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Mis cuentos inmorales (6ª entrega)

Ya saben que el chocho de la Venancia con “aquel colgajo”, me causó una terrible impresión, y me preguntaba: ¿A todas las mujeres cuándo se hacen mayores se les pondrá el chichi cómo al de ésta?

Recordaba el de Carmencita, tan rosadito y tan agradable de mirar y sin esos colgajos; y me entró como una especie de decepción: ¡Qué asco! Si de verdad los coños de las mujeres se vuelven así de feos con la edad. 

Ya me había dicho mi amigo Manolo, que, “la pipa” de la Venancia era anormal, que era una especie de hipertrofia de ese órgano; pero a mí no se mi iba aquella imagen, y cada vez que me venía a la cabeza, se me quitaban las ganas de follar. Y me volvía a preguntar:

-¿Con lo bonitas que son las pollas, porqué es tan feo el chocho? Estaréis conmigo de acuerdo, son más bonitas que los coños. ¿A qué sí?

Porque a mis dieciséis añitos, ya se la “meneaba” y se la chupaba a mi amigo Paco. Tenía una polla preciosa, cortita pero muy gorda, apenas me cabía en la mano, y se la lamía y sacudía en su casa cuando estaba solo. Pero a lo que voy.

A esa edad, sentía una terrible atracción por el mundo femenino; y a pesar de que le hacía pajas a Paco, más que nada era porque los chicos y las chicas de entonces, vivíamos en mundos muy diferentes; de ahí buscar la satisfacción dentro del mismo sexo.

Carmencita era una vecina con la que había cierta relación entre las familias, debido a que nuestras mamás eran paisanas, y era muy normal que frecuentáramos ambas casas.

Las matemáticas se me daban muy bien, siempre sacaba sobresaliente; pero sin embargo eran la cruz para ella. Un día me dijo su mamá, la señora Adela:

-Felisín. ¿Te importaría dar algunas clases de “mates” a Carmencita? A esta hija mía no le entran ni con calzador.

-No señora Adela, por mí encantado. Dije bastante decidido.

Carmencita era dos años mayor que yo, tenía ya los dieciocho años cumplidos; y sé que le gustaba porque sus miradas eran provocadoras, y en los juegos de equipo siempre procuraba ser mi compañera.

Quedamos que después de comer, pasaría a su casa para darle esas clases, sobre todo de quebrados que los tenía atragantados.

El día que comenzamos aquella especie de lecciones, estaba un podo cortado ya que nunca había estado con Carmencita a solas y en su casa; y la verdad que no sabía como abordar aquella situación; me producía una especie de morbillo.

Su papá, el señor Rogelio era taxista y estaba todo el día fuera de casa, y su único hermano también regresaba del trabajo muy tarde. Y su madre, no paraba de trajinar por la casa o fuera de ella en otros quehaceres domésticos.

-¡Bueno niña! Le dijo el primer día que comenzamos las clases. A ver si te aplicas y aprendes lo que te va a enseñar Felisín.

-Sí, mamá.

-Os pongo el brasero en la mesa camilla, para que no paséis frío.

-Gracias señora Adela, nos vendrá muy bien ya que hace un frío que pela. De vez en cuando, le echáis “una firmita”.

Ya saben que las mesas camillas suelen ser redondas, con un cubierta generalmente de hule o tela que llega hasta el suelo, y que sirven como manta para los que se sientan alrededor les cubran las piernas y estén calentitos.

El brasero se sitúa en un bastidor justo en medio del fondo de la mesita, y se cubre con una campana de alambre para evitar que por un descuido alguien meta los pies, y se queme.

Comencé muy serio y circunspecto, no quería defraudar la confianza que la señora Adela había depositado en mí. La niña se sentó a mi derecha, casi pegada a mi cuerpo, cuando lo normal hubiera sido que se sentara enfrente, y lo primero que sentí fue su muslo como se pegaba al mío por debajo de aquellas faldas de la mesilla.

La señora Adela estaba en la cocina, y nosotros en el comedor, bastante retirado, ya que a las dos estancias les separaba un pasillo de unos diez metros de largo.

Empecé la clase hablando muy alto, para que me oyera.

Me dijo Carmencita. -No hace falta que grites tanto, que no soy sorda. Obvio decir, que no le dije que si hablaba alto, era para que su mamá viera que estábamos estudiando. Por lo que me volvió a decir, leyéndome el pensamiento,

-No te preocupes por mi madre, ella te tiene por un chico muy serio y formalito.

Al momento dijo la señora Adela:

-Carmen, voy al mercado, cuida el cocido que tengo puesto en la lumbre, y dale algunas vueltas cada diez minutos.

-Sí, mamá. Se oyó la puerta de la entrada como se cerraba.

-Felisín, ¿No te gustaría que jugáramos a otra cosa en vez de dar la clase de “mates?

Me entró como una especie de “temblaera” que ella notó, ya que como dije tenía su muslo izquierdo pegado al mío.

-¿Qué te pasa? ¿Tienes frío?

-No, no… es que estoy un poco nervioso…

-No seré yo la que te pone nervioso, ¿verdad?

-Pues sí, Carmencita. Eres tú la que me está poniendo nervioso.  Dije un tanto exasperado. Pero no era porque me disgustara la situación, era porque no sabía que hacer, aún deseando “meter mano”.

-¡Joder! con las niñas ¡Qué verdad es, que son más listas, astutas y sagaces que los niños! Cómo adivinado mis temores, me tomó la mano a la vez que me decía:

-No me dirás que no te gusta que estemos los dos solos. ¿verdad?

-No. No… me encanta… Pero… (balbucee) –Es que me da corte.

¡La madre que la parió! al momento sentí por debajo de la mesilla, como su mano derecha se iba derecha a mi bragueta.

-Carmencita…

-Dime

 Me respondió pero sin soltar la mano e intentado buscar un bulto que todavía no se había formado.

-¿Tú cómo tienes el chichi? –Le dije con un hilo de voz.

La risa escuchó hasta en  el primer piso, a la vez que me decía:

-¿Es que nunca has visto ninguno?

-Sí, he visto dos: uno de uaa niña que se llamaba como tú, y me pareció muy bonito, pero otro de mujer mayor, me pareció horrible.

-No es que el sexo de la mujer sea muy bonito, pero bien que los hombres se vuelven locos por él. Pero bueno, cuéntame, ¿por qué me haces esa pregunta? Me dijo como intrigada.

-Si me prometes guardar el secreto, te lo cuento.

-Seré como una tumba.

Le conté mi desagradable visión del coño de la Venancia; y esta vez si que su carcajada se escuchó hasta en el último piso de finca. ¡Y tiene siete!

-Ven…

Se levantó, me tomó de la mano, y me llevó a la habitación contigua al comedor.

Quedé totalmente alucinado de lo que estaba viendo. Se levantó la faldita, se bajó la braga, y se tumbó en la cama totalmente abierta de piernas, a la vez que me decía:

-¿Es cómo éste?

Mi alucinación se tornó en deslumbramiento; su coño era… era… ¡Cómo podría describirlo..!

Por mi mente pasaba a velocidad de vértigo aquella asquerosa pierna vendada de la Venancia; pero al ver las  de Carmen en su totalidad quedé absorto, conocía su pedestal, pero nunca pensé que el capitel de aquellas piernas fueran como las de una catedral.

 La “cúpula rosada” de aquel “cimborrio” era espectacular: dos labios de un color rosa emergían suavemente como los pétalos de una flor entre una floresta de cabellos rubios como el trigo. En la parte superior brotaba algo que me dejó totalmente embelesado: cómo una fresa surgía de aquella especie de capucha que brillaba e iluminaba todos mis sentimientos.

Al ver la maravillosa obra de la Naturaleza, aquel asco se tornó en deseos irrefrenables de llevarme a los labios tan delicada cosa. Carmen se percató de mi estupefacción, y me llevó ante las majestuosas columnas de su Templo.

Allí, en aquel momento empecé a adorar y venerar al “Dios Coño”.

Fue la primera “fresa” que libaron mis labios y saboreó mi boca”. La mixturas de aquel cóctel de flujos que emanaban de aquella “fruta”, me sabían a gloria; desde entonces no concibo hacer el amor sin antes saborear las malvasías que de allí se extraen.

Carmencita quedó como extasiada, no se pudo ni imaginar mi reacción, por lo que me dijo una vez repuesta de la impresión.

-¡Jolín Felisín! Te he dicho que lo mires, no que lo chupes.

-¿Es que te ha desagradado?

-No, no, pero ya acaba lo que has empezado. Me dijo a la vez que me echaba mano “al paquete” que amenazaba romper el lazo que lo envolvía.

Pero no pudo ser, en ese momento se escuchó como se abría la puerta de la entrada; la señora Adela volvía.

A toda prisa Carmencita se subió las bragas, se colocó bien la faldita y nos fuimos a la mesa camilla a seguir con los quebrados. ¡Quebrado es cómo quedó el pito!

-¿Todo bien Carmencita?

 -Sí mamá, todo bien.

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