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El mozo (Parte 1)

La primera vez que lo vi, nunca me hubiera imaginado que un día lo tendría a mi merced, gimiendo mientras lo masturbaría suavemente, mamándole los huevos y con un dedo clavado en su culo.

Aquel año, trabajaba en la universidad, recibía a los nuevos estudiantes para explicarles el funcionamiento de las carreras existentes en el departamento de idiomas. Estaba en una suerte de taquilla de madera, como un bar, y mi asiento era demasiado bajo para que viera a la gente llegar. A menudo me asustaba al surgimiento de una cara encima de mi cabeza. Fue lo que pasó cuando llegó.

—Lo siento, no te quise asustar, —se disculpó al ver mi sobresalto —estoy buscando dónde se hacen las matrículas para los masters.

Llevaba una boina negra y un par de argollas de plata rozaban su barba. Sus ojos celestes acompañaron una sonrisa más devastadora que un huracán cuando vio mi susto. Tenía una mirada profunda y afilada como si hubiera visto exactamente lo que pasaba en mi mente. Sentí mis mejillas arder. En un par de segundos, había despertado unas ganas de sexo urgentes y animales.

Ahora sé que él era de esta clase tan particular de personas que no me dejan pensar, de quién se desprende “sexo”. Con ellas, un vistazo me sobra para inspirarme un morbo irreprimible y ganas de encerrarme con ellas diez minutos en un baño y sin tomar el tiempo de quitarme la ropa.

Me levanté y me senté en mi escritorio para estar a la altura de su mirada antes de contestarle. Mi falda subió ligeramente, regalándole la vista del velo negro y transparente de mis pantis.

—No pasa nada. Mira, está en el segundo piso a la izquierda, saliendo de las escaleras, es la sala 205. ¿Conoces la universidad?

—No, acabo de llegar de Madrid, estudiaba y trabajaba allí —me contestó mientras se apoyaba con los codos en la barra, mirándome a los ojos antes de volver a dejar caer su mirada sobre mis piernas.

Tenía un acento madrileño rasposo que sonaba a noches de hablar fuerte en barres bulliciosos y llenos de humo. Me comentó que estudiaba el cine y que quería matricularse a clases de inglés opcionales. Me hipnotizaban sus labios, los imaginaba pasear en las curvas de mis tetas, abriendo un camino de piel de gallina hasta mi ombligo y hacia más abajo. En la mano, tenía una carpeta de la cual salía una hoja con su nombre y apellido. Me cerebro grabó el encadenamiento de letras para siempre. Mi mirada se detuvo en sus dedos. En un relámpago nítido, me imaginé chuparlos lentamente y con delicia para provocarlo mirándole a los ojos.

Le expliqué rápidamente algunas cosas acerca del funcionamiento del departamento de idiomas, me agradeció, se dio la vuelta y se fue. Al volver a sentarme en mi silla, me sorprendió sentir la caricia suave y cálida de mi calzón mojado contra mi sexo. Me parecía que mi corazón palpitaba entre mis piernas.

Acababa de tener mi primer flechazo sexual: quería a este chico aquí y ahora.

No lo volví a ver durante los tres años siguientes, pero le dediqué la mayoría de mis sesiones de masturbación y le debo gran parte de mis orgasmos solitarios de aquella época, al haberse convertido en una de mis fantasías favoritas.

*****

Con la mano, hice una seña al mozo. Lo distinguía con su bandeja plateada del otro lado de la terraza llena de gente. Estaba sentada en un bar del centro con una amiga, septiembre era cálido y soleado, propicio para pensar que nunca más llegara el otoño francés. Disfrutábamos del final del día y mi amiga se alegraba al verme con mejor ánimo después de varias semanas en las cuales me había costado superar una separación dolorosa. Era verdad, había vuelto a cuidarme, vestirme con ropa bonita, llevar aretes, maquillarme ligeramente y hacer deporte después de una larga hibernación estival en mi cama, con cigarros, vino y cuenta Premium en mi página de videos porno favorita. El espectro de mi ex novio se alejaba poco a poco de mi vida y esta vez era para siempre. Vivía una suerte de primavera atrasada y empezaba a tener ganas de conocer nuevos cuerpos y pieles. Llevaba tres meses sin tener sexo y el solo hecho de sentir el sol de la tarde en mis muslos desnudos estaba despertando de nuevo la arrechura que ya varios me conocen.

—Buenas tardes, ¿qué desean tomar? —escuché en mi espalda.

Me di ligeramente la vuelta para contestar al mozo mientras mi amiga pedía una cerveza.

—Buenas…

La primera cosa que vi fueron las argollas. Y la barba. Y la boina negra. Cuando mi mirada llegó a sus ojos, sentí un apretón fuerte en pecho.

—Nos conocemos ¿no? —me dijo antes de que consiguiera terminar mi frase —Era en la universidad, ¿verdad? Trabajabas en la recepción.

—Sí puede ser…

Fingía una reflexión intensa, como si hiciera el esfuerzo de buscar el recuerdo de un encuentro que en realidad se había quedado exageradamente nítido y presente.

Por facilidad, pedí la misma cosa que mi amiga, él tomó el pedido y se fue. Estaba incapaz de pensar. Lo encontraba de nuevo. Por fin. No había cambiado, su acento madrileño y su mirada eran intactos, tanto como el irresistible magnetismo sexual que sentía desprenderse de él.

—Puede ser, puede ser… — repitió mi amiga con una mueca para burlarse. —Hubieras visto tu cara, ¡parece que viste a un fantasma!

Mi disturbio me impidió contestarle que más bien se trataba de una fantasía. Y qué tal fantasía carajo…

Nos trajo nuestras cervezas sin hacer comentarios. Mientras conversábamos, a veces lo sentía pasar en mi espalda, daba giros entre las sombrillas, las mesas y las sillas como un bailarín con su bandeja llena de vasos y tazas. No podía pensar en otra cosa que en él. Quería tocarlo, olerlo, besarlo, lamerlo, apoderarme de su cuerpo era una necesidad. El aire que movía al desplazarse olía a él y me envolvía fugazmente cada vez que pasaba cerca.

Al irnos del bar, me di la vuelta para buscarlo en la terraza y saludarlo de lejos, por cortesía. Estaba a unos metros y no me devolvió mi saludo, se contentó con mirarme fijamente con una sonrisa rapaz.

Habíamos planeado juntarnos con otros amigos para ir a cenar. A pesar del buen humor de los compañeros que me acompañaban y de la calidad del pesto que acompañaba mi pasta, la cena me pareció interminable. Trataba de participar a las conversaciones con poco éxito, no conseguía enfocarme en lo que decían. Tenía un encadenamiento de imágenes que asaltaban mi mente, una película de las más morbosas que supiera hacerme, con el mozo en actor principal y bajo todos los ángulos. Me imaginaba encontrarlo después de su servicio en el bar, lo esperaba al lado de la puerta usada por los empleados del bar en un callejón desierto y oscuro. Era el último en salir. A penas me veía que me pegaba a la pared al lado de la puerta, como si me hubiera esperado toda la noche. Nos besábamos con furia, su lengua era suave y ágil, acariciaba la mía antes de dejar el paso a un ligero mordisco suyo de mi labio superior. Sentía su verga endurecerse contra mi pubis, mi boca bajaba de su boca a su cuello, desabrochaba su correa, abría su pantalón y me ponía a chuparlo con gula, sin destacar mi mirada de la suya, celeste y arrecha. Me imaginaba que también tendría esta mirada al lamerme las tetas, acariciando suavemente mi clítoris antes de apoderarse de mí con su mano, hundiendo sus dedos en mi sexo húmedo, abriéndolo para recibir su verga. Las imágenes desfilaban en mi cabeza, me parecía escuchar sus suspiros y sus palabras crudas, era su putita, su perra, lo que quería, le suplicaba que me la metiera…

—Se está derritiendo tu helado —me dijo la amiga que estaba sentada a mi lado, —si no lo vas a comer, déjamelo.

—Si claro, ya no tengo hambre, pedí el mismo postre que ustedes por inercia.

No había hablado casi nada de toda la cena, estaba absorta en mis pensamientos. Cuando por fin pagamos la cuenta y salimos del restaurante, a ningún de mis amigos se le ocurrió insistir para que los acompañe a tomar un trago cuando dije que me sentía cansada y que prefería irme a dormir. Me despedí y me fui caminando en dirección de mi departamento. Después de una cuadra y de cruzar la avenida, doblé a la izquierda, en dirección de la estación de trenes, opuesta a la ruta que tenía que tomar. No pensé, era como si mis piernas estuvieran controladas por un piloto automático. Había puesto rumbo al bar en lo cual había vuelto a encontrar él que me había obsesionado durante toda la cena. Mi cuerpo parecía jalado por un hilo invisible hacia él.

Entré y me instalé en la barra, buscándole discretamente con la mirada. Mi falda corta y ligera se levantó en el momento de sentarme en la silla alta. Sentí la madera antigua, cálida y suave contra mis muslos desnudos y mis nalgas que la minúscula tanga de encaje que llevaba dejaba descubiertas. Me gustaba este contacto, tenía algo excitante. Parecía que todo mi cuerpo se estaba despertando y que mi sensibilidad llegaba a su colmo. Crucé las piernas para tratar de calmar el calor que empezaba a irradiar desde mi sexo, buscando maquinalmente algo en mi celular para darme contundencia.

—Señorita… ¿Qué quieres tomar?

De la nada, había aparecido del otro lado de la barra y sus ojos habían vuelto a agarrar los míos, como un par de anzuelos que pescan el alma.

—Este, te lo regalo porque regresaste —siguió.

No me acuerdo qué le pedí. Sé que conversamos un poco. Sé que fue placentero. Sé que cada vez que nos agachábamos por encima de la barra para escucharnos en medio de la bulla del bar, mi mejilla rozaba su barba. Hasta sentí el frescor de su argolla contra mis labios. El bar no tardó mucho en cerrar. Con sus colegas, se despidieron de los últimos clientes y me invitó a quedarme un rato, con algunas personas que tenían el privilegio de poder pedir un último trago en el bar vacío y de prenderse un delicioso cigarro prohibido una vez las cortinas cerradas.

—¿Estás seguro de que me puedo quedar? —le pregunté.

—¡Por supuesto! Déjame terminar de limpiar un par de cosas y si quieres, vamos a otro sitio. Suelo juntarme con amigos cuando cerramos, pero esta noche no están. No nos costará conversar juntos y pasarla linda, estoy seguro.

A veces la vida regala este tipo de oportunidades que te dejan sin voz porque, hasta en tus más optimistas escenarios, no te hubieras atrevido a imaginar que podría ser tan sencillo ni tan fácil. Con todos mis esfuerzos, conseguí simular un par de segundos de reflexión, mirando en el vacío, como si consultara mi agenda nocturna, supuestamente llena.

—Um… ¿Por qué no? No tengo sueño y para ser honesta, me gusta tu compañía. Normalmente no me atrevo a este de cosas, pero me caes bien.

Cerré la boca para que mi corazón no se escapara por allí dado los saltos que daba en mi pecho. Pareció apreciar mi atrevimiento y su sonrisa se hizo aún más grande.

—Qué bien, también te quiero conocer y como vivo de noche, no me alcanza el sueño antes de la madrugada.

Una chispa encantadora de excitación se había prendido en su mirada. Era obvio que no íbamos a dormir.

*****

Sonaba un rock de los noventa y el sótano estaba repleto de gente. Cuando bajé la escalera de este bar que no conocía, tuve la misma sensación que la primera vez que había viajado a la selva amazónica. Un soplo húmedo y cálido subía del sótano. Me agarró la mano para guiarme en medio de la gente bailaba, tomaba y fumaba. Había poca luz pero con los rayos amarillos y rojos que se escapaban de la escena, conseguía ver nítidamente algunos trazos de los tatuajes que tenía en los brazos y que se escapaban de su camisa que había arremangado. Obviamente me pregunté qué eran y se tenía más, escondidos debajo de la tela de lino blanco. Me gustan los tatuajes, pero desde muy cerca, cuando se puede detallar la textura de la piel impregnada de tinta. Me parece que solo así se siente su permanencia y su vida, cuando se puede ver cómo se estremece la piel ennegrecida.

Nos sentamos en unos bancos en el fondo de la sala. Sentí de nuevo el contacto suave de la madera contra mis nalgas que se descubrieron cunado me senté, disfruté de esta nueva chispa de excitación. Conversamos mucho, era fácil. De viajes, de literatura, de sus proyectos de escritura, de mi tesis interminable. Cuando puso su mano en mi muslo, sentí una forma extraña de alivio. Anhelaba este contacto y quería más. Me hubiera gustado que me agarre con fuerza, quería sentir sus dedos apretar mi piel y que por fin me besara.

Hubo un silencio entre nosotros, me miró a los ojos. Sentí su mano subir ligeramente, hasta que su pulgar se escondiera debajo de mi falda. La sonrisa había abandonado su cara, de repente seria, como si le hecho de tocarme hubiera despertado algo en él. Me sentía derretir a medida que subía mi excitación. Conocí pocos momentos con tanta tensión sexual, en los cuales sientes que estas a punto de darte la vuelta, levantar tu falda y ofrecer tu culo a la persona que quiere exactamente la misma cosa que tú y que te está arrechando como nunca. Por respecto de ciertas convenciones sociales, me contenté de darle una señal clara de lo que tenía en la mente, poniendo mi mano muy cerca de su entrepierna. Mi dedo meñique tocaba su sexo, lo sentí endurecer.

Nuestros cuerpos estaban hundidos en la penumbra y sin que dejara de mirarme a los ojos, su mano invisible continuó su camino en mi muslo, con una presión suave pero constante. Cuando llegó a la tela fina de mi tanga y que la apartó delicadamente con un dedo, cerré los ojos. Todo mi cuerpo fue recorrido por un insoportable escalofrió de deseo. Cuando crucé mis piernas para retomar algo de contundencia, me di cuenta que me estaba mojando excesivamente. Mi culo se deslizaba en el banquito empapado por mi jugo. Estaba tan excitada por la situación que con pocos esfuerzos me hubiera podido venir discreto y rápidamente, sobándome en mi asiento. Volví a abrir un poco las piernas, mi arrechura acababa de vencer mi pudor. Presioné su verga que había empezado a acariciar a través de su pantalón. Estaba tal como más me encanta sentir una verga: dura y apretada por la ropa. Debía ser tremendamente frustrante, pero parecía dispuesto a seguir aguantando su propio deseo un rato más, dada su sonrisa al tocar mis labios mojados.

Trataba de quedarme quieta para que la gente no se diera cuenta de la morbosa partida que ocurría fuera de las luces de la pista de baile, lo que a él lo divertía bastante. Sus dedos jugaron un momento con mi sexo, deslizándose con una indolencia provocadora, hasta que se vuelva inaguantable. Quería sentir su verga penetrarme, quería que me llenara. Acerqué mi cara hacia la suya para decirle que quería irme para poder seguir este juego en un sitio más apropiado, pero sacó su mano de mi calzón para callarme poniendo su dedo mojado sobre mi boca. Lo lamí con lenguazos discretos y tímidos cerrando los ojos, disfrutando vergonzosamente de mi propio jugo. Parecía que conociera todos mis vicios. Hundió de nuevo su mano en la penumbra que nos seguía escondiendo. Movió un poco su asiento para ponerse frente a mí y darle la espalda al resto de la sala. Su mano pasó de nuevo debajo de mi falda corta y con la otra me agarró el muslo, manteniendo mi pierna abierta sin dificultad frente a él. Me metió un dedo que recibí con delicia. Me masturbó así suavemente durante un par de minutos, llevándome progresivamente cerca del orgasmo. Entre el morbo que me daba la situación, su mirada y sus gestos, sentí que me faltaba poco para venirme en el fondo de la sala, mirando a la pista de baile y con él que se empeñaba en hacer ir y venir su dedo dentro de mí, su pulgar presionando mi clítoris.

—Más… —le dije, acercándome a él para que me escuchara.

Me besó, clavándome un segundo dedo en la concha. Su boca recibió mi suspiro de goce. Me vine largamente, tratando de controlar los espasmos que me agitaban de las piernas al hombro.

*****

—Vivo cerca y solo, ¿quieres ir a mi casa?

Habíamos salido del bar, después de haber terminado nuestros tragos. Al levantarme me había sentido un poco incomoda, tenía miedo de que nos hubiera faltado la discreción en los minutos anteriores. Sentí que la tela ligera de mi falda de verano se pegaba a mi culo que seguía mojado por mi goce. La caricia de su mano sobre mis nalgas mientras cruzábamos la sala en medio de la gente me indicó que no se había perdido este detalle. Al salir, me había agarrado la mano delicadamente para proponerme seguirlo. A pesar de la hora tardía, su mirada seguía viva y penetrante. Se comportaba como un perfecto dandi educado, pero yo percibía que estaba exageradamente arrecho. Era como si sudara morbo a pesar de su camisa impecable y de su barba bien ordenada. Una ola de calor me recorrió al decirle que sí, quería.

Continuará…

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