey; uno de los mejores de Madrid.

–¡Dónde me lleves amor, seré dichosa!

Comimos opíparamente, pero observé un detalle que no dejó de sorprenderme: la forma tan genuina que tiene Sergio de limpiarse los labios a golpecitos con la servilleta antes y después de beber el vino que acompaña a la comida, por lo que nunca manchaba la copa. Esta vez fue distinta, no se la limpiaba, por lo que iban dejando sus labios una gran huella en los bordes la misma. Hecho que jamás observé en casa.

Las costumbres no se cambian de la noche a la mañana, por lo que empecé a sospechar que aquí había gato encerrado. Pero lo que no me cabía ninguna duda, que, si este no es Sergio, es un clon perfecto.

¡Por conseguir una donación de mil millones de pesetas, cualquiera es capaz de todo!

Llegamos al hotel sobre las cinco de la tarde. No cesaba de hacerme arrumacos en el taxi; suavemente y con mucho cuidado para que no me viera el taxista que no cesaba de mirar por el retrovisor. Posé mi mano derecha en su bragueta, y lo que no cabía duda, que aquel pene es el de Sergio. Parecía que le iba a reventar la cremallera.

–Estoy deseando llegar al hotel cariño. Me dijo con una expresión extraña en sus ojos. Ardo en deseos de “comerte la almejita”.

Los ojos sin duda eran los de Sergio, pero la luz que se desprendía de ellos, no tenían ese fulgor que tan bien conocía, y que tanto me cautivaban; eran más bien resplandores, por lo me sentí confundida, aunque también pudiera ser, que el cambio del pueblo a la ciudad, haya influido en sus hábitos. Yo misma había cambiado de apariencia en cierto modo.

Pero lo que me confundió totalmente fue en la cama. El Sergio sacerdote con el que me acostaba en el pueblo, era más bien retraído en las técnicas del amor.    Tenía que ser yo la que me lanzara hacia él. Pero este es un volcán.

 Me dijo: hoy vas a saber como folla el hombre, no el cura.

Pensé: Es que se hartará de follar siendo sacerdote.

Efectivamente, salía de la ducha envuelto en la toalla de baño; me tomó en sus brazos y me llevó a la cama como si fuera una mariposa.

Y al igual que una sisella en vuelo, me sentía en sus brazos; o como una novia en su noche de bodas. Estaba deslumbrada, anonadada de la fuerza de un Sergio completamente desconocido; parecía que era la primera vez que hacíamos el amor.

Nunca me había lamido el sexo, pero esta vez se bajó a mi vulva con una avidez que me dejó atónita; parecía que tenía un motor en la boca; sus lamidas eran electrizantes, de alto voltaje. Me retorcía de gusto.

Me dio la vuelta como se da a la página de un libro, abrió la rajita de mi culete con los dedos índices de ambas manos, y me lamía el ano con una potencia arrolladora. Pero totalmente impropio del Sergio cura.

¡Qué lengua, madre mía! aquello no era lengua, era un martillo pilón; repicaba la punta en mi “agujerito marrón” como un colibrí en la flor de la que liba.

El orgasmo fue de antología; sin embargo, más bien mecánico que espirituoso. Si en vez de haber estado con el hombre que pretendía ser inmensamente feliz el resto de mis días, hubiera estado con un consolador a pilas incansable en sus vibraciones.

Este Sergio es una máquina de lamer; no era aquel de mirada lánguida pero penetrante que se debatía en mi cama entre el placer y el pecado.

¡Uffff! ¿Dónde has aprendido estas cosas? En el pueblo no me las hacías. Le dije extrañada

–Ya te he dicho, que, ibas a conocer al hombre, no al cura con el que ya intimabas, por eso no es de extrañar que te sorprendas.

–¡Por cierto! cómo vas del constipado, te noto la voz algo tomada.

–Sí, cariño, mis constipados suelen afectarme a la garganta, pero seguro que “los jugos” que he degustado, serán como ese jarabe que todo lo cura.

Estaba su falo tan encendido, que me dispuse a aplacar aquel “palo ardiendo”, y aquí fue cuando se dispararon todas mis alarmas: al aproximar mis fosas nasales a la zona, me sobrevino un aroma totalmente distinto a aquel que tanto me conquistaba. Este olor no es aquel que, penetrando por mis conductos sensoriales, me llegaba hasta lo más recóndito de mi alma, y enervaba mis sentidos, no. El aroma de “la potrera” de este Sergio, me llegaba al estómago, no al espíritu, y me resultó hasta desagradable. Y cuándo eché su prepucio para atrás con ánimo de llevarme a la boca su glande, y ver aquella especie de requesón que se les forma a los hombres que no cuidan su higiene en la zona que bordea el frenillo, tuve que evitar unas arcadas para no llamar su atención.

–¿Qué te pasa cariño? ¿Por qué te paras?

–Nada mi amor, creo que me han sentado mal las angulas, tenían mucho picante. ¿No te importa que paremos y seguimos después?

–Pero mi amor, ¿me vas a dejar así? Dijo llevando su mirada a “sus bajos”.

–Lo siento cielo, comprende. ¡Anda! ve a darte una ducha, y a la noche te haré inmensamente feliz.

–Vale corazón, y no te preocupes, tenemos toda la vida para estar juntos.

Estaba completamente segura, que éste no era el Sergio sacerdote párroco de mi pueblo. Entonces ¿Quién era?

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