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La pícara durmiente

El rey y la reina eran felices, pero por más que lo intentaban, no acababan de tener un hijo. Como tampoco tenían mucho más que hacer, se pasaban el tiempo en el dormitorio real. Hasta la servidumbre llevaba los alimentos a los aposentos.

—Ay, Arturo.

—Ay, Sofía. Cualquier día me matas con tus manías. Que nos dijo el curandero, que había que ponerle más esmero, no romperme el cuello.

Sin conocimiento ninguno de fórmulas y posturas recomendables para conseguir tal propósito, practicaban la común, pero Sofía era muy dada a los imprevistos.

—No se queje, que soy yo, mi rey, quien todo el día está sin ropa y dispuesta para usted.

—Y yo encantado, mi señora, de disfrutar su desnudez.

—Pues disfrute usted estos días, mi señor, porque en breve se irá el calor. Y no estoy dispuesta a coger un resfriado por estar todo el día en este estado.

—Mi reina, yo creo que antes, tal y como copulamos muchos más días no serán necesarios.

Varias veces al día, con normalidad después de las comidas principales porque tenían más energía, sacaban las bandejas afuera y así, nadie les interrumpía.

—Señor, pero déjeme usted hacer reposo, que se queja de que le rompo el cuello y usted está siendo peligroso.

—Sofía, si a estas horas estás en la cama tendida como te da la gana, soy yo quien tiene que poner el empeño y las ganas.

—Es que me marea usted con tanto vaivén, y mi estómago no lo lleva bien.

—Mi señora, yo intento ser comedido, pero ya sabe usted, que después de metido…

Un día, la reina, cansada de tanta cama, pidió a su marido cambiar de lugar. Acabó sentado en su trono con su mujer delante y con intención de cabalgar. Lo miró y pidió que hiciera de rey, ordenando y mostrando su cetro.

—Mi señor, déjeme ver el artilugio al que yo le doy refugio, pues usted a mí me pide que exhiba mi cuerpo, pero yo no recibo el tratamiento correcto.

—Tus deseos, amada esposa, son órdenes para mí, pero ten en cuenta una cosa, después no seré misericordioso, por hacerme ahora sufrir.

Así lo hizo y ella se arrodilló. Acarició arriba y abajo, y durante minutos, dejó labrado y lustrado su bastón.

—¿Desea mi señor, que ahora le dé cobijo? ¿Qué intente de ese modo darme un hijo?

—Esperaba de ti la pregunta, así que por favor, súbete de una vez aquí y disfruta.

Comenzó a cabalgar como hace con su montura cuando quiere correr por toda la llanura. Las manos del rey amasaban el cuerpo de su reina, nunca en la vida se había comportado así. Y le gusta, mucho, tanto como para desear que no se quede embarazada en tiempo, para disfrute de su cuerpo.

—Mi reina, estás poseída. Nunca te vi con esta energía. Como sigas con el galope, voy a relinchar a ritmo del trote.

—Mi rey, usted disfrute y déjeme hacer mi trabajo. No piense en otra cosa, que se le nota aquí debajo.

La reina clava las uñas en sus hombros, enloquece, aprieta… Y el Rey lo suelta. Extasiados, se abrazan pensando en que quizás sea suficiente por ese día, pues llevan desde mediodía. La reina se levanta y su níveo cuerpo se aleja hacia una palangana con agua.

***

Aproximadamente siete meses después, nació una niña. Hermosa, rubia, con piel blanca y ojos del color de las esmeraldas. El Rey ordenó preparar la mayor fiesta vista en sus dominios e invitó a todos, menos a los niños. Lo malo, que se les había roto uno de los platos de oro, y decidió invitar a doce hadas solo. Se dejó a la que peor le caía, y por qué no decirlo, la que también más fea le parecía.

Con la fiesta, llegó el jolgorio.

—Arturo, esto se está desmadrando —previno la reina su corpiño ajustando.

—Mi reina, ¿no te estarás asustando?

—Sí, me parece poco decente lo que hace esta gente.

—No creía que fueras a asombrarte después de lo que hicimos en algunas partes.

—Mi rey, si bien es cierto que se sabe que usted y yo tenemos una vida jocosa, ninguna más le ha visto esa cosa —alega señalando su entrepierna.

Anticipándose a los hechos, la sala tenía a lo largo de las paredes varios cómodos sillones, donde ya se veía a caballeros con las piernas tapadas por gruesos faldones.

—Pues como dices, mi reina —dijo el rey levantándose y pidiéndole la mano a ella—, venga usted a quitarme la pesadez de entre las piernas.

—Le recuerdo al señor, que tenemos un bebé y que le tengo que dar de comer.

—Y yo, le recuerdo a la reina, cuál es su deber…

La Reina y el Rey, viendo que se les hacía caso omiso se retiraron sin siquiera pedir permiso. La pequeña Aurora dormía, cuidada por su nodriza, en una habitación en la lejanía.

—No sé si habrás, mi reina, comido bastante, pero mira, lo que tienes delante.

El rey se despojó de sus engalanadas ropas en poco más de un instante.

—Válgame el señor…

El rey agarró las ropas de la reina por los hombros y tiró. El corsé saltó.

—Mi señor, el vestido, era nuevo…

—Mandaremos que te hagan miles, pero no quería perder el tiempo, quiero ya probar tus mieles.

—Ay, mi señor —dijo la reina cuando lo tuvo adentro—, recompénseme de los meses de asueto.

Mientras, el hada número trece llegó de imprevisto y escandalizada se quedó, prefiriendo no haberlo visto. La música cesó tan de repente, como mudas de gemidos y gritos, toda la gente.

La bruja, más que hada, estaba encolerizada. Chilló que la niña sería embrujada y cuando fuera adolescente y con una rueca se pinchara, se dormiría; hasta que un príncipe, buen amante de verdad, la despertara.

Nadie se dio por enterado y se marchó peor que había llegado. La venganza sería servida, a ver luego, quién se reía.

—Ya llegó esta aguafiestas e hizo bajar las ballestas —se quejó el hada número tres.

—Ya te digo, qué mal tomada solo porque no había sido citada —alegó la número seis.

***

Aurora creció y decenas de pretendientes querían probar sus mieles, tocar sus desniveles, meterse en sus vergeles. Aunque en el reino prohibieron los husos, encontró uno abandonado y en desuso.

Tras el pinchazo, Aurora cayó al suelo profundamente dormida. Sobre telas y cojines, amortiguada su caída. En kilómetros a la redonda, todos se fueron desvaneciendo, desde los más pobres campesinos, a los más ricos del reino.

Los rosales crecieron y fueron invadiendo con sus zarzas y aromas, animales y personas. La leyenda se fue extendiendo y muchos hombres perecieron.

Pero llegó un día, en el que un príncipe recién llegado a la región, quiso investigar y ver a «la tentación».

—Me dijeron que aquí no me internara, pues es zona embrujada. Pero tengo oído que la moza es bien hermosa.

Entró al sótano del castillo como pudo, pinchándose y arañándose, dejándose parte del cuero cabelludo. La muchacha, tal y como se había caído así se había quedado, con su vestido arremangado.

—Las habladurías eran ciertas —dijo él, mirándole las piernas abiertas.

A sus pies había por lo menos, una docena de caballeros en cueros.

Todos lo habían intentado, pero por alguna razón, no habían acabado. Se acercó a la muchacha y miró su vestimenta. Imaginó lo que escondía, y sintió entre sus piernas un cúmulo de alegría.

Estiró las de la muchacha y se bajó sus calzones, se arrodilló entre las zarzas, pinchos y flores. Haciéndose arañazos en las manos, buscó la tierra yerma. Así que se abrió paso y llegó a su entrepierna. Con dedos ágiles de explorador y cazador, fue abriéndose paso entre el escozor.

Dirigió firme y rápida su arma, lista, preparada y con carga. El cuerpo de Aurora se movía, se deslizaba arriba y abajo bajo su hombría.

Las zarzas y espinas comenzaron a retirarse; una luz, de afuera, a reflejarse. Los pechos de Aurora comenzaron a subir y a bajar, y el príncipe, dejó de considerar.

La muchacha abrió la boca y soltó un gemido. ¡Estaba viva, lo había conseguido! Después abrió los ojos, lo miró, y lo dejó sorprendido cuando con sus manos se desató el corpiño haciendo que el príncipe, profesara un alarido. Los hombres de alrededor, se fueron levantando sin pudor. Tropezando, atontados, marchándose avergonzados. Hasta que se quedaron solos y Aurora pidió que por favor, repitiese la operación, puesto que estaba dormida y necesitaba entrar en calor.

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