Saltar al contenido

El caballero de Ibar (Capítulo I)

En el año del Señor de 1240 los ejércitos de Jaime I terminaban de reconquistar Valencia. La península se había convertido en el campo de batalla, donde cruzados y sarracenos dirimían sus enfrentamiento en territorio Europeo.

Los colonos que emprendieron la ocupación de las tierras reconquistadas, todavía sufrían los acosos de pequeñas incursiones militares en  la zona del levante. Las tierras entre fronteras eran lugares muy peligrosos sin la protección debida. La Orden del Temple, los Caballeros de Alcántara y los de Santiago fueron, igual que en Tierra Santa, los encargados de la seguridad de los viajeros que debían circular por ellas.

La vida en la península estaba dominada por fuerzas militares de distintos reinos, circunstancia esta que permitía enriquecerse a costa de la Espada y la Cruz. Para los pobladores de las zonas cristianas deprimidas por la hambruna,  la conquista de nuevas tierras  aumentaba la posibilidad de medrar, desplazándose a los lugares arrebatados  al moro.

En este contexto histórico se desarrolló esta gesta que nos esboza cómo era la vida en aquellos días de la reconquista en España.

 

Capítulo I

 

Tierra oscura sembrada de  matojos,  aliagas  quemadas por el frío, pequeñas muros de losas que se incrustaban en el terreno parcelando los campos, retazos de hierba nacida a la sombra de sabinares, árboles retorcidos por los vientos del Maestrazgo, roquedos y riscales de un gris casi negro, por encima, mesetas calizas a semejanza de naves flotando sobre bosques de pinos negrales, erizos y enebros.

Así  se hallaba la pequeña ciudadela de Cantavieja, donde su fortaleza se erguía como la proa de un barco, altiva e inaccesible. Su base rompía en barrancos y quebradas, donde serpenteaban riachuelos de aguas cristalinas; En lo alto,  farallones y peñas cubiertas por la nieve, compañera  gélida durante los meses de invernada.

La villa amurallada había sido arrebatada al moro años atrás. Hacía cuatro décadas que se había convertido en plaza fuerte, al mando de un comendador provincial del Temple.

Intramuros acontecían rituales trascendentes. Los  aspirantes a caballeros del Temple velaban sus armas a la espera del juramento. Los iniciados tras largos días de pruebas herméticas custodiaban sus signos más emblemáticos; El manto blanco, el escudo y la espada. Después de aceptar todas las condiciones impuestas y demostrar que no tenían esposa ni prometida, libres de ataduras según las condiciones exigidas por la orden; los candidatos se arrodillaron  y con la mano encima del Evangelio prestaron juramento.

A las preguntas que el precepto les hizo, contestando  con esta frase:- Si, sire, lo hare si de esta forma complace a Dios.  -Obedeceré sin límites la jerarquía de la orden. Combatiré con todas mis fuerzas por tierra Santa y el reino de Jerusalén. No me cambiare a otra orden ni  abrazare otra religión que la de Cristo. Me mantendré casto y pobre toda mi vida

La capilla iluminada por cirios  despejaba  las sombras de un amanecer escuro y frio. Arrodillados sobre las baldosas del atrio en actitud suplicante, con las manos cruzadas en señal de rezo y la mirada perdida en el infinito, ausentes de toda sensación humana,  esperaban recibir su arma.

La voz del oficiante llenaba la estancia, los doce testigos  presentes callaban mientras la bendición calaba en la mente de los iniciados, el oficiante cogió la espada desnuda depositada sobre el altar, colocándola sobre la mano derecha del iniciado al  tiempo que les decía estas palabras:

-Recibe esta espada en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Úsala en tu propia defensa y en la de la Santa Iglesia de Dios, para la confusión de los enemigos de la cruz de Cristo. Mientras te lo permita la fragilidad humana no hieras injustamente a nadie con ella.

A continuación fue colocando en su vaina las espadas de cada uno, y pasándoles la mano uno a uno por la cintura les precisaba: -Ciñe tu espada, oh tú que eres todopoderoso en el nombre del Señor. Pero jamás olvides  que es con la fe y no con la espada con lo que los santos han vencido a los reinos.

Los iniciados  después de estas palabras desenvainaron las espadas y después de blandirlas tres veces, la limpiaron debajo del brazo enfundándola de nuevo. El capellán  les abrazo de uno en uno y les dijo:- Se un soldado pacifico, activo, fiel y sumiso a Dios. Queridos hermanos, nuestro sire ha satisfecho vuestros deseos y ahora ya  pertenecéis a la compañía de la caballería del Temple.

Terminada la ceremonia los caballeros templarios abandonaron la capilla de San Miguel cercana al castillo. Las primeras luces del alba asomaron por levante en medio de un cielo cargado de nubes.

La fuente del abrevadero adornada con carámbanos, ponía de manifiesto las frías mañanas de un invierno que llegaba a su fin. Los caballeros se fueron distribuyendo por las distintas estancias.

La fortaleza retornaba de  nuevo a la vida cotidiana: Los golpes acordes de los canteros, los cascos de los caballos, las ordenes a los vigías, las marmitas en las cocinas,  las voces de mando a los reclutas y  por encima de todos ellos, los martillos  de los herreros preparando las armas, herrando los caballos y forjando nuevas espadas. Todo había regresado a su normalidad.

Unido a la muralla de forma triangular había algunas estancias. La sala del tesoro, las habitaciones del Hospital, el vestuario, el grupo de celdas de los caballeros y cerca de ellas las de los escuderos y sirvientes.

Alejado del ajetreo de la fortaleza, en un habitáculo  colgado de los muros de la pared norte, tenía el caballero Blasco de Ibar su laboratorio.

Las paredes de piedra de la estancia  estaban cubiertas por estanterías de madera, acogían en sus repisas infinidad  de frascos etiquetados, algunos obsoletos eran cubiertos por una pátina de polvo, en otros se apreciaba a través del cristal hierbas de distintos tipos, en algunos descansaban  sustancias untuosas y líquidos espirituosos.

Arrimada al ventanal una mesa de mármol abigarrada de redomas,  matraces,  y  morteros de distinto tamaño. En un rincón un alambique de cristal descansaba de sus tareas.

Frente de la puerta de entrada, una chimenea también de piedra con la boca de grandes dimensiones mantenía el fuego encendido, dando calor a la estancia, al tiempo que colgado de un gancho giratorio  una vasija de barro con hierbas medicinales hervía al amor del fuego.

El laboratorio sumido en la penumbra estaba iluminado por candiles, dando a la estancia una sensación de cuarto trastero. Sobre una mesa de madera descansaban  algunos pergaminos y en sus manos un viejo libro de piel de cabrito  de donde extraía formulas el caballero de Ibar. Sentado pesaba en una balanza ciertas sustancias que estaba experimentando.

Su cabeza rapada en extremo, disimulaba las canas que cubrían sus sienes, los pómulos salientes,  el mentón pronunciado, la frente amplia,  albergaban  unos ojos hundidos  protegidos por cejas pobladas,  dando al rostro del caballero, seriedad y agudeza.

Sonaron unos golpes en la puerta… sacándole de su ensimismamiento. Con voz enérgica pregunto quién era, desde fuera una voz juvenil le contesto – soy Ignacio de Miramón Señor-  se levantó de la silla estirando sus brazos hacia el cielo tratando de desentumecer los músculos, con paso firma cogió la espada colgada de la pared, y con gesto mecánico se la ciño a la  cintura, (en sus años de experiencia y a  pesar de encontrarse dentro de la fortaleza, le habían enseñado a no separarse de sus armas).

Abrió la puerta al escudero, un joven de buena familia que aspiraba a ser caballero de la orden hacia algún tiempo, asignado a él como ayudante, cumplía con diligencia sus obligaciones,  demostrándole en muchas ocasiones ser de plena confianza.

-Señor, el comendador ha solicitado su presencia en la sala de concilios- Asintió con la cabeza el caballero, mientras se cubría con el manto blanco. Cruzaron los patios del castillo, hasta las caballerizas y pasaron por la capilla, finalmente accedieron a la sala donde el  comendador Provincial Ramón Anglés les esperaba.

-Estimado hermano, le he sacado de sus quehaceres cotidianos por un asunto de gran trascendencia.

– ire es un honor poder servirle-. El caballero Blasco de Ibar contesto con cierto aire marcial, propio en su educación militar. Asintió el comendador con un gesto de aprobación, mientras le hizo una seña  al joven escudero para que saliera.

Una vez solos rompió el silencio el comendador,  haciendo mención a los servicios prestados en tierra Santa por el caballero de Ibar.

-Lo que quiero pedirle está relacionado con sus conocimientos de alquimia, cuestión que solo Usted está capacitado en la bailía. Aunque la misión es extramuros más propia de caballeros de campo que de un alquimista, en este caso es preciso reunir los dos conocimientos e insisto nadie mejor que Vos para llevarla a cabo.

-No quiero equivocarle, el riesgo es elevado, aunque a primera vista sería una misión para caballeros jóvenes, preparados para resolver situaciones difíciles en el combate,  pero ninguno de los que tengo a mi mando reúnen la experiencia suya.

– Después de su regreso de Tierra Santa donde tengo entendido que sirvió bajo las órdenes del Gran Maestre Pierre de Montaigu, el cual tuvo a bien  mandarle de regreso a casa para que se recuperara de sus heridas.

Leí los informes que le precedieron y no tengo ninguna duda que es la persona idónea para esta misión.

-A la muerte del gran maestre, le destinaron a nuestra bailía para su restablecimiento. Han pasado cinco largos años y he podido comprobar que está totalmente recuperado y que sus trabajos de alquimia son satisfactorios.

-Sire le agradezco su  deferencia hacia mi persona, lo cierto es, que preciso algo de acción, la alquimia me gusta, pero ante todo soy un Caballero del Temple.- Contesto  el Señor de Ibar.

 

Deja un comentario