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La Atalaya (capitulo 2)

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—Subes tarde, —dijo Segunda mirando el reloj que había encima de la chimenea mientras mecánicamente seguía con su labor de ganchillo.

—¿Te acuerdas de Rufino? —contestó Rafael ignorando la indirecta—. Rufino Estébanez, uno de Sabiote.

—¿No era un secretario del marques de Riosequillo? —contestó pensativa—. ¿Que le pasa?

—Me lo he encontrado en la sala de lectura, —contestó con cierto toque de misterio.

—¿Aquí? No me digas.

—Pues sí, aquí.

—¿Y? —preguntó con impaciencia— ¿Qué?

—Que ahora es director general de Vías Pecuarias.

Se le quedó mirando, intentando asimilar una noticia tan sorprendente como inexplicable.

—¡Válgame Dios! —y después de una breve pausa añadió—. ¿Ese no fue el que dejó preñadas a varias sirvientas de marques?

—El mismo.

—Y que se desentendió de…

—Sí, sí, ese. 

—Tenias buena relación con él.

—Si, le ayude…, bueno a él no, a ellas, a dejar los críos en la inclusa de aquí. Fue por mediación de la gobernanta del palacio. Otra igual. Pero sí, me llevo bien con él.

—Madre mía, cómo un día las monjas hablen…

—Sabes muy bien que eso no va a pasar nunca: esos niños no llegan solos, ya sabes.

—¿Y cómo ha llegado a un puesto así?

—Cómo comprenderás no se lo he preguntado, pero me lo imagino: recuerda que el marquesito le comía de la mano y algunos decían que también se lo calzaba.

—No seas soez Rafael. Menudo idiota está hecho el marquesito. Recuerdo ahora que alguien me comentó que el tal Rufino montaba también a la marquesa.

—¡Uy, sí!, tiene pinta de disparar a todo lo que se mueve sea lo que sea… ya sabes.

—A si que, director general de Vías Pecuarias. ¿Nos puede beneficiar eso en algo?

—En nada, en La Atalaya no hay vías pecuarias, solo hay una que recorre parte de la linde occidental, pero por fuera.

—Hay que ver como espabila la gente, —dijo Segunda pensativa—. Y tendrá despacho, secretaria, ayudantes…

—Y un buen sueldo, —añadió Rafael interrumpiéndola mientras hacia un gesto muy característico con los dedos—. Y alguna que otra cosilla, ya me entiendes. Sabes muy bien que a ese experiencia no le falta.

—Sí, sí, seguro. De todas maneras, que cargo tan raro: ¿vías pecuarias?

—Hace poco leí en el periódico, que a uno le había nombrado director general de Señales Marítimas.

—¡Qué barbaridad!, —exclamó Segunda soltando una carcajada— ¿A donde vamos a llegar?

—A donde ellos quieran. Este es un país de corruptos, mangantes y correveidiles: siempre lo ha sido y siempre lo será.

—¡Qué vergüenza! Así va el país, —dijo Segunda cómo si eso no fuera con ellos—. Ahora cualquier pintamonas puede subir: ya no hay respeto a las clases sociales.

—Tienes razón querida, tienes razón.

—Un día de estos, tendrás que pedir permiso a tus peones para hacer cualquier cosa en casa.

—¡Qué exagerada!

—Ya lo veras. Al tiempo. Ese partido nuevo que se ha creado me da mala espina: esos la van a liar. Creo que se llaman socialistas.

—Pero mujer, si son cuatro gatos.

—El otro día, en el comedor, una señora catalana me dijo que habían creado algo llamado sindicato, y que su marido estaba muy preocupado. Creo que tienen una fábrica textil en Barcelona.

—Yo también lo he leído en el periódico, pero no hay de que preocuparse, te lo repito: son cuatro pitos y un tambor.

—Tu de todas maneras estáte atento.

—Que si mujer, que si.

Los días se hacían interminables en este caluroso comienzo de verano. El calor pegaba ya fuerte a comienzo de junio y todavía quedaba por lo menos un mes para que naciera. Era normal que las madres con recursos llegaran a Marmolejo un par de meses antes de parir. Tenía cierta gracia oír lo que se hablaba en los corrillos de primerizas o veteranas contándose sus dolores, sus náuseas y sus achaques, eso cuándo no destripaban a alguna con comentarios y chismorreos. La vida era un tanto monótona, demasiada tranquilidad, pero es lo que se espera de un lugar cómo este, es un balneario y aquí se viene a descansar y aparentar, sobre todo esto último. A pesar de sus ostentosos embarazos, las zonas comunes del hotel eran un lugar de exhibición de las futuras madres, algunas con indumentarias francamente estrafalarias que más que ir a la moda iban haciendo el ridículo, ante la mirada suficiente de las demás.

Cuando nació el nuevo Rafael, aun estuvieron un mes en Marmolejo mientras Segunda se reponía del parto. Después, llegó la presentación oficial a la sociedad andujareña: el bautizo. Previamente, todas las grandes familias fueron pasando para presentar sus respetos y conocer al nuevo miembro de este círculo cerrado que era, como ya he dicho, la agroburguesía del pueblo. Y todo a pesar de la perdida de poder de la familia, que ya era evidente. Rápidamente, habían pasado a un segundo plano y el rencor de los nuevos poderosos hizo que la familia perdiera importantes contratos con el estado y el ejército, y lo que es peor, tuvieron que comerse varios pedidos ya entregados y que nunca lograron cobrar. Era muy evidente lo que estaba pasando, y se sospechaba de la «mano negra» de sus enemigos políticos que estaban ajustando antiguas cuentas. Y todo acentuado por el desastre del 98 que terminó por paralizarlo todo. Poco a poco, la familia fue reduciendo el volumen de negocio, principalmente en lo referente al ganado. A Rafael se le humedecían los ojos cuando veía las escasas 200 cabezas y recordaba las miles que llegaron a tener. Las finanzas de la finca se salvaban mínimamente gracias a la cosecha de la aceituna que era abundante, y al aceite de oliva. Con el pueblo lleno de enemigos peligrosos, la familia se recluyó aun más en La Atalaya, donde esporádicamente, se reunían con algunos antiguos amigos, igualmente represaliados, fuera de los ojos rencorosos de los nuevos lideres políticos de la derecha andujareña. Rememoraban con nostalgia y resentimiento, tiempos que sin duda fueron mucho mejores para ellos, pero no para sus actuales enemigos.

Tres años después, nació Servanda, segunda hija del matrimonio Morales. Lo hizo como sus antepasados en Marmolejo, pero no en el Gran Hotel como su hermano, sino en un establecimiento inferior, pero limpio y digno. La cosa no estaba para derroches innecesarios y mucho menos improductivos.

La vida en La Atalaya era tranquila y monótona. El nuevo Rafael pronto demostró ciertas inclinaciones intelectuales que no tenían nada que ver con los olivos y el ganado. Con tres años aprendió a leer gracias a Segunda y con cinco, leía libros fáciles bajo la atenta supervisión de su madre. Todo esto ponía de los nervios a Rafael padre que culpaba a su mujer de mimarle y malcriarle: él hubiera preferido un niño más «machote» por decirlo de alguna manera. Con seis años comienzó a asistir a la escuela de don Andrés. Todos los días, un empleado de la casa recorría con el niño, en coche de caballos, los 20 kilómetros que había hasta el colegio. Esto marcaría su futuro definitivamente, en los años que estuvo con él se impregnó de su espíritu, de su talante y de su forma de ver las cosas. Su padre, cada vez más enfadado, intentó varias veces que dejara la escuela de don Andrés y mandarlo a otra, pero siempre encontró la oposición tajante de su esposa. Cuando su hijo tenía doce años desistió, no le quedo otra alternativa que admitir la realidad. Por primera vez en la historia de la familia, su primogénito no le sucedería al frente de La Atalaya, aunque según la tradición familiar, le correspondía a él.

Dedico todo su esfuerzo a formar a Servanda, pero era un paripé ante los demás: no la dio la más mínima oportunidad, la rechazó de plano e injustamente la culpó de todo. A ella que en este asunto era una mera espectadora. Estaba condenada de antemano, según su padre para lo único que estaba dotada era para mover el abanico. Fue el primer síntoma de un trastorno psicológico que con el tiempo se agravó con el alcoholismo. ¿Cómo podía culpar de algo así a una cría de ocho o nueve años? Parece que buscó un chivo expiatorio, alguien en quien descargar su frustración y su impotencia, y lo encontró en la más débil, en ella.

A pesar de la paulatina decadencia de la familia, en La Atalaya se seguía viviendo bien y en ella crecieron los dos hermanos. Desde el primer momento se vio que los dos eran muy distintos. Ella rubia, de aspecto enclenque y enfermizo (la familia sospechaba que los genes de Beatriz, que era rubia, eran los responsables), y él, fuerte y moreno. Desde pequeña se vio que era una niña retraída y poco abierta. Los intentos de su madre para que se relacionara con los hijos de los empleados de la finca, siempre fueron infructuosos: a diferencia de su hermano, nunca tuvo amigos entre ellos. Cuando tuvo edad suficiente, comenzó a acompañar a Rafael a la escuela de don Andrés. Su madre quería, a la fuerza si era necesario, que se relacionara con otros niños, pero fue infructuoso. Aunque atendía al maestro y era muy aplicada en los estudios, en el patio siempre se mantenía al margen de juegos y carreras, y se sentaba en un rincón leyendo algún libro o simplemente abstraída en sus pensamientos. Sobre el extraño comportamiento de Servanda, su madre habló varias veces con don Andrés. Él siempre la tranquilizó en el sentido de que la niña no era tonta ni retrasada, al contrario, los buenos resultados de sus estudios lo corroboraban. Simplemente era así, tenía esa forma de ser y desde luego intentar forzar un cambio radical en la rutina de la niña podría ser perjudicial.

Su mejor amigo era su propio hermano y en él siempre encontraba refugio: con él se acababan los problemas y los temores. Esa forma de ser tan retraída la marcaría durante toda su vida. Nunca se casó y jamás se la conoció ningún tipo de relación romántica, pero eso no era un misterio, para lo que la conocían era fácil, nunca la tuvo, al menos públicamente. Terminado su periodo escolar, que como ya he dicho la obligaba a salir de la finca, se recluyó en su interior y rara vez salía. Incluso la ropa se la hacia una modista que la visitaba periódicamente en La Atalaya. A diario salía con «Jazmín», su yegua cartujana, y recorría la finca y las adyacentes. Se las conocía de memoria, sabía todos los rincones y en ocasiones, atravesando el bosque de encinas por una ruta trazada por ella misma, se acercaba al Santuario, y allí, se sentaba en una piedra y se pasaba horas con sus meditaciones. Nunca entraba a rezar, no la gustaba hacerlo en público: cuándo lo hacía era en la capilla del cortijo.

Al principio no odiaba a su padre, a pesar de las vejaciones que sufría de él no era capaz de hacerlo. Eso la deprimía y su autoestima se desplomaba: «no valía ni para eso» pensaba. Su hermano, que era el único que conocía todos sus problemas psicológicos, (su madre solo lo sospechaba) luchaba contra esos pensamientos negativos y normalmente conseguía levantarla el ánimo y hacerla reír.

—¿Qué tienes pensado para el futuro, ser un pobre maestrillo de pueblo? —aullaba Rafael padre con todas sus fuerzas. Aunque esperada, la noticia le pilló desprevenido. Se negaba a creer lo que hace mucho tiempo sospechaba. La noticia que acababa de recibir era la confirmación definitiva.

—Comprende que es su decisión, que es su vida, —terció Segunda—. Rafael, tienes que ser comprensivo.

—¡Qué cojones comprensivo! —volvió a estallar—. ¿Quién va a dirigir esto cuando no estemos? —y señalando a Servanda añadió—: ¿esta, que tiene una cabeza que solo sirve para llevar el sombrero?

Servanda miró a su padre de reojo con una mezcla de odio reprimido y terror. Mientras, su hermano se la acercó y la acaricio con una sonrisa.

—No la metas a ella en esto: es entre tú y yo, ¿o ya no recuerdas que tiene trece años? No es culpable de nada, —dijo a su padre de forma moderadamente seca. Con dieciséis años, no era persona que se arredrase con facilidad y además era tenaz como su madre. Luchaba hasta la extenuación por lo que creía justo. En la sociedad andujareña las injusticias no faltaban, y por lo visto en su familia tampoco—. Sabes perfectamente que esto no es lo mío y nunca lo ha sido.

—Tienes una obligación, un deber con la familia. 

—Tengo una obligación conmigo mismo, y es una decisión ya tomada, por mí, —le dijo haciendo énfasis en las dos ultimas palabras. Quería a su padre como el buen hijo que era, pero no soportaba su despotismo, sus arranques de ira y sus despiadados ataques a su hermana. Cuando se producían, los combatía con calma y tranquilidad. Y eso, exacerbaba aun más a su progenitor—voy a ir a Granada a completar mis estudios y si puedo, a entrar en la universidad. Si es con tu ayuda te lo agradeceré siempre, no lo dudes, si no, ya me las arreglaré.

—No hijo, —intervino su madre— ayuda vas a tener, de una manera u otra, la tendrás.

—¡Claro!, ponte de su parte, —dijo Rafael más sosegado—. Como siempre.

—No es eso, el chico quiere seguir su propio camino, es normal.

—Que cojones va a ser normal. Lo normal es que siga la tradición de la familia.

Rafael hijo salio triunfante como no podía ser de otra manera, teniendo en cuenta que contaba con la complicidad de su madre. La verdadera perjudicada fue Servanda, una niña que en lugar de estar jugando con muñecas estaba presa de la cabezonería de su padre. Debido a su espíritu apocado, sus hirientes palabras la hundieron aun más. Notaba su desprecio, como sí quisiera echar sobre ella la decadencia de la familia, de la que el era él único culpable. A la muerte de su padre no supo mantener las relaciones políticas y comerciales necesarias para salvar los contratos con los estamentos públicos o conseguir otros nuevos. Sabía que su madre tenía predilección por su hermano, pero a ella nunca le había racaneado la más mínima muestra de cariño. Al contrario, si de algo estaba segura, era del amor de su madre y de su hermano, sobre todo del ultimo. Con él hablaba mucho, se lo contaban todo y por eso sabía, con mucha antelación, lo que iba a ocurrir aquella tarde del final de la primavera. A pesar del desprecio que sabía que su padre sentía por ella, lo que no esperaba es que fuera el chivo expiatorio y que su padre vertiera en ella su ira, su impotencia y su frustración.

Dentro de lo que cabe, la marcha de Rafael no constituyó para ella una tragedia insoportable. Durante todo el tiempo que estuvo en Granada se carteó semanalmente con él. En cambio, la relación con su padre fue a peor y él siguió volcando sobre ella un resentimiento irracional e injustificado. Era como si su frustración por la falta de influencia y perdida de poder de la familia la canalizara hacia su pusilánime hija. El golpe recibido por la falta de interés de su primogénito en los asuntos de la finca, fue mucho más duro de lo que el mismo quería admitir. Por primera vez, la tradición familiar se rompía y eso le sumió paulatinamente en la amargura, y cómo ya hemos visto, en el rencor y en el alcoholismo.

Su difícil relación se fue deteriorando lentamente hasta 1.913, el día que cumplió los 21 años. Ese día, su padre, que había estado festejando la jornada desde muy temprano, se presentó a la hora del almuerzo con una borrachera descomunal. Ni quiso, ni pudieron hacer que se fuera a la cama. Se refugió en su despacho, agarrado a otra botella de aguardiente y desde allí, atronando toda la casa con sus voces, insultó, abochornó y vejó inmerecidamente a su hija. Desde ese día, no se volvieron a dirigir la palabra.

Poco a poco, la relación con su madre también se fue enfriando. Servanda empezó a reprocharla su falta de apoyo frente a su padre, al contrario de lo que hacia con su hermano.

Su hermano supo evadirse de ese ambiente opresivo: se fue a Granada a estudiar y a vivir su vida. Tuvo el valor suficiente para hacerlo, un valor que ella no tenía, encerrada por decisión propia, en su propia soledad. Con su padre desentendiéndose de la finca cada vez más, (su alcoholismo era ya evidente), podían perfectamente haber contratado a un administrador, y aunque su madre tendría que permanecer junto a su marido, ella podría haberse ido a la capital con su hermano. Pero no lo hizo, ni siquiera se lo propuso a su madre: no tuvo valor. Eso lo lamentaría el resto de su vida.

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