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Mi única vez en un sitio swinger

Para quien no haya leído mis vivencias y fantasías, les diré que en esa época yo tenía 29 años y era muy bella. Siempre he tenido las tetas grandes y las nalgas y piernas delgadas, aunque mi esposo y mis amantes dicen que así estaban hermosas. Hoy dicen lo mismo por cariño o por amor, pero la verdad es que mis chiches están muy colgadas y me crece la cintura, pero las nalgas y piernas están más flacas. Mis líneas de expresión hace cierto tiempo que aparecieron y se acentúan más cada día y sólo quedan algunos rasgos de la belleza que cautivó a muchos (y supe aprovechar muy bien). No me pinto el pelo, las canas se distribuyen parejo en mi pelo negro, tan brillante como otrora, cuando lo usaba muy largo. Las edades de los otros personajes son: Eduardo y Elvira con 35 años y José con 40.

Una vez Eduardo, mi amante, me preguntó si alguna ocasión había ido a una reunión swinger. Más que saber mi respuesta, él quería ver cómo reaccionaba mi curiosidad y según se diera, proponerme ir a una. Todo se dio una tarde, después de pasear un poco por el parque de los viveros, en Coyoacán. Mi esposo se había ido a Tapachula por un par de semanas, a dar un curso intensivo que concluiría en viernes y regresaría en el vuelo matutino del sábado, así que habría muchos días para que la pasáramos juntos. Mi hermana cuidaría algunas tardes a los críos.

—¿Quieres que comamos en algún lugar en especial? —me preguntó.

—Sí, en tu casa, quiero aprovechar estar contigo todo el tiempo que pueda de esta y la otra semana, tal y cómo me gusta… —le contesté, dándole a entender que me la quería pasar encamada.

—¿Sabes qué es una reunión swinger? —me preguntó cuándo ya reposábamos la comida en la sala, desnudos, yo sentada en sus piernas y él acariciando mi pecho.

—Creo que es una reunión donde van a swing, swing, todos contra todos —dije al tiempo que me balanceaba sobre sus piernas, restregando mis nalgas en el balanceo que hacía para acompañar mi canto.

—Ja, ja, ja… Sí se va a eso, pero no es “todos contra todos”, eso es una orgía.

—¿Si van a hacer el amor y no es de todos contra todos, ¿entonces qué es?

—¿Te gustaría ir a una?

—La verdad, no. No me gustaría que me cogiera alguien sin avisar, tampoco he hecho el amor con dos o más al mismo tiempo, sí en el mismo día, pero no lo otro…

—¿Con más de dos el mismo día? —preguntó, celoso, pues Eduardo sabía que sólo me compartía con Saúl, mi esposo.

—¡Ya vas a empezar con tus celos…! Yo dije “más de uno” … —bajándome de sus piernas.

—No, dijiste “dos o más”.

—Sí, eso dije, pero eso no quiere decir que lo haya hecho con más. Dejemos eso de lado, ¿por qué me invitas a una reunión swinger? ¿A cuántas has ido tú? —pregunté queriendo averiguar y que olvidara lo de “más de dos”, que sí lo hice algunas veces, y recordé al pene de Roberto, mi primer amante, mientras tomaba entre mis manos al suyo…

—No, no he ido, pero mi amiga Elvira, quien me renta este departamento, me comentó que los habían invitado, a ella y a su pareja, a una. Ellos preguntaron si podían invitar a alguien más y les dijeron que sí, pero en parejas heterosexuales. Esto funciona ya en Europa y Estados Unidos, pero hasta ahora sé que en México las hay también. El asunto es que sí quieren ir, pero no solos por si pasa algo.

—¿Qué puede pasar?

—No creo que pase algo pues sí puedes hacer el amor con otra persona siempre y cuando se lo pidas, o al revés, y ella y sus parejas acepten. Esto evita problemas, además, no se vale aislarse, se hace el amor frente a los demás…

—¡Uy, creo que no me gustaría…!

—¿Por qué? Sólo iríamos a ver cómo cogen y a que nos vean, algo nuevo aprenderemos.

—¿Y qué tal si te gusta una güera frondosa de las chiches y las nalgas? Seguro que me dejas allí mirando…

—Ja, ja, ja. ¿Y si es al revés? Ja, ja, ja. Vamos a aprender cómo se aman otros y así acompañamos a nuestros amigos.

—¿Nuestros, Kimo Sabi?

—Ja, ja, ja. A mi amiga y a su esposo. ¿Qué dices? Es el viernes en la noche.

—En principio sí, pero no sé si a la hora de la hora me arrepienta…

—Bueno, ya quedamos, mientras, ensayemos lo que les vamos a mostrar… —me dijo empezándome a besar las chiches… y así seguimos con lo mejor de nuestro repertorio.

Por fin llegó el viernes. Mis hijos se fueron a dormir a la casa de mi cuñado, quien ya había dicho que haría una piyamada para sus hijos y sobrinos, lo cual me venía de perlas y no tendría que pedirle a mi hermana el favor de quedarse con ellos. Me vestí elegantemente, pero no sabía para qué ya que se trataba de andar desnudos.

—¡Qué linda te ves! —me dijo Eduardo cuando fueron por mí y sus amigos lo secundaron.

—Me siento un poco nerviosa, además, no sabía qué ponerme y pensaba “de qué servirá” verse bien si cuando sea la hora de la hora, se verán lonjas y cicatrices…

—¡Ja, ja, ja, ja…! —rio a mandíbula batiente José, el esposo de Elvira— En tu caso nuestros ojos estarán en otra parte —completó y Eduardo hizo un mohín de disgusto que notó José y siguió conduciendo sin hacer más comentario.

—La verdad, yo vengo muy emocionada, pero tu comentario y tu cuerpo me están acomplejando ya que yo no tengo algo que atraiga mucho las miradas —dijo Elvira—, así que no creo que alguien vaya a solicitar mi compañía.

Los comentarios fueron subiendo de tono, Elvira dejó ver que su esposo me tenía ganas, lo cual fue correspondido con la sonrisa de José y un gesto de molestia de Eduardo, quien se apresuró a contestar que nosotros sólo iríamos a ver cómo se desarrollaban estas reuniones y por acompañarlos, tal como ellos pedían, “pero no más”, precisó con firmeza que le provocaron los celos por los comentarios.

—¡Uy, qué celoso…! Ya veremos si le dices eso a una güera frondosa en pelotas que te invité a hacerle el amor —dije en tono jocoso para aligerar el ambiente y todos rieron, incluso Eduardo.

—¿Y si te lo pide alguien que no está frondosa, pero que sabe hacer muchas cosas ricas y que no es fea? —dijo Elvira, haciendo ademanes de acicalarse el cabello y poniendo cara de viciosa sexual.

“¡Ja, ja, ja, ja!”, tronó la carcajada de José, quien se había mantenido callado y ahora fui yo quien sintió celos, preguntándome si de verdad estábamos preparados para una reunión de swingers. “¡Yo no lo permitiría!”, dije sintiendo mucho coraje que le Elvira le lanzara los perros a Eduardo en mi presencia, “Solamente vinimos a acompañarlos”, precisé.

En esas estábamos cuando José nos indicó que habíamos llegado. Se trataba de una casa en el Pedregal de San Ángel. Se acercó una persona quien nos abrió las puertas diciendo “Bienvenidos”, le dio un boleto a José y se llevó a estacionar el automóvil. Al interior de la finca, nos preguntaron el nombre de quien había hecho la reservación y pidieron la invitación. José extrajo un sobre de su bolsa donde estaban los datos y también el dinero de la “cooperación” para el sostenimiento de la reunión. Nos preguntaron si era la primera vez que acudíamos a una reunión swinger, cuando dijimos que sí, nos mencionó las reglas y preguntó si había alguna duda. Como afirmamos haberlas entendido, nos dieron un par de llaves, cada una con un brazalete ajustable, y pidieron que pasáramos al camerino para dejar nuestras cosas y ropa. Se trataba de un cuarto de ocho por seis metros con unas cuantas sillas acojinadas y como entre cincuenta y cien lockers altos, con ganchos para ropa.

—Pónganse su mejor traje de noche: su piel… Cuando estén listos, pasen a la fiesta por aquella puerta, la otra da a los sanitarios, por si lo requieren antes. —nos dijo con amabilidad la persona que nos acompañó al camerino y se retiró.

Había que desnudarse y todos estábamos abochornados. Así que “decidí” ir al baño. “Yo te acompaño”, dijo Elvira de inmediato.

—Estoy nerviosa —le confesé cuando estábamos adentro del espacioso baño, el cual tenía espejos, regaderas y retretes con puertas.

—Yo también, pero me mata la curiosidad de ver a otros machos encuerados y empalmados. —contestó sonriendo.

—¿No te dan celos de que tu marido vea a otras? —pregunté.

—A ti, no, él empezó a fantasear contigo y me gustó la idea de desagraviarme viendo a Eduardo así, enfrente de él.

—Pues nosotros sólo venimos a ver… y a que nos vean. —dije poniéndole un alto, pero resignándome a dar “cinito”. Una conversación similar a la nuestra se estaba dando en el camerino, según me contó Eduardo después.

—¿Vamos a ver si ya están listos nuestros hombres? —preguntó con tono de lujuria.

—Ahorita salgo, primero voy a acá. —dije abriendo la puerta que daba a uno de los retretes, y me metí para terminar con esa plática que me molestaba.

Elvira me esperó a que terminara de orinar, en tanto que aprovechó para darle unos toques a su maquillaje.

—Lo mejor de tu edad es que no necesitas de afeites para tener una cara de ángel. —me dijo cuándo me vi en el espejo para corroborar que estaba presentable. Solamente sonreí.

Al salir al camerino, nuestros hombres ya estaban sin ropa y bromeaban sobre nuestra tardanza. “Ya estamos listos”, dijo José, “Se trata solamente de heterosexuales, ¿por qué tardaron?”, completó Eduardo. Elvira rio y precisó “No, yo no soy tortillera”, yo únicamente sonreí. Empezamos a desvestirnos y nuestras respectivas parejas nos ayudaron a colgar la ropa. José no me quitaba la vista de encima y de inmediato se le irguió el pene cuando me quité el sostén, cosa que me incomodó.

—¡Ay, Pepe, si así lo trajeras siempre me harías feliz! —dijo Elvira dándole unos jalones en la verga.

Eduardo vio cómo, Elvira quien ya se había hincado, distribuía con el pulgar al líquido preseminal sobre el glande de su marido y, yo creo que se le antojó, el suyo también comenzó a crecer, lo cual me hizo sentir celos. Como medida de venganza, me puse de frente a José para quitarme las pantaletas de encaje que traía para la ocasión y, primero, las bajé lentamente mostrándole poco a poco los vellos tupidos, pero cortados con cuidado, de mi pubis; después me agaché para que colgaran en vilo las tetas, dándole movimiento pendular al levantar los pies en su turno al quitarme la última prenda.

—¡Sigue, mami, sigue…! —le gritaba José a su esposa sin dejar de mirar el espectáculo que yo le daba.

—¡Vente, mi amor, mírala bien para que me des mucha leche! —dijo Elvira incitando a su marido, antes de meterse un gran pedazo de carne y darle más viajes al tronco con la mano.

La verdad, me calentó mucho la escena que en gran parte yo había propiciado. Eduardo no dejaba de ver cómo mamaba Elvira y empezó a acariciarse la verga, ¡que ya estaba enorme!

—¡He…! —le grité a Eduardo dándole mis pantaletas para que las guardara, lo cual hizo de inmediato, pero sin dejar de ver la cara de puta que ponía Elvira.

La calentura también me desbordó y me colgué del cuello de Eduardo quien me tomó de las nalgas y me penetró de un solo golpe. Nos mecimos y sentí de inmediato lo caliente del chorro de semen que él soltó sin apartar la vista de la mamada que hacía Elvira. “Ahhh” gritó José: a Elvira se le escurría el semen por las comisuras de los labios.

—¡Qué rica ordeña me hiciste, mami! —exclamó José con el último aire que le quedaban en los pulmones. Y ambos voltearon a ver cómo cogíamos.

Eduardo estaba de pie, con los ojos cerrados, bajándome lentamente. Su miembro semiflácido no me serviría en ese momento para calmar mi calentura, sentí un poco de frustración, aunque empezaba a resbalarse un poco de mis jugos y su venida por mis piernas. Me hinqué y le limpié el pene con mi lengua. Me metí los dedos en la vagina y los lamí viendo a Elvira, quien dijo “No soy tortillera, pero si quieres te limpio eso…” Así que volví a meter los dedos en mi raja y los saqué con nuestra mezcla ofreciéndoselos a ella quien se apuró a chuparlos mientras se dedeaba el clítoris. Eduardo y José miraban cómo jadeaba entre chupada y chupada. “Y yo le ayudaría a limpiarla…”, balbuceó José dándose unos jalones con una mano en el tronco y con la otra en el escroto. No lo pensé más y tomé con mis dedos lo que había escurrido en mis piernas y se lo ofrecí a José quien sólo dio una lamida porque Eduardo, celoso, interrumpió en voz alta “¡Ya, basta! Allá adentro encontrarán con quien” y tomándome la mano evitó que José chupara otra vez mis dedos.

Así, después de cerrar los lockers, tomados de la mano y casi jalándome hacia la puerta de la fiesta, entramos a una sala muy amplia donde todos estaban desnudos, abundaban los mayores de 40, incluso algunos sexagenarios, pero también vimos jóvenes de 20 a 30 años, en los cuartos. En la sala había gente platicando, departiendo alegría con su vaso de bebida en la mano y una música suave en bajo volumen. En cambio, en los cuartos, donde la música era más alegre y en tono más alto, casi todos estaban cogiendo; no precisamente todos contra todos, como yo había creído. Se trataba de parejas, pocos en trío. Algunos simplemente sentados viendo cómo cogía su pareja con otro y jalándose la verga, o ellas metiéndose el dedo, mientras que con la otra mano apuraban su licor o su vino. La constante era que una vez concluida la cópula regresaban con su pareja, la besaban y se abrazaban felices. Algunas pocas mujeres llevaban la boca llena de semen después de limpiarle la verga a quien se la había cogido y besaban al esposo (¿o amante?) quien disfrutaba el mismo sabor que su mujer; claro los hombres chupaban la vagina y compartían la mezcla a sus damas. Esto se nos hizo raro, pues entre las reglas estaba la de usar condón (era época en que el SIDA era alarmante), los condones abundaban en dispensadores que estaban en las esquinas, pero al parecer en estos casos se trataba de amistades que tenían mucho tiempo de conocerse y compartirse. La temperatura era agradable, los sillones de la sala eran de piel y el piso y gradas (en los cuartos) estaban alfombrados. Uno de los cuartos, el más grande de todos, tenía una alberca pequeña y allí las gradas y los pisos eran de plástico imitación césped del green, como en el golf.

Hicimos un lento recorrido mirando embobados cómo cambiaban de parejas y de inmediato se ponían el condón y comenzaban a hacer el amor. Generalmente era un intercambio, pero también estaban los que se quedaban mirando gozosos cómo le daban satisfacción a su pareja. En estos casos era común que el mirón era mucho mayor que su mujer y quien le daba gusto era de una edad similar a la de ella; la pareja de éste último, a veces también miraba o acariciaba al viejo mientras él miraba extasiado. Eduardo y yo caminábamos por delante y Elvira y José tras de nosotros. A veces nos teníamos que detener, o hacer para atrás para dejar pasar a alguien y sentía el pito rígido y húmedo de José en mis nalgas, lo cual, para ser franca, no me disgustaba, pero tampoco hacía yo algo por quedarme pegada a éste; cosa que sí veía de reojo que ocurría con los erguidos pezones de Elvira sobre la espalda de Eduardo. Yo estoy segura que ellos dos tuvieron, y todavía tienen, sus dares y tomares, pero no me consta…

Nos quedamos en el cuarto de la alberca y tomamos un trago. Los meseros eran los únicos que estaban vestidos; eran fornidos como guardaespaldas y seguramente intervenían si había una desavenencia. Otra cosa que notamos, es que sí había sanitarios para hombres y mujeres, pero otros sólo decían “Sanitarios” y eran comunes, como el del camerino. Nos sentamos en una banca que era una de grada de cemento cubierta con la alfombra de plástico, Elvira y yo al centro, acompañadas por nuestra respectiva pareja. Mirábamos una escena de lujuriosa fornicación entre dos muchachos bien formados y guapos, muchos estaban atentos a ellos. A Eduardo se le notaba que la chica le gustaba, pues no perdía detalle; me tomó de la cintura con una mano y con la otra me magreaba las chiches. Terminaron agotados los jóvenes, uno sobre la otra, yertos y transpirando abundantemente. Sus respectivas parejas no gozaron tanto su propio coito, pero al concluir aventaron a la alberca a los primeros, entre risas y carcajadas de todos los presentes, quienes continuaron abrazándose en el agua, más para sostenerse y descansar que para seguir amándose. “Esa chica ya no aguanta otro palo”, dijo Eduardo. “Por una cogida como esa habrá valido la noche”, contestó Elvira sugerente, mirando a Eduardo. “Pues dile al chico, quizá al rato se reponga”, le contesté yo. “Sí, nosotros no lo haremos con otros”, confirmó Eduardo. “Lástima” exclamó José mirándome a las tetas.

—¿Qué tal si tú y yo intentamos hacer algo mejor? —me preguntó un verdadero adonis mostrándome un condón nuevo en su mano, ¡el miembro más grande que yo había visto antes!, pero con unas bolitas normales, aunque pequeñas para el resto de su herramienta. Volví a escuchar la voz de José diciendo “Lástima” en mi mente, ¿o lo volvió a decir?

—Por ahorita no, gracias. —le dijo Eduardo sonriente y el muchacho, contestó a la negativa con una sonrisa y una ligera caravana, Yéndose a abrazar a una joven hermosa, además güera, nalgona y chichona (mi profecía se hubiera cumplido) quien sólo volteó a vernos un segundo y alzó los hombros cuando él seguramente le contó de la negativa. Ella lo abrazó, le dio un beso e hizo un ademán con el brazo cubriendo con su recorrido toda la alberca, como diciendo “Hay muchas”.

—“Lástima”, en el intercambio salías ganando… —le dije divertida a Eduardo quién se empalmó al ver esas nalgas.

—¡Le hubieras dicho que sí, si tú querías! —me contestó enojado.

—¡Pues no me dejaste hablar! —contesté irritada.

—Basta, basta… —nos reconvino Elvira— Yo sí hubiera querido, pero si desde antes convinieron ustedes en que no, ahora se aguantan sin enojarse.

Elvira y José se levantaron y se fueron a buscar alguna pareja similar a ellos, y la encontraron. Se fueron con ellos a la sala donde platicaron alegres, abrazando y toqueteándose unos a los otros. Después los encontramos divirtiéndose en un cuarto que más bien parecía un gimnasio pues había aparatos de todo tipo. A Elvira, con las piernas abiertas sobre cuatro argollas acojinadas y unas tiras elásticas, la columpiaba la otra mujer. En cada ciclo se intercambiaban de lugar José y el otro hombre para ver quién la penetraba más limpiamente. ¡Era fácil!, pues no iba rápido y ellos se movían conforme se acercaba la vagina. “¡Que se oiga el golpe de los huevos en las nalgas!”, gritaba la mujer después de cada envión. Nos reímos Eduardo y yo. “¡Tírale al blanco tú también, Eduardo!”, gritó Elvira al descubrirnos divertidos de ver cómo se la parchaban. Eduardo le sonrió e hizo un ademán de negativa a José.

—Anda, atínale a mi mujer, no te voy a pedir nada de la tuya, ya sé que tú no quieres compartirla. —insistió jalándolo del brazo.

—Pero qué tal te la imaginas cuando escuchas el rechinido de la cama, Me coges como desesperado… —le dijo Elvira a su esposo, quienes habitan el piso de abajo del departamento de Eduardo.

Imaginamos y, Cogemos como desesperados… —precisó José.

—Gracias, no. Sigan divirtiéndose ustedes —dijo Eduardo y me llevó a la sala.

—¿No quieres cogértela enfrente de su marido, sólo lo hacen ustedes dos solos? —le espeté celosa. Él ignoró mi bravuconada.

A las cuatro de la mañana, avisaron por el sonido que agradecían nuestra visita, que nos esperaban la próxima semana, pues en una hora terminaría la fiesta. “Recuerden que pueden adquirir su membresía al club swinger con diversos planes de pago y múltiples beneficios.” Decía el comercial. Poco a poco se fueron retirando los invitados. Eduardo y yo nos acostamos en un colchón vibratorio. Me monté en él y la cama, al máximo de frecuencia, hizo lo demás. José miraba cómo bailaba mi pecho mientras Elvira le daba una mamada que lo hizo explotar una vez más. Al terminar, ellos y nosotros, le preguntó si le gustaría cogerme y él contestó “Me gustaría mamarle las chiches mientras tú me chupas la verga tan rico como lo haces mamita”. Entendí a qué se había referido ella con “saber hacer muchas cosas ricas” y me imaginé a Eduardo viniéndose en su boca, pero mi enojo fue mayor cuando imaginé a Saúl, mi esposo, vaciándose en la boca de Regina, una amiga dos años mayor que Saúl, con quien él se veía cuando salía de viaje su esposo.

Al salir hacia el camerino, nos encontramos al adonis (él ya vestido) y su güera (ella aún en nalgas, digo, en pelotas). Su locker estaba contiguo al nuestro.

—Con permiso, dijo Eduardo moviendo la puerta del locker de la güera para abrir la nuestra.

—No hay problema, dijo ella sonriéndole. —me encendí de celos porque la chica era verdaderamente hermosa y sus ojos eran violeta, no azules. “Ya perdí”, me dije. —¡Ah, son ustedes! —dijo al verme, sin dejar de sonreír —¿No le gustó Joel a tu bella esposa? —le preguntó a Eduardo— Él se puso muy triste, ¡nunca lo vi tan entusiasmado por una mujer!

—No fue eso, lo que pasa es que es la primera vez en una reunión como éstas y decidimos que sólo estaríamos de espectadores —le contestó—, ¿verdad, mi amor? —concluyó volteando a verme. —yo asentí con la cabeza, tomé mi bolso y me fui al baño, donde me encontré al adonis, ahora sabía que se llamaba Joel y quise vengar mis celos.

—Hola, Joel, te juro que yo sí quiero. —le dije sin más preámbulo y contra las reglas le pregunté—: ¿Me das tu teléfono? me extendió rápidamente, y de manera muy discreta, una tarjeta, me acarició el pecho y me dio un beso en la mejilla. yo le acaricié el bulto que creció instantáneamente bajo la ropa.

—Yo también. Por favor, háblame —susurró a mi oído, retirándose enseguida.

“¿Acaso su esposa será muy celosa?”, me pregunté al verlo retirarse tan intempestivamente y me metí a un retrete donde leí la tarjeta que ostentaba el título de arquitecto y una dirección de un prestigioso despacho con el mismo apellido de Joel, seguido de la frase “e hijos”. Metí la tarjeta en mi bolso como si guardara un tesoro. Cuando salí al camerino, la güera y Joel se despedían de Eduardo, de Elvira y de José. Me esperé en la puerta a que se marcharan para evitar cualquier comentario delator.

—Creímos que ya te habías ido…—me dijo José.

—¿A que no sabes quién se acaba de ir? —dijo Elvira, no sé si buscando el enojo de Eduardo o el mío.

—Sí, vi que la güera y Eduardo se despidieron de beso, pensé que se iría atrás de la nalgona…

—“Se vendría”, serían las palabras adecuadas —precisó José y soltó una carcajada—. “Ya será en otra ocasión”, le dijo Eduardo a ella, ¡pero refiriéndose a ti!, porque impresionaste fuertemente al chico. ¿Sí habrá una próxima? —nos preguntó.

—No lo sé —contestó Eduardo secamente.

Las bromas siguieron en tanto terminamos de vestirnos. “Sí habrá próxima”, me decía a mí misma. Esa madrugada hicimos rechinar más la cama, yo pensando en Joel y, seguramente, Eduardo deseando a la nalgona. Abajo hubo un eco con el mismo rechinido de cama. Es probable que Elvira montaba a José creyendo estar sobre Eduardo y que José le mamaba las chiches imaginando a las mías. “¡Mámamelas mucho, mi amor, apriétaselas a la puta de Tita!”, gritaba Elvira dándome una dedicatoria clara.

—¡Puta tu madre! —grité y se escuchó la carcajada de José.

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