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Amor hasta la muerte

Durante cincuenta y nueve años en el día de nuestro aniversario visite la tumba de quien en mi juventud fue mi amada esposa. Cada año pasaba el día y parte de la noche velando el recinto donde yacía el cuerpo de mi hermosa difunta.

Recuerdo que desde niños nos quisimos mucho; cuando llegamos a edad madura contrajimos matrimonio. Ella me amó con locura, jamás me celo, nunca me mintió, nunca faltó al amor que yo le profesaba. Un año, cuando una extraña peste azotó al país, ella cayó cama y desafortunadamente no se pudo recuperar. Fueron los días más tristes de mi vida, una lúgubre melancolía ahogaba mi corazón, el cual no se apaciguaba ni con el más fuerte de los vinos, ni con las drogas más exóticas que en su tiempo fueron novedad. Yo contaba con la edad de veintitrés años, era muy joven para soportarlo y no pude superar su muerte con prontitud.

Así pasó el tiempo, la melancolía y los años pesaban cada vez más, todo era como dos enormes rocas que cargaba a cuestas en una empinada montaña, con cada año que pasaba su peso y tamaño se incrementaban de forma exuberante y grotescamente dolorosa.

El año cincuenta y nueve de nuestro aniversario fue el último que visité la lúgubre tumba, no por razones personales, algo más allá del entendimiento humano me llevo a ya no visitar el sepulcro. En la última visita llevé un enorme ramo de rosas, lo deposité dentro del recinto de mi amada mientras lanzaba fuertes rezos al cielo implorando que ella en la otra vida me escuchara. No pude impedir que las lágrimas brotaran de mis ojos como agua de un río naciente. Lloré durante horas como un chiquillo y como un loco, aún me dolía su muerte. Rasgaba en vano con mis reumáticas manos la loza que cubría el ataúd, lo hacía en forma torpe e incoherente, sin duda estaba desesperado. Ignoro si la edad, la soledad y la melancolía me hayan llevado a la locura; los actos que realicé fueron dementes e infames, dignos de un desequilibrado mental. Alguien sano no me habría temido, al contrario me habría tenido lástima por las acciones que realicé en esa funesta última visita.

Era noche cuando todo sucedió, en mi estúpida desesperación encontré una gruesa varilla que utilicé como palanca para mover la pesada placa de concreto que cubría el sarcófago de mi amada muerta. Cuando logré con el esfuerzo de un anciano apartar la loza, lloré sobre el ataúd con más intensidad, no tuve el valor ni la fuerza para sacar el cadáver o lo último que quedaba de ella, pues con seguridad los gusanos ya la habrían devorado con el paso del tiempo; minutos después cansado me quede tristemente dormido abrazado al ataúd.

Dormido tuve un sueño hermoso, me hallé en un mundo distinto y enrarecido, lleno de vida, todo en él era intangible, confundía mis sentidos, olores ricos emanaban de plantas y animales que cruzaban a mi paso, las plantas andaban sobre sus raíces, animales de todas las especies hablaban entre ellos mirándome como si yo fuera uno de su estirpe; enormes montañas se alzaban desde lejanas planicies rasgando los cielos con sus escarpadas puntas nevadas, a los costados ríos de agua pura caían en los lagos desde altísimas cascadas espumeantes. Las flores eran multicolores, había unas de matices exuberantes y antinaturales, me perdía con mis pensamientos sobre el lugar de origen de ese mundo onírico, anormal, lleno de vida extraña y hasta cierto punto deforme a mi entender. Dudé que me hallara en un sueño común pues generalmente soñaba cosas tristes, lúgubres y lamentables que me recordaban la muerte de mi esposa. De repente no muy lejos de donde me hallaba una imagen familiar se hizo presente, era ella, mi joven amada que yacía muerta y sepultada en el panteón local. Su imagen era de mujer joven, la viva imagen de cuando perdió la vida, su bello rostro con sus facciones puras, su cara llena de alegría y sus coquetas muecas de niña. Desde lejos me llamaba, gritaba mi nombre sin mover la boca, su voz sonaba como el susurro de la noche en épocas de primavera, aquella primera impresión me pareció carente de lucidez y siniestra a la vez, pues ella flotaba sobre el piso y sobre los árboles y animales que hablaban; me pidió con su voz susurrante que le siguiera, entonces avance entre plantas andantes, animales inimaginables, y otras formas de vida ignotas que parecían provenir de otros mundos más allá del de los sueños.

Llegue hasta una costa donde los restos de espumeantes olas de nubes rasgaban la arena, ese mar no emitía sonido, por lo tanto seguía escuchando la voz de ella. A lo lejos ya dentro del mar de nubes se hallaba flotando como un hermoso espejismo, llamándome con su voz susurrante y plácida; no tuve miedo y me adentre en el mar de nubes, nadé horas sin que el cansancio me hiciera presa, escuchaba su voz aun cada vez más cerca, hasta que llegue a una isla donde había mucha gente que se encontraba como perdida, deambulando sin rumbo fijo. Al entrar a la isla y caminar entre aquella multitud de andantes ya no escuche su voz. Intenté preguntar a los allí presentes si alguien había visto a mi hermosa mujer flotante, a la mujer que hablaba en susurros sin mover los labios, pero cuando preguntaba nadie me oía, mi voz no era escuchada, entonces por primera vez en mi sueño me sentí agobiado y embargado por una terrible soledad, similar a aquella que sentía despierto.

Pase mucho tiempo así, sin saber de ella, sin escuchar su voz, sin ver su cuerpo. Tuve momentos de locura, rasgaba la piel de mis brazos con mis uñas, arrancaba mis cabellos con las manos, gritaba con desesperación a los cuatro vientos que volviera mi amor, mi dulce amor muerto.

Perdí la cuenta del tiempo, porque en aquel lugar el tiempo es intangible, similar al tiempo que transcurre en los sueños comúnmente. Mucho tiempo después quedé confundido, al fin tuve contacto con alguien, un niño de unos cinco años se me acerco y me pregunto:

-¿Nadaste por el mar de nubes?

Le respondí que sí, entonces me hizo otra pregunta.

-¿Seguías a alguien?

Nuevamente le respondí que sí, el pequeño niño se sentó a mi lado tomo mi arrugada mano, en un tono suave y dulce me dijo.

-Yo también nade por ese mar de nubes hace mucho tiempo. Mi madre era quien me llamaba con una voz susurrante, nade sin cansarme, a pesar de mi corta edad nade muy rápido, cuando llegue a esta isla ya no la vi, desde entonces no he vuelto a escuchar su voz. He intentado nadar al otro lado, a la tierra de las criaturas hermosas y extrañas, donde hay flores de colores inimaginables, pero mis esfuerzos por llegar a la otra tierra han sido en vano, cada que me arrojo al mar de nubes y nado durante horas, volteo y me doy cuenta de que no he llegado a más de un metro de esta isla llena de gente que no me escucha.

Cuando el niño me dijo esto comprendí todo, no era un sueño: habíamos muerto. Estábamos en el mundo donde habitan las almas de todos los difuntos, no importa del tipo de vida, todas las especies mueren y sus espíritus van a dar cada uno a una isla que corresponde a su raza.

Llevo años en tiempo de sueños caminando las costas de esta isla, me he arrojado varias veces al mar en mi desesperación y he nadado intentando volver a la tierra extraña de plantas y animales exuberantes, todos mis esfuerzos resultan infructuosos. Con el paso del tiempo lo he comprendido todo: desperdicie la vida amando a una muerta; se me olvido vivir, el estúpido afecto que tuve en vida al cadáver que yacía dentro de un ataúd me llevo a la muerte. Pasaré la eternidad sin volverla a ver, teniendo como único acompañante a un infante de cinco años. Aun no comprendo la razón de porque él y yo si podemos vernos y hablarnos, lo más probable es que, paulatinamente en algún momento no podamos escucharnos mas.

Lo que si comprendemos es que aquellas personas con las que tuvimos algo que ver en vida jamás las encontraremos en esta isla, aunque ellas estén ya aquí.

 

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