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Desafío de galaxias (Capítulo 1)

Este relato que empiezo a publicar hoy, no es la segunda parte de “Matilda, guerrero del espacio”. Aunque el marco es la República Federal Galáctica, heredera del régimen imperial de Zannar II, es una historia que nada tiene que ver con las aventuras de Matilda y la Princesa Súm, aunque se hace referencia a ellas: la época de las espadas místicas, casi ha finalizado. Hace tiempo que publiqué este relato, pero posteriormente decidí darle otra vuelta para intentar mejorarlo: no sé si lo habré conseguido.

 

Capítulo 1

—¡Reverenda madre, reverenda madre, despierte! —la apremiante voz, la sacó del profundo sueño en el que estaba sumergida: algo excepcional en una mujer que dormía poco—. ¡Rápido! Tiene que levantarse.

—¿Qué ocurre, hermana? —respondió incorporándose levemente. Ante ella vio, levemente iluminada por la débil luz que desprendía el farol que llevaba en la mano, a una de las sacerdotisas con cara asustada.

—¡Dese prisa! —la volvió a apremiar—. Tiene que bajar inmediatamente a la Cámara de las Reliquias.

—Pero ¿que pasa? —insistió la abadesa.

—Es Eskaldár…, resplandece.

—¿Qué? —preguntó con incredulidad.

—Que resplandece, que se ha iluminado.

La abadesa permaneció inmóvil unos segundos intentando asimilar las palabras de su compañera de monasterio. Se levantó rápidamente y sin cambiarse la ropa de dormir salio de su celda, echándose una toquilla sobre los hombros. Seguida por la sacerdotisa, descendió hasta el nivel más bajo del monasterio y enfilo un largo y sombrío pasillo. Al fondo, una decena de monjas a medio vestir pugnaban por mirar por el ventanuco de la puerta por el que salía un resplandor azulado.

—¡A ver hermanas! Calmaros y dejarme pasar, —la autoritaria voz, junto con un par de palmadas, hizo que se apartaran despejando la puerta. La reverenda madre se asomó al ventanuco y miro fijamente al origen del resplandor que ilumino su rostro tiñéndolo de azul. Se apartó, y abriendo un cajetín situado al lado de la puerta, colocó la palma de la mano en el sensor y tecleo un código. La puerta se entreabrió con un chasquido seco. La abadesa la empujo y se acercó fascinada a la legendaria espada de Matilda, mientras las sacerdotisas, en número creciente, iban llenando la cámara arremolinándose a su alrededor.

—¿Cómo es posible, reverenda madre? —preguntó la viceabadesa, que acababa de llegar—. Hace 400 años que no hay guerreros místicos. Las últimas fueron Matilda y la Princesa Súm, y no trasvasaron su poder místico.

—Comunícate inmediatamente con el canciller de Mandoria, —ordenó muy seria. Se daba cuenta de la posible gravedad del hecho—. Es vital saber si Surgúl, la espada de la Princesa, también resplandece.

—Pero… creo que la Princesa fue sepultada con ella. Habrá que abrir la tumba.

—Dile al canciller lo que pasa y que la tiene que abrir: estoy segura que estará de acuerdo, —meditó unos segundos y añadió—. Necesitamos respuestas y solo las encontraremos en el Manuscrito Sagrado.

Hacia rato que Anahis, la hija del canciller de Mandoria estaba despierta: no podía dormir. Desnuda sobre la cama, trataba de conciliar el sueño pese al intenso calor de la noche estival. Estaba intentándolo, cuando en la lejanía comenzó a oír unos golpes metálicos que rompían el silencio de la noche. Miró el reloj de su mesilla y comprobó que eran las cinco de madrugada: las primeras luces aun no entraban por los ventanales de su habitación, solo la claridad de dos de las lunas del planeta.

El ruido de los golpes retumbaba en todo el palacio, las enormes dimensiones del salón del trono actuaba como caja de resonancia. Se puso una fina bata de raso, y anudando el cinturón salió de sus aposentos en dirección al origen de los golpes.

—¿Qué ocurre padre? —preguntó entrando en el salón. Se paró junto a ellos, y miro con interés como unos operarios intentaban soltar con escoplos y mazas, los doce sellos de duranio que aseguraban la enorme lápida, de varias toneladas de piedra negra, que cubría las dos tumbas: la de la Princesa Súm y la de Ramírez.

—¿Qué haces despierta tan temprano? —la cara seria de su padre denotaba que algo importante pasaba.

—¿Con estos golpes?, no creo que nadie duerma en el palacio, padre, y mucho menos con este bochorno.

Los operarios, lograron soltar el último sello y colocaron sobre ella una maquina de tracción magnética. La activaron, y lentamente con mucho cuidado, comenzaron a levantar la descomunal lápida. Inmediatamente, un resplandor azulado salio por las primeras rendijas, que se fue ampliando según la lápida ascendía. La empujaron hacia un lado depositándola en el suelo y todos se asomaron, y miraron con estupor el fenómeno. Sobre su catafalco, el cuerpo incorrupto de la Princesa Súm, sujetaba con ambas manos la empuñadura de Surgúl, que reposaba sobre su cuerpo.

—Informa a la abadesa de Konark, que Surgúl también reluce, —dijo el canciller a su secretario.

—¿Cómo que también reluce? —Anahis miró con interés a su padre, que ensimismado seguía mirando con fascinación al interior de la cripta—. ¿Qué está pasando?

—No tenemos ni puta idea, hija, solo que Eskaldár y Surgúl relucen, —seguía sin apartar la vista del cadáver de la Princesa—. Fíjate en ella Anahis, parece que está dormida. Hace 400 años, ella y Matilda, derrotaron al emperador en la guerra más colosal que han visto los tiempos.

—¿Y porque Ramírez no está embalsamado? —preguntó Anahis fijándose en los restos esqueléticos de la pareja de la Princesa. Aun así, su imagen, con su casco, su coraza, el escudo con los emblemas de la Princesa y el hacha de combate, era impresionante.

—Cuando la Princesa murió, él desapareció. Años más tarde encontraron sus restos junto con sus armas y la República los reclamó para que ocupara el sitio que le corresponde, a su lado.

—¿Usaba ese hacha en las guerras?

—Si hija, la usaba. Ramírez era un hombre extremadamente poderoso. ¿Te has fijado en su escudo? Lleva los emblemas de la Princesa. Sentía devoción por ella. Jamás la hizo sombra, siempre estuvo dos pasos por detrás.

—Canciller, he informado a Konark, —interrumpió la conversación su secretario—. La reverenda madre pide que llevemos a Surgúl al monasterio: la podemos tocar, no hay peligro.

—Yo lo haré, padre, —con decisión se sentó en el borde, y agarrándose del brazo que le ofrecía el operario se dejó caer el par de metros que la separaban del suelo—. Aquí hay armas. Están apoyadas contra el catafalco.

—¿Armas?

—Si, hay… espadas, lanzas… y escudos con los mismos emblemas que el de Ramírez, —se acercó, y con emoción reverencial soltó las rígidas manos de la Princesa de la empuñadura de Surgúl. En su lugar, colocó una de las espadas del suelo—. No se… no quiero dejarla sin armas: no me parece bien.

Alzó a Surgúl para que la cogiera su padre y con su comunicador, saco imágenes de las armas y de la Princesa. Después, dos operarios la ayudaron a subir. Desde arriba, siguió grabando imágenes del interior de la tumba.

—¿No sabes nada de las armas? —su padre la miró y negó con la cabeza—. Me gustaría llevar la espada a Konark. Me está empezando a interesar está historia. Podría preparar un trabajo de fin de estudios para la universidad.

—Me preguntaba cuanto tardaría en aparecer la historiadora, —sonriente su padre la miró con ojos cariñosos.

—Es una oportunidad única, padre.

—Lo sé, hija, lo sé. Avisaré a la reverenda madre de que vas.

Unas horas después, Anahis llegó al santuario de Konark. En su poder llevaba la legendaria espada de la Princesa, que antes fue del conde Nirlon. Pero antes, en la intimidad de su aposento, no pudo resistirse a blandirla como los feroces guerreros de cuatrocientos años atrás.

Para no llamar la atención con su resplandor, la había envuelto con un paño de seda azul y la ató con un cordel. La sujetaba con la mano izquierda, mientras del hombro derecho colgaba una gran bolsa de tela con su equipaje.

—Hola, querida niña, —la afabilidad de la priora sorprendió y agradó a Anahis, que siempre había oído de ellas que eran un tanto “toscas” en el trato con los demás—. Tu padre me ha comentado tu intención de alojarte en el monasterio y…

— Siempre que a usted le parezca bien, reverenda madre, —la interrumpió sonriendo con sinceridad—. No se lo que le habrá dicho mi padre, pero hubiera preferido hacerlo yo personalmente. Ya sabe cómo son los cancilleres, mucho más si son padres, —termino bromeando.

—No te preocupes hijita que no hay ningún problema. Tu padre me ha dicho que estás terminando tus estudios superiores de historia.

—Ya los tengo finalizados, ahora tengo que presentar un trabajo personal para que me confieran el grado de maestro, —guardo silencio un par de segundo y su expresión cambió mientras miraba a la priora—. Cuando se ha abierto la cripta me he quedado fascinada. Y no solamente con ella, que está intacta, como si estuviera durmiendo, ha sido todo en general. Pero lo que más me ha llamado la atención ha sido el escudo de guerra de Ramírez, con los emblemas de la Princesa. Me gustaría trabajar en los archivos del monasterio para…

—Vas a hacer más que eso hijita, —la priora acarició la mejilla de Anahis—. Vas a tener acceso a todo, pero hay algo que es prioritario. Necesitamos respuestas urgentemente y en estas horas que han trascurrido, me he dado cuenta de que estamos un poco… “oxidadas” en el trabajo de investigación. Hemos perdido habilidad en el manejo de textos antiguos.

—Para mí será un honor ayudar en todo lo que pueda, reverenda madre.

—Entonces acompáñame, —una novicia se hizo cargo de su bolsa de viaje y desapareció por una puerta mientras ella, con Surgúl en las manos, seguía a la priora. Bajaron varios niveles y enfilaron el largo y tenebroso pasillo que conducía a la Cámara de las Reliquias. En un extremo de la estancia, sobre un pedestal de piedra, Eskaldár refulgía con un fulgor azulado. A su lado, había preparado otro de las mismas características. Anahis se aproximó y desembalando la espada, que relucía como Eskaldár, la colocó sobre el.

—¡Qué distintas son, no se parecen en nada! —exclamó admirada.

—Como es lógico querida niña, —la priora había recuperado su afable sonrisa— ten en cuenta que Surgúl era la espada del conde Nirlon, que según cuentan las crónicas era un hombre extremadamente sobrio, cómo la Princesa. En cambio, Eskaldár fue forjada por un padre para su amada hija, por eso está mucho más decorada, —la priora se dirigió hacia una labrada urna plateada que ocupaba un rincón de la estancia. Levantó la tapa, de su interior extrajo un paquete envuelto en una gruesa tela de terciopelo rojo, sujeto por un cordón amarillo.

Las dos subieron con el paquete a los niveles superiores y entraron en una amplia estancia, con las paredes forradas de estanterías ocupadas por miles de libros. En un extremo, sobre una gran mesa de madera maciza, un terminal de datos de aspecto obsoleto, parecía desafiar el paso del tiempo.

—Trabajaras aquí, en la biblioteca, y por esa puerta se accede al archivo, —dijo señalando una puerta, y depositando el paquete sobre la mesa, añadió mientras desanudaba el cordón, —. Esto, jamás saldrá de está habitación, una hermana siempre estará presente y te ayudara en lo que necesites. Cuando termines con él, la hermana lo guardara bajo llave.

Terminó de desanudar el cordón, y desembaló el paquete retirando la tela roja hacia los lados. Ante ellas apareció otra tela de seda de color negro que la priora retiró también hacia los lados. Finalmente, ante ellas, apareció el Manuscrito Sagrado, la crónica de los hechos que acontecieron con la llegada de los ancestros a través de un portal interdimensional. Escrito a mano con tinta vegetal sobre pergamino, estaba encuadernado con unas tapas ricamente cinceladas en plata con incrustaciones de brillantes piedras nobles.

—Anahis, estoy convencida de que las respuestas están principalmente aquí, —dijo la priora poniendo su mano sobre el libro— es prioritario, es vital que sepamos que es lo que está ocurriendo.

—Me pondré a trabajar de inmediato reverenda madre. Voy a quitarme la ropa de viaje y a ponerme más cómoda. ¿Esta terminal está conectada con el banco de datos federal?

—No, pero no te preocupes que lo estará. Mientras te cambias lo solucionaremos.

—Otra cosa reverenda madre, ¿en el archivo hay documentos tan antiguos como el Manuscrito Sagrado?

—No existen textos tan antiguos como el Manuscrito, pero algunos se aproximan mucho. Si necesitas más ayuda, aparte de la hermana, te proporcionaré más, las que necesites.

—Gracias reverenda madre.

Anahis acompaño a una sacerdotisa, que la mostró su celda, sobria, simple, y muy próxima a la biblioteca. Se duchó y con un atuendo más cómodo se sentó ante el legendario libro. ¿Cuántas veces había oído hablar de él, aunque casi nadie lo había visto físicamente? Innumerables veces. Si sus maestros en la escuela superior la vieran ahora les daría un ataque. Se colocó unos guantes de tela blanca y con mucha precaución abrió el libro por la primera página. Durante varias horas trabajo en él, haciendo anotaciones en una hoja de papel en blanco y consultando el terminal de datos.

Al día siguiente, a primera hora, Anahis estaba trabajando de nuevo. A media tarde, la priora entró en la biblioteca y se encaminó decidida a la mesa donde trabajaba.

—Vamos a ver niña, me dicen que casi no has comido en todo el día ¿es cierto? —la seriedad en el semblante de la priora dejaba bien claro que no estaba de broma.

—No se enfade reverenda madre, pero es que…

—¡Nada de peros! Si quieres seguir trabajando con el manuscrito, prométeme que serás más responsable con tu alimentación.

—Se lo prometo reverenda madre, pero es que soy de poco comer, pero ya que está aquí, estoy un poco confusa, ¿qué diferencia hay entre un guerrero místico y un guerrero del Círculo?

—Todos los guerreros místicos, los cinco, eran guerreros del Círculo, pero todos los del Círculo, no eran místicos.

—Digamos que eran de una categoría superior.

—Si, pero tenía más que ver con sus poderes místicos. Los guerreros del Círculo no tienen esos poderes.

—De cualquier forma da igual, ya no hay, ni unos ni otros, —en la voz de Anahis se notaba cierta resignación.

—¿Por qué estás tan segura de lo que dices, hijita?

—Porque todo el mundo sabe que ya no hay, —afirmó convencida—. ¡Cómo me hubiera gustado poder entrevistar a alguno!

—Sígueme, —la priora dio media vuelta y salio por la puerta de la biblioteca seguida por Anahis. Después de recorrer varios corredores, comenzó a oír un rumor de ruidos metálicos que fue en aumento según se acercaban a la puerta del fondo. La traspasaron y Anahis no pudo ocultar su sorpresa, ante ella varias decenas de mujeres desnudas, combatían golpeándose con espadas y lanzas mientras se protegían con escudos circulares—. Ellas son guerreros del Círculo.

Anahis contemplaba fascinada los musculosos cuerpos desnudos de las sacerdotisas, que sudorosos brillaban bajo la luz de las lámparas.

—Los guerreros místicos, utilizaban la energía mística en su provecho. La espada es como una antena que la capta y la reconduce por su cuerpo. Si has leído sobre Matilda, sabrás que cuando mato al traidor, su tío, partió por la mitad su trono de piedra, con un solo golpe de Eskaldár. Esa energía también alimentaba su escudo de energía. En cambio, ellas usan escudos de duranio y no pueden usar la energía para combatir.

—Reverenda madre, yo quiero aprender. Sé que en unos días es imposible, pero mientras este aquí me gustaría entrenar con ellas. Eso si, la aseguro que yo no tengo esos músculos.

—Si es tu deseo, entrenaras con las novicias, ¡y te alimentaras como es debido! Ahora acompáñame, — y salio por la puerta seguida por Anahis. Recorrieron unos metros por el pasillo y entraron por una puerta que estaba entreabierta. Estaban en el armero del monasterio, y cientos, si no miles de espadas y lanzas se mostraban perfectamente ordenadas. La priora recorrió varios pasillos hasta que se detuvo frente a una estantería de donde cogió una espada que estaba dentro de una bolsa de terciopelo negro—. Creo que está te gustara, —se la entregó a Anahis que con sumo cuidado la fue extrayendo de la bolsa. La funda estaba profusamente labrada con ramos de flores.

—¡Es preciosa! —exclamó entusiasmada.

—Todavía no la has visto: desenváinala, —la animó con su casi perenne sonrisa.

Anahis lo hizo y quedo impresionada con la labor de cincelado de la hoja. Unos veinte centímetros de la zona de la empuñadura estaba profusamente labrada, también con motivos florales.

—Necesitaras un escudo, —dijo indicándola una estantería donde había un buen número de ellos. Eran totalmente metálicos, sin decorar—. Los guerreros del Círculo solían decorarlos a su gusto.

—Me parece reverenda madre, que es demasiado pronto para pensar en eso.

—Querida niña, sus armas acompañan al guerrero toda la vida.

—Pero, yo no soy un guerrero reverenda madre, —dijo Anahis riendo.

—Es posible, pero… no se…, tienes algo especial querida niña. Lo noto. Creo que vas a dar buen uso a esa espada.

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