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-Sana… y entera, Coronel.

-Entera? Qué edad puede tener? -responde, asombrado. De esa etnia lo poco que sabe es que las mujeres se casan cuando aún son niñas.

-Pues esta chica parece que de niña tiene ya poco, y de haber catado hombre… sabe poco también. Te has quedado con una joya. Está en buen estado, buenas caderas, flacucha y con signos de trabajar como pocas. Los dientes bien y los análisis correctos, dentro de la necesidad que haya podido vivir en tiempos de guerra.

-Gracias D. Luis. Puedes retirarte.

Joan era Coronel desde que estalló la Guerra Civil. A la muerte de su padre, el Gran Coronel Silvio Gómez, le sucedió por el arte de las prisas, y sobre todo por ser alguien con muchas agallas y sangre fría. Viudo desde hacía varios años y prometido con la hija del empresario de tejidos más rico de España, nada podría irle mejor. Desde su posición la guerra era algo que debía afrontar con energía, pero podía disfrutar de una vida cómoda y agradable a las afueras de Sevilla, desde donde se podían oír los bombardeos, pero apenas le llegaba el problema. Coordinaba a la perfección el perímetro que el General Franco le tenía dispuesto, y su misión más importante, aunque macabra, era eliminar cualquier atisbo de “rojo” al frente. Ante la duda, pum!

No le temblaba el pulso. Ni siquiera esa noche en la que le avisaron de un asentamiento gitano a las afueras de Carmona. “Los gitanos van al mejor postor”. Le decía su segundo a bordo. Para él nunca fueron gran problema. Los gitanos izaban la bandera que más les convenía, pues de todos es sabido, no predican con ninguna política, con ningún bando ni con colores. Pero suponían una amenaza, pues los republicanos podían coger a todos los hombres como armamento, y ante la merma en la zona del ejército franquista, había que cuidarse. Y así hizo. Mandó a un batallón de la Legión a acabar con el asentamiento. Hombres, niños y ancianos debían ser aniquilados. Las mujeres que estuvieran en buena edad, podrían ayudar a levantar la moral de las tropas. Llegó cuando metían a las mujeres en un camión descubierto, y ese cabello negro centelleó con el reflejo de la luna. Bajó del comboy y aceleró el paso, mandando a frenar el camión. Asomó la cabeza, y la chica, con la mirada clavada en el suelo, brillaba. Mandó bajarla. Con las manos atadas a la espalda, la colocaron frente a él. El coronel la observó de arriba abajo. Era realmente preciosa. Cabello negro revuelto de la lucha que habría dispuesto para meterla en el camión, piel morena, tostada, iluminada por el sudor y unos ojos marrones claros, que contrastaban entre tanta oscuridad.

Sí, preciosa.

Ahora daba vueltas en su despacho. Excitado por la idea de que ningún otro hombre hubiera rozado su piel, ni la hubiera hecho mujer. El calor le subía por el cuerpo, y ante tal agonía, actuó en consecuencia.

-Matilde, dile a Sara que me prepare el baño.

-Sí, señor.

Matilde era su ama de llaves. Una mujer dispuesta a pesar de su avanzada edad, que disponía todo aquello que él pedía sin rechistar, habiendo servido primero a sus padres, y ahora a él. Callada, prudente y servicial. Era perfecta para el momento. Al cabo de unos minutos, Sara estaba en la puerta.

-Señor, le preparo el baño en un momento. Matilde le había dado la orden de manera clara y concisa, pero su rostro se volvió tierno y la agarró del brazo. “Cuánto menos te resistas, menos te dolerá, hija”. Sara se quedó paralizada. Nunca había estado a solas con un hombre, pero recuerda a sus cuñadas contando sus noches de boda. Sólo podía recordar las palabras dolor y sangre. Sentía el corazón en su sien, y tras largos segundos de espera, Matilde le advirtió “Abre bien las piernas y respira hondo, acabará en unos minutos”.

Ataviada con una falda larga de tela gruesa marrón anudada delante y una camisa abotonada en un color beige, Sara se dispuso a llenar la bañera del coronel. Joan la miraba desde su mesa de trabajo, donde daba la sensación que estudiaba el terreno a batir al día siguiente. Nada más lejos de la realidad. La miraba, la imaginaba desnuda y no podía más. “Ya está lista, Señor”. Joan se levantó y Sara se apartó hasta la puerta. “Quédate”. Recta, asustada y con la cabeza al suelo, sentía como el coronel se iba desnudando. Recogió la ropa y la dejó en una cesta para tal efecto, Volvió a su posición.

-Sara, mírame. Joan, desnudo, de pie, firme, la miraba con rudeza. La quería y la quería ya. Se acercaba lentamente como fiera a su presa, sereno, excitado… su miembro estaba a punto de estallar del deseo.

-¡Mírame! ¡Es una orden!

Sara abrió los ojos, llorosos… y temblando le miró a los ojos.

-Mírame entero.

Ella sabía a lo que se refería. Él quería que lo viera desnudo. Con una mirada fugaz lo vio todo. El cuerpo del coronel era bello a pesar de su edad (rondaba los 45), con pelo justo en el pecho que le daba un aire varonil, vientre plano y estaba muy… excitado. Se acercaba despacio hacia ella, y cogiéndole la cara con sus manos, la besó. Los ojos verdosos del coronel se clavaron en los suyos. Mientras la besaba, hizo que su mano lo acariciara. Estaba caliente y era suave. Y estaba dura. Sintió la mano mojada de un líquido pegajoso que salía de la punta, mientras seguía con el movimiento que él le guiaba. Al cabo de unos segundos, desató el nudo de su falta, arrancó la camisa y desnuda, la tendió sobre la cama. “Abre bien las piernas y no pongas resistencia, así te dolerá menos”. Recordaba una y otra vez la voz de Matilda en su cabeza. Joan abrió sus piernas y se quedó quieto encima de ella. La besaba con todas las ganas que sentía, acariciaba sus pechos y éstos se endurecían. Él veía la excitación de Sara. Sus pezones oscuros se iban haciendo pequeños y duros, la piel de gallina, sus ojos cerrados… podía oír pequeños gemidos, apenas imperceptibles… oía su corazón. Acercaba su sexo al de ella, y con un dedo pudo ver que ya estaba lista. Mojada, entregada. Iba a ser suya. La guio hasta la entrada. La miró. Alzando la cadera, dejó caer su primera embestida. La sintió caliente, húmeda, estrecha. Un gemido ahogado salió de la garganta de Sara. Le ardía. Notó como las paredes de su vagina se abrían ante su polla, larga y dura, hasta el fondo de su ser. El peso de él encima apenas la dejaba respirar. Sólo se aliviaba cuando levantaba la cadera y al segundo volvía a embestirla con más fuerza. Le dolía. “No te resistas, acabará en unos minutos”. Y una y otra vez, Joan embestía gimiendo, besando y pasando su lengua por cada rincón de su cuello, oliendo una mezcla de lavanda y sudor, que lo ponía aún más excitado.

Era ella, ahí debajo de él, con sus piernas abiertas, sus pechos desnudos… era ella… era Sara. Sintió sus manos agarrando su espalda y aceleró el movimiento. Una y otra y otra y otra vez… y vertió en ella todo su ser. Sara sintió como le llenaba las entrañas de un líquido caliente y cerró los ojos. “Se acabó”, pensó ella. La miró y se retiró. Al cerrar las piernas notó cómo se derramaba el semen de dentro. “Es normal. Espera”. Joan cogió una toalla y la secó. Vio el semen abundante saliendo, mezclado con la sangre de la primera vez. Manchada la toalla y la sábana, Joan la miraba. Lo excitaba sólo pensar que nadie más había estado donde él está. No imaginaba hacerlo con nadie más que con ella. “Era de él o no era de nadie”, se sorprendió pensando. Era una mezcla de deseo, ¿amor?, y propiedad. Era suya, suya y de nadie más. Una punzada de celos sin sentido se apoderó de él.

Al levantarse de la cama, Sara vio la mancha de sangre. Helada, sintió vergüenza por haberle manchado las sábanas al coronel.

-Cambio las sábanas en seguida, Señor.

-Sara.

-Lo siento mucho, Señor… no sabía que eso… en un momento se las cambio y las lavo… se quedarán bien se lo prometo… Dios mío…

-Sara. Mírame. -Joan, sentado en el filo de la cama la atrajo hacía sí, hasta sentarla en sus rodillas, aun desnuda, sudando, temblando.- Estás bien?

-… sí, señor.

-¿Sabes qué es esto? -dijo señalando la mancha de la cama.- Es el mejor regalo que me podrías haber hecho. No te avergüences. ¿Te ha dolido? -aparentaba preocupación por haberle hecho daño, pero en el fondo le excitaba pensar en su dolor. Eso la hacía más suya, eso lo hacía más hombre, más arriba, y a ella más suya.

-Sí… ha dolido un poco…

-Bien… ¿te duele ahora?

-Me escuece…

-Bueno… ¿te gustaría repetir? -sólo con la pregunta, sintió como de nuevo su polla se endurecía. Ella, tan frágil, tan dispuesta, tan bella. Ignorante de que a partir de ahí, sólo estaba él. No habría nadie más. Sara no contestó. Quizás no sabía ni qué contestar. Le ardía su sexo y le escocía… el acto anterior le había dolido y, aunque había intentado mantener la calma, era difícil con las embestidas que Joan le daba. Parecía que la partiría en dos en cualquier momento. Con la pregunta del coronel, se sintió mojada, el corazón le latía más deprisa y no sabía bien si quería o no. Era un hombre guapo. Contrastaba su color con el que ella estaba acostumbrada. Blanco como la nácar, rubio y con ojos verdosos, con una barba a punto de salir que le había destrozado el cuello, una boca limpia y perfecta…”¿duele siempre, señor?”

-No.

La levantó de sus rodillas y se sentó en la cama. Apoyó su espalda en el cabecero y la hizo subirse encima de él… agarró firme y apuntando a su entrada… y la sentó de golpe… Sara echó la cabeza hacia atrás, mientras Joan agarraba sus caderas sentía el pelo caer en cascada, negro… y cogiéndolo con fuerza le mordió su cuello mientras ella bajaba y subía sobre él… gemían… se besaban… chupando sus pezones… mordiéndolos… la notaba estremecerse entre el dolor y el placer… en pocos minutos sintió cómo Sara suspiraba con más fuerza… con más ganas… “se va a correr”… y será con él dentro, con su polla dura, entrando y saliendo de su cuerpo… cuando entre sus manos el cuerpo de Sara tembló.

Se agarró al cuerpo de Joan, tiritando, extasiada, y con dos golpes de cadera volvió a notar el líquido caliente del coronel entrar. En esa posición, casi a la misma velocidad que entraba… salía… manchándolo todo. En esa posición se quedaron mirándose, exhaustos, sin saber qué estaba pasando. Ella, habiendo vivido la sensación más extraordinaria de su vida. Él, con las ganas de un toro, sintiendo que no, no era suficiente. El haberla sentido correrse con él había sido algo increíble, algo distinto a todo lo demás.

La miraba y pensaba que estaba perdido…

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