Saltar al contenido

La promesa

Y aún no terminabas de exclamar los últimos jadeos provocados por aquel orgasmo intenso, que remecía con total autoridad cada rincón de tu cuerpo, tus piernas aun temblaban y mi deseo aún no se saciaba por completo, te observe casi con total misericordia, una misericordia que se desvanecía en la medida que mi imaginación tomaba vuelo, lucias cansada y el brillo del sudor en tu piel provocaba contener el deseo, fue en ese momento que levantaste la cabeza y me miraste con total atrevimiento:

– ¿No piensas acabar lo que empezaste? -exclamaste desafiante.

Sólo me provoco esbozar una sonrisa, eras tal cual imaginaba en mi deseo, sentí una erección cada vez más intensa, ya me había saciado de tu feminidad y mis deseos me empujaban a buscar la satisfacción de mis impulsos masculinos, esos que buscan apoderarse de cada rincón y que disfrutan de lo prohibido.

Lentamente acerque mi mano sobre tu cuerpo, te recorrí en un camino lento, donde las yemas de mis dedos disfrutaron a cada momento, concluí la aventura solo a centímetros del ocaso de tu larga espalda, tu reacción era de total complacencia, sabias hacia donde me dirigía y sin temor alguno me invitabas a tocarla… mis manos acariciaron con firmeza tus prominentes nalgas, mientras mi dedos recorrían con lentitud tu trasero en busca de tu lado más oscuro, aún se sentía la humedad derramada de nuestra última batalla, la utilice con destreza para lubricarte lentamente haciendo círculos en tu piel arrugada, leves exclamaciones susurraban en la pieza, no oponías resistencia alguna a ninguna de mis intromisiones, aceptabas con dignidad tu promesa, esa donde me señalaste que serías mía por completa y más aún al darte cuenta, que cobraría de cada una de tus palabras y tus ofrendas; me miraste fijo, seguías desafiante, te obligue a ponerte en cuatro con las piernas bien abiertas, podía observar en su totalidad lo que sería mío, me acerque a besar la oscuridad de tu culo, el cual disfrute por varios minutos, saboreaba con total placer el gusto de tu cuerpo, reaccionabas con gemidos cada vez que mi lengua se clavaba en lo más profundo, me levante y te acomode a la orilla de la cama, sabias que el momento se acercaba y casi con una actitud burlesca, pusiste tu pecho contra la cama y levantaste las manos por encima de tu cabeza, tu cola se levantó producto de tu destreza y se me entregaba por completo para mi complacencia, acerque mi pene erecto y empecé a deslizarlo en movimientos largos que recorrían todo tu culo, se sentía bien húmedo y no era más que una invitación directa, acomode mi glande en la entrada y comencé a empujarlo lento pero con firmeza, poco a poco fue entrando, un gemido se te escapo dejando de lado la sutileza, tu mano derecha aferraba con fuerza la ropa de la cama y era así justamente como te imaginaba, resistiendo el dolor que comencé a provocar en tu interior, sin arrepentimiento me introduje por completo, te retorciste por un segundo, note como aguantabas el grito, eras valiente y atrevida, y eso me ponía más caliente todavía, sin ni siquiera preguntar cómo te sentías, comencé a clavarte cada vez con mayor fuerza, con mis manos afirme tus caderas y empecé un vaivén endemoniado, un vaivén en donde tu ano era la víctima y mi regocijo la recompensa, me percate que tu mano se había puesto por encima de tu vagina, y de cómo comenzabas a darte placer para mediar el dolor de mis arremetidas, me salí abruptamente de la calidez de tu ano y tomando tus caderas con fuerza te di vuelta dejándote caer de espaldas en la cama, me miraste atónita, puse mi mano en tu cuello y apreté con fuerza, me acerque a tu oído y con voz fuerte señale:

– ¿Quién te dijo que te tocaras?

– Nadie, fue mi idea- replicaste incomoda con mi mano haciendo presión en tu garganta.

– Pues no lo hagas, sino te lo pido… ¿ha quedado claro? – pregunté

– Sí.

Sin sacar las manos de tu cuello, pero aflojando mi fuerza, levante tus piernas por sobre mis hombros y acomode nuevamente mi verga, sin mayores preguntas volví a clavarlo profundo y lo dejé ahí por unos segundos, mientras mi mirada se clavaba en tus ojos, sentí tu dolor, pero tu arrogancia no daría tregua, aguantaste como nadie, cada una de las embestidas que clave con la mayor de mis fuerzas, hasta llegar al punto donde mi pene reventó en placer y sentí como se llenaba cada rincón con el calor de mi esperma, sé que tu ano podía sentir cada una de los latidos de mi verga, que incesante se vaciaba en lo más oscuro de tu cuenca, lo saque lentamente y observe con detención como de a poco brotaba el blanco y brillante líquido que era testigo de que te había hecho mía, por completo tal cual lo querías, me tire al lado tuyo sobre la cama y te volteaste con una sonrisa, te causaba alegría saber que te mantuviste digna y que la promesa había sido cumplida.

Deja un comentario