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Mónica “DELUX” (5): Mi coño, mis dedos y un amago de violación en masa.

Un día me encontraba en el saloncito de casa tirada en el sofá, leyendo una novela de misterio, que era mi último descubrimiento literario. Era un jueves vulgar y corriente del mes de septiembre, por la tarde. Como de costumbre, tenía puesto un pantaloncito corto, liviano y ajustado, que me marcaba bien el culo, y un top con tela suficiente para taparme por encima de los pezones. Siempre me gustaba estar bien sexy por casa, porque sabía que Sergio se volvía loco cuando llegaba y me veía así, y no tardaba en llevarme al dormitorio, donde me daba un buen repaso.

Estaba absorta en la lectura y totalmente entregada a la trama cuando, de repente, escuché cómo giraba una llave en la cerradura de la puerta de entrada y luego un ligero portazo. Miré al reloj de cuco, que nos había regalado mi abuela cuando estrenamos el piso, y apenas pasaban tres minutos de las cinco de la tarde. «¡Qué raro! Sergio me dijo esta mañana, antes de irse, que hoy llegaría tarde». Aquel pensamiento me encogió el corazón, pensando que podrían ser ladrones o algo peor; violadores. Luego me tranquilicé, porque, salvo él, no podía tratarse de nadie más: la puerta era bastante segura. Marqué la página del libro y fui a cerciorarme, portando en la mano un cenicero de vidrio bastante grueso y pesado, que asía con fuerza por si era necesario utilizarlo.

Llegué a la puerta y me encontré a Sergio, bañado en sudor, con el corazón acelerado y visiblemente  sofocado. Solté el cenicero sobre el mueblecito de la entrada, antes de que él lo viera; tampoco era cuestión de añadir un infarto a su lista de males.

― ¿Qué te pasa, mi amor? ―le pregunté con una nota de pánico en la voz y con el corazón encogido―. ¿Estás bien? ¿Te ocurre algo?… ―Mis preguntas no cesaban. Él hizo un gesto con la mano, indicándome que no preguntase más, que tuviese un poco de paciencia hasta que recobrarse el aliento.

Así lo hice.

Pocos instantes después, vinieron las respuestas.

― No ocurre nada malo, mi amor. Es que subido corriendo las escaleras. El ascensor estaba ocupado, y no podía esperar a darte una gran noticia.

Mi rostro cambió, súbitamente, pasando del miedo a la expectación.

― Y dime, mi rey. ¿Cuál es esa noticia? ¡Me tienes en ascuas!

― ¿Recuerdas que hablamos hace unos días a cerca hacer un intercambio de parejas? ― Yo asentí con la cabeza―. Pues he contactado con una pareja que nos vienen como anillo al dedo: son ideales. El problema es… ― Sergio hizo una breve pero interminable pausa―. El problema es que tenemos que ir a Torrevieja. Ellos viven allí y no pueden desplazarse.

Mi rostro volvió a cambiar, esta vez decepcionado: todo iba bien hasta que escuché el nombre de aquella ciudad tan lejana.

― Pero…, mi rey ― dije contrariada ―, sabes de sobra que apenas llegamos al fin de mes. ¿Cómo vamos a permitirnos el lujo de ir tan lejos? Además, no tenemos coche, y sabes que no me gusta viajar ni en tren ni en autobús, me desespera y me pone de los nervios.

― Por eso no te preocupes, Moni ―trató de tranquilizarme―, pues parece que son gente de dinero, y me han dicho que mañana nos hacen una transferencia de ciento cincuenta euros para la gasolina. En cuanto al coche, he hablado con mi madre y ella me presta el suyo. Eso sí, para convencerla, he tenido que mentir; le he dicho que se casa un amigo y que vamos a su boda. Ya sabes que ella es muy maruja para este tipo de cosas, y me ha garantizado cien euros para que compremos un regalo a los novios. ¡Si es que no hay mejor madre que ella! ―Terminó de dar explicaciones y confirmé que seguía siendo un mentiroso empedernido. Eso sí, un embustero con clase.

Continuó proporcionándome detalles y finalmente me mostró una foto de la pareja, en la ventanita de su teléfono. Había sacado la imagen de una conocida red social y se les veía buena gente; al menos esa fue la primera impresión. Hice zoom con los dedos y de buena gente pasaron a ideales; cuando menos él. Intrigada por conocer más detalles, miré su perfil y comprobé que él tenía veintinueve años y ella treinta. «No es demasiada diferencia respecto a nosotros», pensé.

Pero no todo podía ser perfecto, y Sergio reservaba el petardazo final de costumbre; el que solía sacarme de mis casillas.

― El caso es que… ―vaciló unos segundos antes de prender la mecha y hacerlo estallar―, me he comprometido a que llegaríamos este sábado, a eso de las cinco de la tarde.

―¿Un día y medio? ― protesté amargamente, y me entraron ganas de volver a coger el cenicero y rompérselo en la cabeza, de un único y certero golpe―. No entiendo por qué siempre me haces lo mismo, Sergio, con tanta precipitación y sin dejarme apenas margen. Nunca te detienes a pensar que yo, como mujer, preciso de más tiempo para organizarme y elegir un par de modelitos, cuando menos, acordes a la ocasión; luego está el maquillaje, las cremas, varias mudas de ropa interior, los productos de higiene personal y otros pequeños detalles no menos importantes.

―Sergio se encogió de hombros y se disculpó con todo tipo de excusas, pretextos que de ningún modo justificaban su falta de consideración. Aquella noche se quedó sin verme con el disfraz de niña mala y sin darme el castigo de costumbre.

El sábado nos pusimos en marcha con tiempo más que de sobra, previniendo cualquier imprevisto. Apenas habíamos recorrido cien kilómetros de la autopista que seguía la línea de la costa, cuando Sergio pisó bruscamente el pedal de freno: Yo casi suelto el desayuno y la cena contra el parabrisas; iba tan distraída, que no me di cuenta de que faltó bien poco para sodomizar al coche que nos precedía.

Le miré y noté que estaba nervioso.

―Mi amor ¿Estás bien? ―pregunté con una nota de intranquilidad en la voz. Luego miré al velocímetro del salpicadero y me asusté al ver que la aguja marcaba 160km/h―. No vayas tan deprisa, cielo, porque tenemos tiempo de sobra y no hay apenas tráfico. Además, el sol luce y no tiene pinta de que vaya a llover. Dime qué te ocurre.

Sergio vaciló unos segundos. Durante ese tiempo se miró varias veces la entrepierna, intercalando cada una de las miradas con otra al frente, a la carretera.

―Estoy preocupado, mi amor ―me dijo entristecido―. Solo con pensar en lo que va a suceder, me pongo muy cachondo, pero no soy capaz de empalmarme. Hace un buen rato que intento concentrarme sin resultados. ¿Y si llega el momento de la verdad y no doy la talla? ¡Menudo chasco! No creo que me recuperase de semejante humillación en mucho tiempo.

Yo lancé un suspiro liberador, seguido de una sonrisa, pues aquella respuesta no suponía un problema de difícil solución.

―¿Por qué no paras en algún sitio y te la chupo? ¡Eso nunca falla! Luego puedes correrte en mi boca, o follarme, si el lugar es suficientemente discreto.

―No, no quiero parar. Si lo hago, luego me dará pereza volver a ponerme al volante. ― respondió Sergio y volvió a quedar en silencio. Luego continuó―. Lo que sí puedes hacer, es chupármela ahora mismo, mientras conduzco; nunca me han comido la polla mientras lo hago.

Aquella propuesta me desconcertó, no lo voy a negar, y por mi cabeza pasaron infinidad de pensamientos extraños, pero no podía negarle el capricho al ver de nuevo su rostro abatido.

―¡Está bien!¡Lo haré! ―exclamé resignada―. Pero tú no quites ojo de la carretera ni de los espejos retrovisores. No quiero aparecer en las noticias de la noche ―añadí.

Durante varios kilómetros me dediqué en cuerpo y alma a conseguir que su instrumento adquiriese un volumen aceptable, pero sin conseguirlo; ni mi boca ni mi lengua fueron capaces de semejante proeza. Me preocupé, porque nunca había necesitado más de dos caricias, un par de besos o idéntica cantidad de lametones. Entristecida, me acomodé en mi asiento.

―Amor ―le dije―, realmente comienzo a preocuparme. Esto no es normal.

―¡No sé! Intentemos otra cosa ―respondió él.

―¿Por ejemplo?

―Quítate el tanga y deja que te toque el coño. Puede que así me anime un poco.

―¿Aquí?… ¿Ahora? ―pregunté confundida. Nuevamente le miré y volví a caer en la tela de araña que tan hábilmente sabía tejer, en la que siempre caía, una y otra vez, con suma facilidad: ¿Cómo podía negarle lo que fuese, si me miraba de aquel modo tan peculiar?

Accedí, y comenzó hurgar en mi sexo con la mano derecha, tras quitarme el tanga. Durante un rato lo estuvo estimulando, con la maestría que en él era habitual, y no tardé en sentir que me iba a correr de gusto. Entonces, sin venir a cuento, retiró la mano y me dejó con un palmo de narices.

Protesté airadamente, enfurecida.

―¿Cómo eres tan cabrón? Tan solo me faltaban unos segundos para correrme. Al menos podías haber seguido un poquito más. ¿Es mucho pedir?

―Lo siento, mi amor ― respondió Sergio, con total indiferencia―, pero ha sido sin querer. ¿Cómo iba yo a saber que te faltaba tan poco?

―¡Joder! ¡Pues como tantas otras! ―le respondí, alzando la voz―. ¿Cuándo grito «¡ya viene, ya viene!» qué coño te crees que significa? Si por lo menos se te hubiese puesto dura… ―Le miré la entrepierna buscando señales de vida―. Pero, por lo que veo, sigues igual.

Sergio se disculpó, nuevamente, y dejamos correr el asunto durante unos cuantos kilómetros más. Luego volvió a la carga.

―¿Por qué no te pones en el asiento de atrás y te masturbas? Eso me excitaría mucho. Con mayor motivo si te veo por el espejo retrovisor.

―¡Desde luego, hijo mío, no veas lo cansino te pones algunas veces! ―protesté.

Sobra decir que terminé cediendo.

Me deslicé como una lagartija entre el hueco de los asientos y luego me acomodé en medio del asiento trasero, con los pies apoyados en los reposacabezas que tenía delante y los muslos bien separados. Obviamente, Sergio sugirió aquella postura; no solo me tenía que masturbar para él, sino que, además, debía ofrecerle una buena vista panorámica a través del espejo retrovisor. Entregada estaba al placer, cuando un nuevo frenazo volvió a remover mi estómago, precisamente antes de correrme. «¡Que casualidad! ―pensé―. Como sea así todo el viaje, termino echando la papilla y con el coño más colorado que un tomate sin llegar a correrme». Entonces me di cuenta de que el coche se detenía por completo en el arcén derecho. Pensé que no tenía sentido frenar tan bruscamente si su intención era detenerse.

―Y ahora… ¿Qué ocurre? ¿Has olvidado el cepillo de dientes en casa? ―Tan solo me quedaba el sarcasmo como modo de protesta.

 ―Lo siento, reina ―sus disculpas comenzaban a cansarme―. He pensado que no hace demasiado calor y necesito que me de un poco de aire.

No dio más explicaciones.

Entonces vi cómo Sergio bajaba del coche, como si nada, y comenzaba a desmontar la capota de lona. «¡Maldita sea mi estampa! ―me dije a mi misma― He tenido la puta desgracia de que el coche de su madre sea descapotable».

―Lo sien…

―¡No, no digas nada! ―le ordené en el momento que abrió la boca para hablar―. Estoy hasta el gorro de tus excusas y no quiero más: ¡me agotas con ellas!

Sergio agachó los ojos y luego puso los morros delante de mí, con intención de darme un beso. Yo intenté salvaguardar mi dignidad, pero mis labios no estaban por la labor y se posaron sobre los suyos. «No me lo merezco ―pensé―, pero el muy hijo de su madre sabe cómo ponerme tierna». Entonces pensé que, posiblemente, lo sucedido no era fruto del azar, sino de un plan minuciosamente urdido para ponerme a prueba. Siendo así, seguramente querría comprobar si era capaz de comportarme tan sumisa y entregada como en casa.

Volvimos a ponernos en marcha y durante un rato no dijo nada. Luego volvió a la carga. Yo seguía acomodada en el asiento trasero.

―Quiero que sigas tocándote, pero completamente desnuda. Seguro que eso me pone a tono sí o sí. Te prometo que, cuando lo consigas, te echo el mejor polvo de los últimos meses.

Mis sospechas comenzaban a tener sentido: aquel canalla pretendía ponerse cachondo conmigo en plan exhibicionista, sabiendo que cualquiera podría verme desde otro coche, camión o lo que fuese.

―Vale, mi rey ―le dije muy cariñosa mientras me abrazaba a su cuello desde su espalda―. ¿Cómo le voy a negar nada al dueño de mi corazón? ―La mosca había vuelto a caer en la tela de araña, esa vez consciente de que lo hacía.

A partir de entonces me sentí mucho mejor; el enojo y la desgana se disiparon, y la situación comenzaba a ponerme a tono; no podía dejar de pensar en que alguien me viera, tocándome como una salida, y se pusiese tan cachondo como lo estaba yo.

Volví a mis quehaceres y poco a poco fui variando mi postura, inconscientemente. Cuando quise darme cuenta, estaba tumbada a lo largo del asiento, con los pies juntos y las piernas flexionadas y bien abiertas. Tenía los ojos cerrados y con la mano derecha no dejaba de castigarse el coño, frotándolo como si fuera la lámpara de Aladino y estuviese llamando al genio que contenía.

Durante un ratito perdí la noción del tiempo, totalmente entregada, tratando de alcanzar mi añorado y accidentado orgasmo. En un momento dado, unos gritos rompieron la paz y la tranquilidad que había conseguido alcanzar, abrí los ojos y miré al frente. Entonces quedé atónita ante lo que tenía delante de mí, en el carril izquierdo de la autopista. Se trataba de un autobús, adornado con banderas que parecían de algún equipo de futbol, en el que un montón de hombres, de distintas edades, gritaban por las ventanillas como si su equipo hubiese metido el gol que les daba el campeonato.

―¡Abre más las piernas, tía buena! ―gritaba un señor de mediana edad.

―¡Mirad, mirad, vaya coño tiene la gachí! ―exclamaba un abuelte.

―¡Tú no mires, hijo, que esto es para mayores! ―le decía un padre a su pecoso retoño.

―¡Pues me voy a chivar a mamá! ―le replicaba el hijo.

―¡Si te pillo, te la meto hasta que te llegue a la garganta! ―vociferaba un gordito con gafas.

―¡Por el culo, métetelos por el culo! ―solicitaba un veinteañero.

―¡Para el coche, guarra, que te vamos a violar entre todos! ―amenazaba el que tenía cara de bestia.

Animado por el griterío, noté que Sergio aminoraba la marcha o aceleraba en función de la velocidad del autobús. Entonces sospeché que pretendía prolongarles el espectáculo todo lo posible.

Yo me sentía a salvo de una violación en masa en mi improvisado lecho de placer, y quise darles un espectáculo inolvidable: nada ni nadie podía impedir que alcanzase lo que anhelaba, ni siquiera las burradas de futboleros. Deslicé la mano izquierda por los pechos y con la derecha me entregué a fondo entre las piernas, al tiempo que me retorcía y restregaba, golosa, contra la tapicería del asiento. Los gritos de aquellos tipos me animaban y sus miradas penetraban en lo más profundo de mis entrañas, como si me follasen sin descanso, enloquecidos. Durante un rato todos nos deleitamos; yo a ellos con mi show y ellos a mí con su fervor. De ese modo, no tardé en alcanzar mi objetivo, y ellos el suyo, inundando abundantemente mis entrañas y gimiendo agradecida, para terminar, separando los labios vaginales con los dedos y permitiendo que fluyese el fruto que había obtenido. Cerca de un minuto permanecí en aquella posición, inmóvil, exhausta, sintiéndome la jugadora que había marcado aquel gol tan importante, aquel tanto que volvió locos de júbilo a mis enfervorizados hinchas.

Finalizado el espectáculo, Sergio pisó el acelerador y los perdimos de vista, no sin antes despedirme de ellos con besos y abrazos al aire.

No tardé demasiado tiempo en volver a vestirme, pues el sol arreaba de lo lindo y  comenzaba a ponerme roja como un cangrejo. Entonces decidí ponerme sería con Sergio.

―Ahora quiero que cumplas tu promesa, Sergio ―le exigí sin ánimo de aguantar más excusas ―. La paja ha estado bien, pero necesito algo más, necesito que me la metas por delante o por detrás, por donde más rabia te dé. Y no me vegas con cuentos chinos, porque he notado cómo me mirabas por el espejo hace un instante. Y lo de los tipos del autobús, es la típica escena con la que siempre fantaseas; imagino que has tenido suerte encontrando ese autobús, posiblemente buscando un vehículo similar.

―No te preocupes, mi reina, que tomo la primera salida que no nos aleje demasiado de la autopista.

Continuamos la marcha durante un buen rato y, por lo visto, ninguna de las salidas era buena para Sergio: cuando no conducían a zonas pobladas, según él, afirmaba que parecían caminos de cabras. Así durante más de doscientos kilómetros. Ni siquiera las gasolineras le parecieron apropiadas, porque, según su infinita sabiduría, “tenían los aseos hechos una porquería por culpa de los camioneros y las puntas”, como si fuese un experto en la materia.

Pero mi paciencia tenía un límite, y le exigí que abandonase la autopista en la primera salida que encontrásemos, así llevase a la Conchinchina. Sergio fue sabio al no desafiar mi paciencia, porque, de haberlo hecho, le hubiese cruzado la cara de lado a lado con las uñas, tal y como le había anunciado previamente.

Llegamos un lugar que parecía bastante discreto, no sin antes dan un par de rodeos. Apenas se detuvo el coche, descendí de él como alma que lleva el diablo, me bajé el tanga hasta las rodillas, deposite mi cuerpo sobre el abrasador capó y le hablé de este modo:

―¡Ahora me vas a follar como Dios manda! ―le ordené con cara de pocos amigos. Evidentemente era una forma de hablar―. Ya has jugado bastante conmigo y el vaso a rebosando ―sentencié, muy malhumorada.

Él no dijo nada, tan solo se limitó a colocarse detrás de mí, sacarse la verga y metérmela por el coño sin demasiado entusiasmo. Yo creí estar en el Cielo al sentirla dentro, como si me hubiese tocado la lotería o un consolador en una despedida de soltera. Pero el asunto no funcionaba, al menos como yo esperaba, porque sus movimientos eran más torpes que los de un mono borracho; incluso un mono borracho habría puesto más interés. Cambiamos de posición, incluso de orificio, pero el ano tampoco parecía ejercer “suficiente presión”, según sus palabras. Me acordé de su madre, y del día en que lo trajo al mundo, segura de cuánto debió dar por el culo, el muy cabronazo, antes de asomar por el coño materno.

Los últimos kilómetros, antes de llegar a nuestro destino, transcurrieron sin que ninguno de los dos abriese la boca; el horno no estaba para bollos; cualquier palabra, cualquier mirada, cualquier gesto a destiempo, hubiese empeorado la situación. Yo dediqué ese tiempo a vestirme apropiadamente, darme color en ojos y labios, y disimular mi cabreo: la ocasión bien lo merecía.

 

 

NOTA: Amigos lectores. Tengo la “mala costumbre” de ponerme a escribir sin saber cuándo parar y, por ello, algunos relatos me salen un pelín largos. El que acabáis de leer es el comienzo de uno demasiado extenso y, por esa razón, lo he dividido en dos partes. Tanto este como el siguiente (la continuación) los he estructurado para que tengan sentido por separado, pero también en conjunto. De esta forma se puede leer uno u otro sin problema, o los dos. La continuación se titula «Mónica ‘DELUX’ (6): ¿Seducida, engañada o violada?… Esa es la cuestión» y está publicado en la categoría “Intercambios”.

Un beso.

 

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